Si es cierto aquello de que nadie es profeta en su tierra, el dicho le cae de manera perfecta a Alejo Stivel. Al frente de Tequila, cambió el rock en España y vendió y tocó para millones; como productor, trabajó con artistas como Joaquín Sabina y La Oreja de Van Gogh, sin embargo, y más allá de su apellido ilustre, se reconoce como un perfecto desconocido para el público argentino.
Alejo es hijo del cineasta David Stivel, y de la actriz Zulema Katz, quienes se separaron poco después de su nacimiento. Su madre formó pareja con el periodista y escritor Paco Urondo y ensambló una familia que se ramificó por algunos de los nombres más importantes de los últimos 60 años del cine, el teatro, la literatura y el periodismo entre Argentina y España. Durante esta charla con Teleshow van a pasar los recuerdos del Clan Stivel, que dirigió su padre. Su casa de la infancia en San Telmo, a la que invitaba a tomar el té a María Elena Walsh y donde Juan Gelman buscaba refugio tras un amor marchito. La mítica redacción de La Opinión y el acceso a escritores como Julio Cortázar o Gabriel García Márquez. La edad de oro del rock argentino, con Charly García, Luis Alberto Spinetta y Pappo en estado de gracia. El exilio forzoso tras la dictadura militar y la invención del rock en castellano al frente de Tequila. Una carrera como productor de más de 250 álbumes, con 19 días y 500 noches, de Joaquín Sabina como carta de presentación. Y una deuda de medio siglo que está a punto de saldar.
“Es la primera actuación de mi vida en Buenos Aires. Estoy excitado, nervioso, inquieto y todas las sensaciones que pueda tener”, dice Alejo sentado a una mesa de un bar de Flores en un castellano bastante aporteñado para alguien que lleva casi 50 viviendo en Madrid. La excusa es el documental Tequila. Sexo, droga y rock and roll, que se presenta en el marco del Bafici y que tendrá una presentación especial este sábado en el Teatro Astros, desde las 22 horas, donde luego actuará con su banda.
El grupo fue un furor en la España post franquista y pre Movida, pero en Argentina su nombre no sale de un circuito de melómanos. El documental bucea sobre ese período y sirve para corroborar en imágenes lo que de otra manera podría corresponder a una historia de ficción. Las imágenes de archivo muestran a legiones de fans en modo beatlemanía, conciertos multitudinarios y frenéticos y presencia constante en los estudios de televisión. El presente está narrado en entrevistas a los protagonistas principales y secundarios del fenómeno, trabajado con precisión de relojero por Álvaro Longoria, haciendo equilibrio entre su fanático por la banda y la rigurosidad de documentalista.
“Creo que lo único sensacionalista es el título”, analiza Alejo sobre el trabajo atildado del director. “La idea era no hacer una elegía positiva, sino lo mas cercano a la realidad, la épica de la gloria y las miserias de la decadencia”, se explaya. La otra gran figura del filme es Cecilia Roth, hermana de Ariel y testigo fundamental de los primeros acordes del grupo, improvisados en una habitación de Buenos Aires y continuados en los sótanos de Madrid. Porque más allá de las canciones, las ventas millonarias, los excesos, las peleas y las muertes, la historia de Tequila no deja de ser la de dos amigos que a pesar de los impedimentos, quisieron llevarse el mundo por delante al ritmo del rock and roll.
Hermanos de sangre
Cuando Alejo empezó a acompañar a Paco Urondo a la redacción del diario La Opinión, con ojos curiosos siempre abiertos, no tardó en hacer buenas migas con dos chicos de su edad, a quienes sus padres también llevaban al trabajo: Javier Timerman, hijo de Héctor, el fundador; y Ariel, hijo de su socio, Abrasha Rotemberg.
El edificio de la calle Reconquista a medio construir y solo estaba habitado el piso en el que funcionaba la redacción, lo que significaba toda una aventura para los niños. Subían y bajaban las escaleras, correteaban por la redacción y confundían sus voces con el repiqueteo de las máquinas de escribir y los debates de una selección de periodistas que Alejo evoca entre los laberintos de su memoria: “Silvia Rudni, Tununa Mercado, Carlos Ulanovsky, Horacio Verbitksy, Juan Gelman”, enumera con las licencias del paso del tiempo.
La educación de sus padres, que a la distancia define como “libertina”, le permitía estar allí a horas en que los chicos de su edad hacían la tarea, tomaban la merienda o se preparaban para irse a dormir. La hermandad con Ariel se selló en un concierto de Paco Ibáñez, al que fueron con sus madres. Cambiaron las butacas para estar juntos y encendieron la llama para todo lo que vino después.
Por entonces su compinche ya se destacaba con la guitarra y Alejo terminaba de perfilar su destino entre tanta oferta artística que tenía a su alrededor. De chico jugaba a ser actor o cineasta, hasta que escuchó a Los Rolling Stones. “Ahí me picó el veneno”, sentencia. Empezó a ir a conciertos a una edad en la que los chicos no iban, y vio en su mejor momento a artistas como Pescado Rabioso, La Pesada del Rock and Roll, Sui Generis, Pappo, Invisible, Vox Dei. “Sirvió para romper un mandato familiar que no era tal”; analiza sobre toda aquella información que pronto le iba a servir.
17 de agosto de 1976
Las cosas se fueron poniendo difíciles en esa Argentina y el golpe militar y la muerte de Paco Urondo, ya separado de Zulema, los empujaron al exilio. Alejo tiene la fecha marcada en el corazón. “Una experiencia de este tipo te marca de por vida”, dice antes de evocar el viaje en barco a España, que después pudo cicatrizar en una canción. Los primeros días en Madrid fueron duros, entre la depresión de su madre y las dificultades para insertarse en una sociedad nueva, y afianzaron los lazos con Ariel y Cecilia, cuya familia también se había exiliado. En la noche madrileña se cruzaron con la Spoonful Blues Band, donde tocaban Julián Infante (guitarra) y Felipe Lipe (bajo). Al poco tiempo sumaron a Manolo Iglesias en batería. Y en menos de un año eran el grupo más popular de España.
“Fue un milagro. Si fuera creyente diría que fue un regalo de Dios, pero lo vivo como una compensación al sufrimiento que causaron los últimos tiempos aquí, el exilio y los primeros años en Madrid”, explica. Junto a Moris, con quienes actuaron de backing band, son considerados los padres del rock español cantado en castellano. Se encontraron con un terreno fértil para desarrollar una música absolutamente marginal, entre el mainstream de los cantantes melódicos y las tradiciones musicales del país ibérico. “Todo era muy pobre, un pequeño circuito de bares para 50 personas, donde se cantaba en inglés”, recuerda.
—¿Qué tuvo Tequila para destacarse en ese panorama?
—Teníamos el instinto de hacer canciones que fueran comunicativas. Teníamos un look muy sorprendente para una época en que la gente venía muy uniformada y reprimida a todo nivel. Era una propuesta que la gente necesitaba pero que no lo sabía.
—En el documental se ve que cuando estalla la Movida, al grupo le dan la espalda.
—Tequila fue el rompehielos que mostró que se podía hacer rock en español. Cuando en Inglaterra surgen el punk y la new wave, necesitaban oponerse a las instituciones establecidas para captar el público joven y apuntaban a los grupos que denominaban como dinosaurios. El problema es que eran pibes de 20 que peleaban contra los de 40, pero nosotros éramos más jóvenes que los que nos rechazaban. Y era una necesidad marketinera, porque cuando nos veíamos por ahí estaba todo bien.
—¿Esto tuvo que ver con el final de la banda?
—No nos benefició ni nos empeoró. Seguimos tocando hasta que nos autodestruimos, como las cintas de Misión Imposible. Llenábamos plazas de toros, canchas de fútbol, pero fueron cinco años en los que estábamos todo el tiempo juntos: grabando, ensayando, tocando, haciendo promociones larguísimas. Y en aquella pandilla de amigos uniforme empezaron a diferenciarse las personalidades y afloran las discusiones. Y a eso se le suman las drogas era inevitable la autodestrucción, una olla a presión tan intensa y brutal, que estaba escrito que no podía durar mucho.
Los años oscuros
Si en un sentido la historia de Tequila es la de una amistad, también puede contarse desde la supervivencia. Las drogas duras hicieron estragos en la España de la época y causó las muertes de Manolo Iglesias en 1994 y de Julián Infante, luego integrante de Los Rodríguez junto a Rot y Andrés Calamaro, en el 2000. “En mi caso fue una doble supervivencia, aquí pude haber sido un desaparecido y allí pude haber muerto de sobredosis”, dice Alejo con crudeza.
Durante unos dos años, estuvo perdido en la noche de Madrid. Salía todas las noches, amanecía donde podía y entre drogas y alcohol se gastó buena parte de lo que había ganado con el grupo. “La intensidad de los años tequileros me llevó a descomprimir y no quería hacer nada”, dice a la distancia. Por entonces, la democracia había vuelto en Argentina y el rock vivía un auge inusitado, desde la Guerra de Malvinas.
—¿Pensaste en instalarte acá y seguir tu carrera?
—Volví, porque volvió mi viejo de Colombia, me reencontré con mis hermanos, y pasé dos meses pero no intenté hacer nada con la música. Fue un viaje fuerte, porque era la constatación de todos los que faltaban. Cuando me fui a España, me faltaba todo, los teatros, las pizzerías, los amigos. Al volver, noté mucho las ausencias. Me fui siendo una persona y volví siendo otra; sentía desapego por lo que había pasado, te matan a parte de tu familia y tus amigos y te expulsan, te queda una sensación de que no sabes si querés mucho a ese lugar. Después me reconcilié, empecé a venir cada vez más seguido y ya vengo todos los años y puedo disfrutar.
—¿Los discos de Tequila no llegaban a Argentina?
—La compañía mandaba los discos para editar, pero cuando veían el apellido Stivel, que estaba en las listas negras de la dictadura, no podía entrar en una emisora de radio, ni la tele y no tuvo difusión. Y cuando terminó la dictadura, terminó Tequila casi al mismo tiempo.
Cuando empezó a asomar la luz en sus años perdidos en Madrid, se volcó a la producción de jingles. “Soy vago y dejo que el destino haga por mí”, dice para explicar esa mano que le tendieron para empezar a salir adelante. Pudo limpiarse de las drogas, sin más ayuda que la de su psicoanalista. Sintió que estaba listo para probar en la producción de artistas, pero no iba a ser fácil: “Era un jubilado del rock a los veintipico”, agrega para justificar algunas miradas recelosas, hasta que empezó a ir bien y a destacarse por su trabajo con artistas como La Oreja de Van Gogh o MClan.
Pacto entre caballeros
A finales de los 90 Alejo ya era un productor reconocido de la escena española, con algunos trabajos en Argentina -Airbag, Daniela Herrero-, y un faraónico álbum doble con Claudio Gabis en homenaje al rock argentino con participaciones estelares de Charly García, León Gieco, Andrés Calamaro, Ricardo Mollo y muchos más. Del disco también participó Joaquín Sabina, de quien Alejo era más compinche que seguidor. “Iba a la casa como amigo. No pensaba producirlo, me encantaba charlar con él. Es divertido, inteligente, cariñoso”, aclara.
Con el ojo del productor ya entrenado, siempre le había molestado ese sonido pulcro que tenían los discos de Sabina, y lo terminó de corroborar cuando lo escuchó cantar en esas tertulias caseras. Sentía que en esa búsqueda por la perfección se perdía el encanto bohemio del artista. “Vos sos un decidor, de la escuela de Goyeneche. ¿Por qué no grabás un disco así?”, le dijo como al pasar, y la noche siguió su rumbo.
Las palabras quedaron flotando en el departamento de Joaquín, y a las semanas sonó el teléfono de Alejo. “¿Tenés ganas de producir ese disco?”. La respuesta fue un sí rotundo, un encargo a la compañía de todo el material de Sabina y empezar a diseñar la ingeniería para lograr el sonido más puro tanto en la voz como en los instrumentos. Que las mal llamadas imperfecciones se escuchen como lo que realmente son: características.
Fue un año de grabación para el productor, que estaba acostumbrado a terminar en dos meses cada trabajo. La extensión del material –que alcanzaba para un disco doble- y el perfeccionismo literario de Joaquín por revisar rimas, puntos y comas, fueron prolongando demasiado la faena hasta que Alejo lo citó en un restaurante, tomó una servilleta e improvisó un contrato de urgencia.
“Yo, Joaquín Sabina, a partir de pasado mañana pierdo control del disco y Alejo hace lo que quiere”.
El español lo firmó, acostumbrado a esa frase que ya había hecho lema: “Yo los discos no los acabo, me los arrancan”, suele repetir el andaluz. “En eso es parecido a Charly García, disfrutan tanto del proceso creativo que podrían estar seis meses grabando”, compara. Y admite que cada una de esas correcciones de Joaquín estaban en lo cierto.
El disco fue un éxito rotundo y terminó de proyectar al Sabina panamericano que venía asomando los años anteriores. Además de producir, Stivel puso su sello de compositor en “El caso de la rubia platino”, y en dos canciones especiales para el mercado argentino: “Nos sobran los motivos” y “La biblia y el calefón”, la cortina del programa que conducía Jorge Guinzburg, el esposo de su hermana Andrea. “Cuando grabamos el disco estaba por empezar la segunda temporada y coincidía con el cumpleaños de Jorge. Estábamos en un estudio en la montaña, en Málaga, y le propuse hacerle un regalo”, revela. Sabina aceptó gustoso y poco tiempo después protagonizaría uno de los más emblemáticos, junto a Diego Maradona, Charly García y Graciela Alfano.
“Cruzo el Atlántico al revés”
Después de más de 7 millones de copias vendidas y un sinfín de producciones -”a la 250 terminé de contar”, bromea-, Alejo sintió que había pasado demasiado tiempo lejos de los escenarios. Fue un proceso paulatino, que derivó en dos discos solistas -Decíamos ayer (2012) de versiones y Yo era un animal (2017), de temas propios- que lo devolvieron a la carretera “Volver a tocar me encantó; tenía un poco olvidada esa faceta pero no estaba muerta, estaba hibernando”, grafica.
Y en ese camino encaró hacia 2008 y junto a Ariel Rot esta nueva vida de Tequila, como parte de un camino que finalmente le cumplirá el sueño de cantar en Buenos Aires, con la incertidumbre por lo desconocido y los nervios de toda primera vez. Trae bajo la manga un entusiasmo adolescente y un hit oculto, “Me vuelvo loco”, histórica cortina de Duro de Domar, souvenir que se trajo Roberto Pettinato de sus años españoles en los que se hizo fan de Tequila. Y sobre todo, la ilusión de aquellos ojos de niño, que vieron en vivo al Flaco, a Charly, al Carpo y supieron que su matrícula de honor iba a estar para siempre en el rock and roll.
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