En tiempos de ChatGPT, el programa de inteligencia artificial que puede desde escribir una canción, hacer un resumen o resolver complicadas ecuaciones, y de tutoriales en YouTube que enseñan casi todo, la figura del docente parece desdibujada. Y sin embargo, ahí están los buenos maestros resistiendo y demostrando que las aplicaciones pueden facilitar la vida pero no te la marcan. No existe app ni tutorial que pueda contra esos maestros de alma que logran que hasta el más dormido se despierte. Quizá por eso, la película La sociedad de los poetas muertos sigue conmoviendo. Ese docente que incentivaba a los alumnos con su carpe diem y esos chicos que respondían con su “¡Oh capitán! ¡Mi capitán!”, todavía conmueven. Por más maniquea y poco creíble que sea la fórmula, todos soñamos con haber conocido o conocer un profesor similar, incluso lo deseó Robin Williams, su protagonista.
En La sociedad de los poetas muertos cualquier parecido con la realidad no es pura coincidencia. El guionista y escritor Tom Schulman se basó en su experiencia como alumno pupilo en un estricto y elitista colegio masculino en Nashville, Tennessee. Allí conoció a Samuel Pickering, un profesor de literatura que se paraba en su escritorio para dar clases y usaba el tacho de basura como soporte didáctico. Años después otro docente lo marcaría, Harold Clurman, un legendario director de teatro que con vitales 80 años, durante dos o tres horas encandilaba a sus alumnos con charlas sobre teatro, arte y cine en particular, y la vida en general.
El primer guion de Schulman se centraba en el rol docente pero luego descubrió que debía girar en los estudiantes y lo que el maestro les despertaba. El día que terminó de escribir fue al cine a ver Testigo en peligro y al finalizar la película le dijo a su esposa: “Ese es el hombre que quiero que dirija mi historia”. Era Peter Weir. Era 1985 y esperaría cuatro años para que su deseo se cumpliera.
Cuando al director australiano le llegó el guion no se mostró interesado. Cuatro años después estaba por comenzar a rodar Matrimonio de conveniencia, con Gérard Depardieu y Andie MacDowell, pero el francés por compromisos anteriores postergó por un año su participación. Con el rodaje no cancelado pero sí postergado, Weir se topó con Jeffrey Katzenberg, un alto ejecutivo de Disney que le aseguró tener el proyecto ideal para él: La sociedad de los poetas muertos.
El australiano volvió a leer la historia que ocurría en esa estricta institución conservadora donde (alerta spoiler) el desacartonado profesor John Keating incitaba a sus alumnos a aflojar sus corbatas y animarse a ser ellos mismos. Para Weir no fue complejo imaginar las condiciones que se vivían en ese estricto colegio que pregonaba “Tradición, Honor, Disciplina y Excelencia”, mientras los alumnos retrucaban en voz baja “Aburrimiento, Horror, Decadencia y Excremento”. Apeló a su memoria emotiva: “Iba a un colegio muy similar, muy estricto. No recuerdo con ternura aquellos años. En cuanto acabé salí corriendo de allí. Se castigaba con una vara y yo siempre tenía problemas”.
Para encarnar a John Keating se barajaron varios nombres. Se propuso a Dustin Hoffman que se ofreció a dirigirla, también a Bill Murray, Alec Baldwin, Mickey Rourke y el entonces semidesconocido Liam Neeson. Pero Weir quería un actor con capacidad de improvisar y lidiar con cambios en el guion e impuso un nombre: Robin Williams. Cuando el estudio convocó al actor, este aceptó por una simple razón: en sus épocas de estudiante su sueño era tener un profesor similar y hasta fantaseó, si su carrera como actor no prosperaba, con dedicarse a la docencia.
Si en pantalla los actores amaban a su maestro, fuera del set era igual. Con Williams, los descansos eran una fiesta. Pasaba de imitar desde Jack Nicholson a Sylvester Stallone, entablaba un diálogo hilarante entre su mano derecha con su izquierda donde discutían “¿por qué a vos te tocó el reloj?”, se burlaba de sus manos velludas asegurando que eran “guantes de fibra antincendio” y que cuando por la calle le gritaban “¡Mork!”, él respondía: “No soy un extraterrestre, soy un oso”. Pero también se ponía serio para explicar que había tres clases de comediantes: payasos, tontos y bufones. “Los payasos son elegantes, los tontos son algo intermedio y los bufones hacen cualquier cosa por arrancar una risa. Soy de los últimos”. Detrás de esos chistes y enseñanzas había un hombre que atravesaba una tristeza profunda. Williams vivía un complejo proceso de divorcio y el dolor se notaba en su mirada pero no en su trabajo.
Los jóvenes estaban encandilados con ese actor consagrado con una capacidad única de improvisar, que en medio de una escena imitaba a John Wayne o Marlon Brando mientras interpretaba el Hamlet de Shakespeare. Aunque claramente era la estrella de la película además era increíblemente amable con un grupo de novatos de 17 y 18 años. Hacía todo lo posible para ser parte del grupo algo que impresionaba a todos.
Sin embargo, uno de los adolescentes lo miraba entre atemorizado y tímido: Ethan Hawke. “Robin era muy divertido, relajado y creativo e improvisaba constantemente. Pero yo estaba preocupado por ser un actor serio, había incluso leído a Stanislavsky. Quería interpretar genuinamente ese personaje y no burlarme. Él (Robin) se reía de mí y decía: ‘Oh, ¡este no quiere reírse...!’. Cuanto más hacía bromas sobre mi personaje, más humo salía de mis oídos”, narró sobre su interacción con el actor y su actitud bromista, que consideraba “irritante en un principio”, contó el artista que en ese momento tenía 19 años.
“Hubo una escena en la película en la que me hizo inventar espontáneamente un poema frente a la clase. Hizo esta broma al final, diciendo que me encontraba intimidante. Pensé que era una broma. A medida que envejezco me doy cuenta de que hay algo intimidante en la seriedad de los jóvenes: su intensidad. Es intimidante ser la persona que creen que eres. Robin fue eso para mí”, reveló muchos años después Hawke.
Sin embargo, pese a esos episodios que el actor tomó como algo personal en contra suya, Williams le demostró su aprecio y admiración con un gesto que valió más que mil palabras. El joven recibió una llamada del agente de Robin diciéndole que quería representarlo porque el actor vaticinó que sería una gran estrella.
La complicidad en pantalla entre el docente y sus alumnos no fue solo por la admiración que Williams despertaba en el elenco, también se logró gracias a una decisión creativa de Weir. El director decidió filmar en orden cronológico: a medida que crecía la admiración y el cariño de los jóvenes por Williams, también ocurría lo mismo en la ficción.
Para reforzar ese compañerismo que los jóvenes debían emanar en pantalla, el director los hizo dormir a todos en una misma habitación, lo que aumentó la confianza entre ellos e hizo que se viera más real que actuado. Además les entregó libros que narraban la vida de adolescentes durante los años 50, los obligó a escribir poesía y representar obras de teatro juntos. Sumó un detalle más: no les permitió lavarse el pelo con shampú sino solo con jabón y para enojo de Hawke les hizo cortarse el pelo como los jóvenes de esa época. Al terminar de filmar, los siete jóvenes eran tan amigos que no dudaron en viajar todos juntos Nueva York durante un fin de semana para acompañar Hawke y Leonard, que se presentarían en una audición.
Filmar de forma cronológica, favorecer la convivencia no fueron las únicas decisiones acertadas de Weir, también cambió el final de la historia. Para los que vieron la película, la última escena entre esos alumnos y su profesor es inolvidable. Sin embargo, en el primer guion estaba previsto que el profesor Keating muriera de leucemia. Weir rechazó ese final e ideó otro donde la esperanza le ganaba a la tristeza.
La película se estrenó en apenas diez salas de los Estados Unidos pero en tres semanas ya estaba en 1109 cines. Con un presupuesto de 16,4 millones de dólares, recaudó 95 millones y arrasó en el resto del mundo, donde sumó 140 millones. Con el tiempo se convertiría en un fenómeno internacional, a tal grado que existen cafés, bares, clínicas psicológicas, colegios privados y hasta un festival de cine llamado Carpe Diem. Además se hace referencia a la cinta en Los Simpson, Dr. House, Padre de Familia, en Hook: el retorno del capitán Garfio, solo por nombrar algunas.
A 34 años de su estreno, si hoy se organizara una reunión de esos alumnos con ese mítico profesor, el encuentro tendría ausencia y melancolía. Ethan Hawke, como lo predijo Williams, construyó una más que interesante carrera con películas como Grandes esperanzas, ¡Viven!, Boyhood y la trilogía romántica que protagonizó con Julie Delpy. Casado con Uma Thurman, su vida privada era privada hasta que se separó de la actriz para unirse a la mujer que había trabajado como niñera de sus hijos.
Robert Sean Leonard priorizó la televisión al cine, así durante ocho temporadas fue el entrañable James Wilson, el mejor y único amigo del Doctor House. Entre sus trabajos se encuentra Chelsea Walls, una serie donde fue dirigido por… Ethan Hawke.
Un camino similar hizo Josh Charles, la continuidad que no le dio el cine la encontró en la serie The Good Wife. Dylan Kussman fue el soldado Wilkins en X-Men 2, se lo vio en Richard Jewell de Clint Eastwood y fue uno de los escritores de The Mummy con Tom Cruise. James Waterson prefirió el teatro y solo aceptó papeles como invitado en algunas series. Gale Hansen, que cuando se filmó la película era el “viejo” del grupo porque tenía 29 años participó en algunas series pero en 1998 dejó de actuar para dedicarse a dar clases de actuación, Allelon Ruggiero tuvo un papel secundario en 12 monos, participó en la Ley y el Orden y dirigió algunos cortometrajes.
Pero sin duda, la ausencia más dolorosa sería la de Robin Williams, el actor siguió brillando en el cine, lidiando con algunas adicciones y siendo amable con todos. El 11 de agosto de 2014 decidió terminar con su vida al notar que no podría vencer el atroz síndrome degenerativo y progresivo que había atacado su cerebro. Al morir, muchas crónicas titularon “¡Oh capitán! ¡Mi capitán!”, aunque quizá él hubiera preferido el texto más potente que el profesor Keating le enseñó a sus alumnos: “Mientras estamos hablando, terminará de huir el odioso tiempo: aprovecha el día, confiando lo menos posible al día siguiente. Carpe diem”.
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