Dos años después de “mi no-muerte”, como hoy define a aquel lapso de 12 días en el que fue inducida a un coma farmacológico para tratar los efectos del COVID-19, plantea cierta cuestión karmática. “Todo lo que sucede tiene la finalidad de convertirnos en mejores personas”, dice en tanto de esta creencia central de las doctrinas orientales. “Y yo aprendí a apreciar el día a día. A frenar y a pensar. A no sentir culpa por tomarme vacaciones o remolonear un rato más en la cama con los chicos. Entendí que caminar rápido no necesariamente significa andar acelerada, porque así vivía”.
Sobrevivir ha sido, como esta que cita, una de tantas “lecciones” que ha dejado el desarraigo, la marginación, una infancia exigida y la maternidad con angustias. No obstante, y por más épica que resulte la historia que estamos a punto de contar, a Karina Gao (38) no le cae en gracia que la llamen luchadora. Porque “rodeada de miles de más duras realidades”, según reflexiona, “suelo tener el síndrome del impostor”. Es por eso que elige reemplazar el mote: “Yo prefiero decir que soy yeta con suerte, realmente una afortunada”.
Desde 2021, cada 17 de febrero celebra su “nuevo cumpleaños”, y cada mañana frente al espejo, su “cicatriz de batalla”. Así llama a la marca en su mejilla izquierda, resultado de la pronación, último recurso al que el equipo médico recurrió en el punto más crítico del cuadro de salud desatado por una neumonía bilateral y el ataque de una bacteria intrahospitalaria. “Cuando desperté y la vi, me dejé llevar por el prejuicio. Pensé: ´¡Chau carrera televisiva!´”, cuenta. Pero se le revelaría algo más trascendental que la mucha o la poca importancia que tiene la belleza. “Le perdí el miedo a la muerte”, reflexiona. “Fue uno de los grandes aprendizajes de ese primer año de nueva vida. Porque en realidad lo difícil no es morir, sino vivir. Y solemos hacerlo con miedo. Con el pánico que nos produce pensar en un final. Tanto que nos olvidamos de que, en verdad, no somos más que sobrevivientes y que no debemos perder la chance del disfrute de lo más simple y cotidiano”, sostiene. “Y cuando llegó el momento de ponerme a dormir me di cuenta de que hasta ahí había sabido vivir. Que si debía irme en ese mismo momento lo haría en paz, sin arrepentimientos ni cuentas pendientes”. Excepto, claro, por el sabor de una gran desdicha: “No ver crecer a mis hijos”.
Karina estaba embarazada de seis meses en el momento de su internación en terapia intensiva. Y más allá de terminar cada día repitiéndose “mañana será mejor”, casi con el valor de un mantra, le pidió a los médicos que Teo (su tercer hijo, por otro lado, nacido el mismo día que sus hermanos) fuese la prioridad en instancias finales. “De hecho le escribí a mi obstetra y le dije: ´Nacho, por favor, cuidá mucho a mi bebé'”, recuerda.
Para los gemelos Simón y Benjamín (siete años), grabó un video de despedida, “tal vez, y por los pronósticos del tratamiento, sería lo último que haría. Realmente creí que no volvería de esa situación”, explica. Intentó hacer varios: “Uno, para cuando empezaran la primaria. Otro para cuando se casaran... Pero solo tenía 15 minutos antes de la inducción”, dice. Entonces, pidió a las enfermeras del Sanatorio Otamendi que la desconectasen de todos los cables posibles, se quitó la mascarilla, se acomodó el pelo, trató de parecer saludable para no impresionarlos y pulsó el botón colorado de su celular. “Les pedí perdón por si no volvería a acompañarlos en la vida. Les recordé que tienen la suerte de contar con un papá espectacular. ¡Y que estudiasen chino!”, relata a la distancia respecto de una grabación que decidió no volver a ver jamás, “porque elijo mirar siempre hacia adelante”.
Dominique Croce (39), su marido, también recibiría uno de los videos: “Sos joven y maravilloso, volvé a casarte. No dejes de ser feliz”. El último (“y tal vez el más costoso”) sería para sus padres y basado en el compromiso que en la cultura china los hijos tienen con sus progenitores: “A cierta edad, somos su jubilación. Por lo que les agradecí la educación y me disculpé por dejarlos solos”, relata.
Mientras tanto, apenas a metros, en el IADT (Instituto Argentino de Diagnóstico y Tratamiento), su marido y los gemelos eran internados con pulmonía unilateral. Él ya había recibido el mail en el que le informaban el estado crítico de Karina y, a pesar de “la profunda preocupación de qué pasaría con los chicos si los dos corríamos con la misma suerte, supo llevar ese momento como La vida es bella (filme de Roberto Benigni)”, pondera Gao. “Él, con el positivismo con el que nos proponemos encarar cada mañana, hizo de esa experiencia un cuento. Tal es así que cada vez que pasamos por la puerta del sanatorio, los chicos gritan: ´¡Mirá, má, el hotel donde estuvimos!´”.
“¡Embarazarme no es lo mío!”, bromea en un intento de aliviar su relato en el contexto de la maternidad. Así recuerda el nacimiento de los mellizos como “una prueba de fe, una apuesta a la vida”. En la semana 15 de gestación a Karina le detectaron el síndrome de transfusor-transfundido (STT), afección en la que la sangre circula desigualmente entre gemelos monocoriónicos (de la misma placenta). Una de las complicaciones más difíciles de tratar, que se presenta entre el 10% y el 15% de los embarazos múltiples. “Nos dijeron: ´Operamos o queda sólo un 5% de posibilidades de que los dos bebés sobrevivan´. No había opción. Y nos sometimos a una cirugía aún sabiendo que la chance de que los dos salgan ilesos era de un 45%”, explica.
“Durante el procedimiento de entrada, la bolsa se rompió y se inició la pérdida de líquido amniótico. Y fue un momento desesperante. De los más tristes. Literalmente, sentí que la vida se me iba”, recuerda del episodio que continuó con un sellamiento que no resolvería la situación. En la semana 25, y luego de otras pérdidas, Karina debió someterse a otra intervención para regenerar la bolsa con la inyección de plaquetas. “Después de la semana 26, y a pesar del mes que debí estar internada, todo fue festejo. Los bebés nacieron en la semana 31, prematuros y sanos”, cuenta.
“La yeta con suerte”, reitera mientras habla de sí misma en revisión del capital de lecciones que han dejado las tres décadas de vida en el país. Su verdadero nombre es Qian, que en chino significa chica linda. “Además, la traducción de mi apellido es alto, así que todo muy superficial el asunto”, bromea. Y la elección se liga a esa tradición del buen augurio “que luego seguí con mis hijos: Teo es virtuoso; Benjamín, estudioso. Y Simón, grandioso”, explica. Fue en 1993, durante sus primeras clases de español en Argentina, cuando aprendiendo los sonidos del alfabeto sintió “afinidad” con la letra K, “y de la lista de nombres con esa inicial, descartando Karen, tomé el que me puse para el resto de mi vida”.
Nació en Fuzhou (capital de la provincia de Fujian), el 21 de agosto de 1984, como parte de “la generación de la buena vida”, niños ba ling hou, o post 80, “los llegados después de la reforma económica, quienes no sufrimos la hambruna de los 60 ni la revolución cultural de los 70″. Atrás había quedado el comunismo rígido y se aventuraban 30 años de prosperidad, “pero aún había rastros de pobreza y muchas restricciones, como la de tener hermanos. Porque la de los 90 fue la década de los hijos únicos”, cuenta. Dice no haber sentido jamás esa buenaventura que citan los sociólogos pero finalmente siente “emoción” de haber sido testigo del florecimiento de su terruño. “Mi casa, o en realidad la habitación en la que vivíamos, era muy precaria”, describe respecto del contexto “comunitario” en el que se crecía, entre otras cosas, sin agua corriente.
Luego llegaría el “tres ambientes con jardín” que el Estado les prestaría cuando su padre logró un puesto en una compañía estatal a la que los chinos llaman “el bowl de metal”, en referencia a esos empleos que jamás se perderían. Pero su papá “tenía muchas ideas y era muy emprendedor o demasiado soñador para esa China, donde trabajar en una empresa privada era revolucionario y hasta mal visto”, relata. “No olvidemos que los chinos son colectivistas y tienen un fin único: mejorar el país. Por lo que todo asunto personal es orgullosamente sacrificable en pos de aquello”.
Huan (67), así se llama, “venía de una vida muy difícil”, cuenta. En tiempos de miseria, su madre había decidido iniciar camino hacia el Sur (Zao Zuang), con dos hijos a cuestas y en busca de su marido, a quien habían apostado ahí por una oportunidad laboral. “Pasaban tanta hambre que, durante ese trayecto en tren, ella pellizcaba a los chiquitos para que llorasen y los demás pasajeros, apiadados, le dieran algunos centavos para poder comer”, argumenta dando cuenta de la personalidad afanosa e incansable que forjó su padre, “obligado a dejar los estudios en pos del cuidado cercano de su familia”.
Es entonces que, “tras la ambición de progreso de tantos años”, decidió ser un chū guó (como se denomina a quienes dejan su país). Karina tenía cuatro años cuando Huan se instaló en Australia, lo que implicó para ella el inicio de un período de “experiencias difíciles y exigentes, sin la compañía diaria de la persona que más me consentía en la familia”, describe. Revela que aquel día, al decirle adiós en la terminal de colectivos, “no solo me despedí de él sino también de mi primera infancia”. Sí, ocho meses después de su partida “llegó a casa un aparato de karaoke, lo más aspiracional por ese entonces. Y un año después, el primer teléfono”, recuerda. “Pero también el brutal empujón para crecer de golpe. Se acercaban tiempos en los que debería aprender a ser autónoma”.
Su madre, Sofía, empleada administrativa de un laboratorio, “entre migrañas y otros dolores, no lo pasaba nada bien”. Alguna vez que debió permanecer dos noches en una clínica por alguna de sus afecciones, Karina, al cuidado de una amiga de la familia, recibió una frase que, según dice, la marcaría para el resto de su vida. “Mientras me preparaba algo para cenar, esta señora me dijo: ´Ahora son dos; vas a tener que aprender a cuidarte sola y también a cuidar a tu mamá”, cita.
A partir de ahí, alrededor de sus siete años, comenzó a familiarizarse con las tareas domésticas: “Lavaba la ropa, compraba verduras, buscaba el arroz con los tickets de alimentos en la cantina de la empresa y, por supuesto, aprendería a estudiar sola para aliviar las preocupaciones de mamá”, enumera. Después de todo, ya tenía forjada cierta independencia. En 1988, sin tiempo de sus padres ni presupuesto para niñeras, Karina había corrido con la suerte de ser pupila en un internado: desde los cuatro a los seis años. “No guardo rencor por eso, porque todas esas vivencias me hicieron crecer. Pero fue una época tremenda para mí. Todavía tengo el recuerdo de aquel llanto de soledad. De ver a mis papás yéndose por ese pasillo negro”, señala. “Y de otros tantos, como cuando debíamos hacer cola para bañarnos en las duchas colectivas, a una edad en la que se empezaba a tener noción del cuerpo y del sentido del pudor. Será por eso que, al día de hoy, no me gusta exponerme en malla en lugares públicos”, cuenta.
En 1992, con una China que palpitaba el avance del pseudo-capitalismo, Huan, “fiel a su espíritu, regresó “optimista y ávido de más mundo”, describe Karina. Había conseguido un mejor puesto laboral en el Estado, “pero ya le había picado el bichito de la aventura y eso no tendría marcha atrás, muy a pesar de la bronca de su padre conservador”. Y entonces, nunca más oportuna, se lanzó una campaña de inmigración a este país y el otorgamiento de cupos a ciudadanos con alguna especialización industrial. “Papá se había capitalizado como electricista y consiguió lugares en esa lista. Entonces tuvo, para nosotras, un argumento convincente: misma latitud que Australia y dólar uno a uno. ¿Quién no se tiraría de cabeza?”, relata.
Karina había escuchado “Buenos Aires” por primera vez cuando el barrio despidió al vecino del 2ºD. Fue ahí cuando le preguntó a su mejor amigo: “¿Dónde queda ese lugar?”. Y él, “con total seguridad, respondió: ´Donde el pájaro dejó el nido´, un dicho chino para hablar de un sitio remoto”, explica. “Esa fue mi idea de esta ciudad hasta que un día papá me sentó frente a una pantallita para mirar un documental sobre Argentina en el que mostraban las cataratas, el tango, el mate, vacas, el Obelisco y algo que hoy podría haber sido Puerto Madero, porque eran edificios fascinantes. Ahí viviríamos. Y dije: ´¡Esto es espectacular!’. Estaba chocha”, cuenta. “Poco después ya estábamos en un tren camino a Beijing, donde se apostaban las embajadas. Era el viaje de mi vida”, recuerda. Sin saber aún lo que la esperaría.
Pisaron el país el 31 de julio de 1993 después de dos días de itinerario que comprendió Fuzhou-Guangzhou, Guangzhou-HongKong y HongKong-Buenos Aires, sumando 45 horas de vuelo que significaron el mismo tiempo “de vómitos y malestares”, señala Karina. “No olvido la cara de desacierto que tenía papá. El Ezeiza viejo no se parecía ni un poco al aeropuerto de Sidney. En ese momento sintió que nada sería como le habían prometido”, cuenta.
“Pasó a buscarnos el primo de un amigo de papá, con quien habíamos intercambiado cartas en dos oportunidades, pero no conocíamos personalmente. Es que así es como funcionamos en la comunidad, a través de los favores. El señor Jia (así se llamaba) llegó con su mujer en un autito rojo, creo que un Fitito o algo muy similar. Jamás calculó que vendríamos tan cargados. Éramos cinco ahí adentro, más las ocho valijas que ubicaron hasta en el techo y como pudieron. ¡Una cosa de locos!”, relata. “Minutos después, ya sobre la autopista Ricchieri, el auto se detuvo. No arrancó más... ¡Me acuerdo los gritos de los demás conductores! Y no necesitábamos entender el español para saber que eran insultos”, dice con gracia. Karina, su madre y la señora Jia decidieron subirse al 86 durante otras dos horas, “y fue la primera vez que viajé en colectivo, todavía aferrada a mi bolsa de vomitar”.
Se apostaron en avenida San Martín 1845. “Tuve que aprenderme esa dirección de memoria porque mamá me había dicho: ´No sabés español y yo no tengo tiempo de ir a buscarte al colegio; si te perdés al menos sabrás adónde tenés que volver´. ¡Una locura! Yo tenía nueve años e iba y venía solita por calles desconocidas. Las maestras estaban despavoridas. Mamá firmaba autorizaciones especiales para que me dejasen ir, pero ellas me ayudaban a llegar”, cuenta.
En definitiva, Karina ya había aprendido a ser una niña extraordinariamente independiente. El Sr. Jia tenía una casa chorizo detrás del local de videojuegos con el que intentaba quebrar la suerte de todo inmigrante chino: el tenedor libre. “Y fue uno de esos cuartos que nos subalquilaron a 150 dólares mensuales. Ahí compartíamos el baño y la cocina con las otras familias, y no había lavarropas. Todavía me acuerdo de mis manitos heladas por el agua en pleno invierno. De hecho hoy mismo trato de no transpirar o ensuciar demasiado la ropa para evitar lavar tan seguido”, dice dando cuenta de cierto reflejo de aquella época.
No fue el único que perduró. “Dos días después de habernos instalado, papá volvió de la calle con una cómoda que alguien había desechado por ahí. Y se convirtió en mi cama. La primera noche me caí, claro. Pero después me acostumbré a dormir sin mover un dedo. ¡Es una habilidad que aún hoy conservo! En la posición en la que me acuesto, amanezco”, asegura con gracia. “Cada vez que salíamos a pasear prestábamos mucha atención en lo que había tirado por ahí, porque como dice mi papá: ´El tesoro puede estar delante de nuestros ojos´”. Así, en la calle, dice haber encontrado muchas cosas “que facilitaron nuestras vidas”.
Seis meses después se mudaron a un lugar “aún más chico”. Su padre había dejado ya el empleo de albañil en la construcción de locales de la colectividad y el de “aprendiz de repositor” en los supermercados amigos. Y su madre, el de mesera en el restaurante chino del centro, “que en realidad le duró tres días porque no lograba recordar los pedidos de cada mesa ni aprenderse los nombres de las gaseosas”. Con el tiempo “y mucho esfuerzo”, los Gao abrieron su primera regalería en Gascón 640, “un sitio que era más chico que este living”, señala. Sus padres supieron armarse “una especie de dormitorio” bajo los estantes y “a mí me tocó dormir en el pasillo”, recuerda Karina. “Me consiguieron dos banquetas, tres tablas de madera y un colchoncito muy finito. Y con eso me hacía la cama que tenía que desarmar cada mañana, porque todo era parte de las estanterías del local, en las que, además, debía volver a acomodar los productos”, explica.
El anafe con gas de garrafa estaba casi junto al inodoro, y tenían que hervir agua para darse un baño. “Era todo muy precario, pero yo me sentía feliz”, afirma. “Volvía de Once con la mochila cargadísima de mercadería, sobre la espalda, y una bolsa en cada mano. ¡En especial cuando se trataba de porcelana o de metal! Pero yo sabía que esa noche había carne, porque era algo así como un premio”, relata. “Creo que siempre he sido emprendedora, porque desde chica metí la mano sobre la mesa”, reflexiona. Luego abrirían un marcado en sociedad, en Córdoba y Thames, algún otro más en Barracas, y finalmente sentirían que habían alcanzo eso que vinieron a buscar “con la apertura del primer hipermercado con tres líneas de caja, en Caseros”.
Recuerda su niñez “difícil, en términos de exigencia, pero no triste por eso”. Desde los nueve años participó del negocio con “la responsabilidad de un futuro”. Por la mañana ayudaba a la apertura del local y regresaba al salir del colegio, hasta el momento del cierre. Sabía hacer control de caja y para los 11, ya era una eximia fiambrera.
Pero al cumplir los 12 (una semana antes de terminar la primaria) un gran susto la mantendría alejada por algún tiempo. “Durante años sentí que había sido yo la que trajo esa suerte”, dispara. “Nosotros siempre queríamos vender más. Y muchas veces después del cierre, alguien se acercaba pidiendo por favor algo de último momento”. Fue así que cierta noche “confié en una pareja y les abrí la puerta cometiendo el gran error de mi vida: era delincuentes. A forcejos se llevaron a papá hasta el depósito y yo quedé paralizada. Reaccioné al escuchar su grito desesperado. Corrí hasta el fondo y vi su cara llena de sangre porque lo habían golpeado con una botella de cerveza. ¡No me olvido más! Él repetía a grito partido: `¡Ayuda, policía!’. Pero desde ahí, ¿quién podría escucharlo?”, relata.
“Cuando cobré la cordura, no sé cómo volví al local. Ellos estaban queriendo abrir la caja y al ver que no podían, como que intentaron ahorcarme. Todavía me acuerdo de esa sensación. Quizás por eso, ya no puedo llevar nada sujeto o cerrado al cuello”, deduce. “Hasta que junté coraje y después de escuchar sus varias amenazas, les dije: ´¡Voy a abrirles la caja, pero se van de acá!´”. Aún conserva esa imagen de su madre lavando y extendiendo sobre una mesa los billetes de 10 pesos, y en ellos, la cara de Manuel Belgrano manchado de rojo. “Sentí que literalmente, y como reza un dicho chino, ese había sido dinero ganado con sangre, sudor y lágrimas”.
Sí, la cultura del trabajo que se fomentaba en casa era importante. Pero la mayor exigencia recaía en la educación: “El aspecto más importante para mis padres, porque además de ser el modo de cambiar el propio destino, nos hacía más competentes en la colectividad”, indica Gao. “Al ser tantos, uno debe poder ser el mejor para destacarse”. Entonces evoca su primer grado y aquel final en el que (“por olvidar una puntuación”) obtuvo una calificación de 97 sobre 100. “A los seis, ese era un gran logro para mí. Pero al llegar, mamá, que era muy severa con eso, solo me dijo: ´¿¡Qué pasó con esos 3 puntos!?´”.
Había comenzado tercer grado en Argentina sabiendo hacer cálculos mentales complejos y alguna vez quedó “en shock” al ver a su maestra usar los dedos para sumar. El conflicto era el idioma. Solo sabía decir “gracias”, “por lo que mamá contrató a una taiwanesa para que me enseñase a hablar”, cuenta. “Y pagó hasta donde pudo. Desde entonces, y rigurosamente, todas las noches al llegar a casa me tomaba 20 palabras del diccionario chino-español”. Karina debía ser la “traductora familiar” (y muchas veces de gran parte de la colectividad): “Los grandes no tenían tiempo más que para ganar dinero y saldar sus deudas”. Y entonces recuerda que no siempre esas traducciones eran “agradables”, como dice. “Una vez, con 11 años, tuve que acercarme a un empleado y comunicarle: ´Dice mi papá que estás despedido´”, cita.
Estudió en “seis o siete colegios”, calcula. Entre otros, la Escuela Nº3 Manuel Solá, el Nuestra Señora de la Misericordia de Belgrano y el Instituto Zaccaría. Y es sobre este último que asoma otra memoria de las vacaciones del 94. Había trabajado a diario en el puesto de fiambres desde las 8:30 a las 21. “Mamá me había ofrecido un sueldo y cuando terminó el verano me dijo: ´Ahora con la plata que ganaste, andá y pagá el colegio´. A mí no me importaba nada. Yo era feliz: ¡por fin sería una chica con uniforme!”, cuenta.
Ya estaba en sexto “cuando mamá vino con otra de sus ideas sin posibilidad debate: quería que hiciera el curso de ingreso al Colegio Nacional Buenos Aires”, dice. Rotula esa etapa como “desesperante”. En seis meses debió rendir 12 exámenes de Lengua, Matemática, Geografía e Historia. “Era demasiada información y me costaba mucho entender las materias”, relata. Por las mañanas asistía al colegio, por las tardes a la Academia Giménez para reforzar los contenidos y por la noche, al curso del Nacional. En resumen y a fin de cuentas, su nombre apareció en la primera línea de la nómina. 400 puntos la convirtieron en una de las alumnas más brillantes de Buenos Aires. Pero durante las clases de Literatura (“mi kriptonita”) se percató de que el nivel exigido estaba muy por encima del que podía entender. “Nunca logré superar el maldito 7 necesario en comprensión de textos. Reprobé y me quedó previa”, señala. Así comenzaría una grieta profunda en la relación con su madre, y “más aún, conmigo misma”, asegura.
“Mamá se enojó. Se enojó mucho”, recuerda Karina. “Fue una noticia muy difícil de digerir. Para ella no existía el ´no poder´, sino la falta de voluntad, y con ese criterio, yo no había dado el 100% de mi esfuerzo”, concluye. Dice que por primera vez durante los cinco años que llevaba en el país sintió sumergirse en una “época gris”, como define. “Empecé a odiar y a rechazar”, cuenta. Entre otras cosas a Borges, a Bioy Casares, a Cortázar y a todas esas maestras de la primaria que jamás le habían dicho la verdad: que no hablaba bien el español.
“Habíamos conseguido una mejor situación económica y muchas más comodidades, pero ya no era feliz. La niña china de nueve años que llegó a la Argentina se había perdido”, asegura. Comenzó segundo año con el objetivo de aprobar su kriptonita. “Para eso dejé mis clases de piano en el Conservatorio Nacional de Música, de salir con amigos... De alguna manera, de vivir. Me sentía ahogada”, señala. Finalmente, y por la “causalidad” de la vida, se equivocó de fecha y llegó un día después a la mesa de examen en el Nacional. Sí, quedó fuera.
“Para mamá fue una deshonra”, señala. “Yo había sido una de las primeras chicas de la colectividad en haberlo logrado y ella salía a la calle llena de orgullo por eso. Porque podíamos estar durmiendo en el fondo del supermercado, pero su hija iba al Nacional Buenos Aires. Pesaba mucho el ´qué dirán´ de ese fracaso. Porque eso es lo que era: el fracaso de mi vida”, cuenta. La autoestima estuvo en juego, y Karina llegó a pensar que no era lo suficientemente buena como creía. “La tormenta nos hizo crecer a las dos”, indica. “Ella dejó de ser, al menos por un momento, ´tan´ exigente. Entendió que aquello no era para mí, pero que eso no me destinaba a la falla permanente. Que la vida sigue y que habría más bellas sorpresas. A partir de ahí jamás volvió a preguntarme por una nota ni intervino en mis decisiones. Y yo aprendí a abrazar a mis desaciertos, a mis frustraciones”, revela. “En el fondo, para mí, ese tránsito resultó un gran alivio”.
Entre tanto de lo más difícil del desarraigo, Karina coloca el bullying escolar en el top de una lista por sobre la familia que alguna vez ha dejado atrás, por citar solo un ejemplo. “Eso sí que fue realmente duro para mí”, señala. “Los años de colegio fueron tremendos. Una vez fui al baño y de repente la puerta se trabó. Desde arriba, mis compañeros empezaron a arrojarme cosas, inclusive agua. Y tuve que esperar a que la maestra pudiese venir a rescatarme”, relata.
Ese fue uno de tantos otros “tristes recuerdos”, como el de atravesar el patio recibiendo patadas sorpresivas o expresiones despectivas como “chinchulancha”, con el típico gesto de “ojos estirados”. Y en especial hay uno que ubica en sus 10 años, mientras cursaba quinto grado. “Yo era muy tímida. No me animaba a pedir, porque hacerlo no está bien visto en la comunidad. Pero moría de ganas de participar en los actos escolares, en las celebraciones típicas, como lo hacían todos. Y me acuerdo que se acercaba el 25 de Mayo, entonces cobré coraje y me animé. Le dije a la maestra: ´¿Puedo?´. Y ella me respondió con un ´Ptss...´ (ademán despectivo), burlándose con otra de sus colegas: ´¿Mirá si ella va a bailar folclore?´. A partir de ahí, jamás pregunté nada. Eso me marcó mucho y empecé a sentirme inferior. Porque ese es el poder del bullying: hacerte sentir menos”.
Karina lloraba. “Lloraba bastante, pero siempre a escondidas”, revela. “La mayoría de los chicos chinos no cuentan esas cosas a sus padres, porque es signo de debilidad y uno queda expuesto como un fracasado. Así se tomaba la inadaptabilidad entre nosotros”, explica. “Ya me sentía menos en el colegio, no quería sentirme menos en la comunidad. Así que no quedaba más que llorar mientras caminaba a casa y secarme la cara unas cuadras antes de llegar, para entrar como si nada”, cuenta. No hablaba de eso con nadie: “Era un sufrimiento en soledad”, así lo define. “Son cosas que rara vez se comparten, porque la víctima del maltrato sistemático tiende a creer que el problema es uno mismo”.
Pero apareció Laura. “Ella fue mi primera amiga, mi ángel, todo lo que tenía”, describe. “Con ella podía abrir mi corazón, me hacía sentir segura. En su casa conocí mi primera receta argentina: unas empanadas de ricota y jamón que jamás logré reproducir”, recuerda. Y mucho más que eso. La familia de Laura fue algo así como “mi refugio”, según describe. “Con su mamá podía hablar de mis problemas en el colegio y de todo eso que no podía expresar en casa. Ella siempre supo darme las palabras exactas”.
Entonces esta charla gira en torno a cómo fue crecer con una madre, no solo tan exigente sino también incapaz de decir “te quiero” o dar un abrazo. “Así me crie. Yo no conocía otras formas. Es muy raro que los padres chinos actúen afectuosamente”, argumenta Karina. “Pero si uno juzga el pasado con ojos de hoy, probablemente no hay nada que vaya... Tal vez, por suerte, porque eso querría decir que evolucionamos”, reflexiona. “Como hija me tocó no ser abrazada, me tocó ser la que cocinaba, y hoy me toca ser una mamá abrazadora. Me occidentalicé. Ese fue y es mi juego. Y como decía Confucio, cada uno debe saber ocupar su rol de la mejor manera”, señala.
“Por otro lado, yo tenía un papá que era muy cariñoso. Y no hablo de besos ni abrazos, porque hoy tampoco lo hace. Pero él supo ser más compañero, más cómplice, más compinche”, cuenta. “Ella nunca me dijo ´te quiero´, pero tengo recuerdos de él pidiéndome: ´Hija, no la malinterpretes, tu mamá te ama a su manera´. Y una de las mejores cosas que me pasó estando en aquel cuadro tan crítico de salud es que entendí su amor. Porque sus ojos fueron los últimos que vi antes de que me pusieran a dormir”, indica. “Mamá nunca me dio un beso. Nunca me dio un abrazo. Nunca me dijo ´te amo´, pero esa mirada, del otro lado de la ventana de la terapia intensiva, fue todo. Yo sentí que era amor puro. Y con eso quiero quedarme para siempre”.
A fin de cuentas, la marginación logró golpearla y, según dice, “entré un duelo con la sociedad argentina. Me encerré. Este mundo había dejado de interesarme”. Pero su “espíritu leonino” fue más fuerte y necesitó canalizarse en el Sin Heng, el colegio chino de los días sábados. “Ahí me desarrollé socialmente como en ningún otro lado”, relata. Llegó a ser delegada del Centro de Estudiantes y a tomar participación activa en el más mínimo evento. “Era feliz hasta deshuesando pollos y marinándolos para armar los pinchos que vendíamos con el objetivo de lograr fondos comunes”. El Nacional le había despertado “hambre de aprender” y las tardes libres se le hacían “aburridas”, por lo que decidió llenarlas con clases de idiomas y computación, entre otras. Aunque “mamá no me dejaría tranquila por mucho tiempo, entonces fijó una nueva meta y una aspiración social más en mi camino: estudiar una carrera universitaria en Estados Unidos”.
“Fue entonces que, con 16, me envió a prepararme a un instituto en las afueras de Beijing, en medio de una montaña, en donde la campana de inicio sonaba a las seis y éramos ocho compañeras viviendo en una habitación de 20 metros cuadrados”, cuenta. Fue en la tercera semana cuando las noticias llegaron a China: “En Argentina está todo mal”. Aquí se vivía un 2001 violento. La devaluación posterior a la crisis “nos dejó en la ruina”. Ocho meses antes, Huan Gao había invertido todo lo que tenía en un nuevo supermercado que los llevaría hacia “la prosperidad”. Verse obligada a postergar el plan de estudiar en el gran país de Norte, fue lo de menos. “Nos vimos deprimidos, sin un peso y con más deudas que en aquel 31 de julio de 1993 en el que llegamos”, dice.
Pero los Gao encontrarían camino en la importación de productos desde su tierra natal. “De repente vendíamos flores artificiales como pan caliente y fuimos resolviendo muchas deudas”, concluye. Es así que recuerda el dicho chino de su madre: “El agua puede transportar al bote, pero también puede hundirlo. Creo que en cierto sentido es así la Argentina, una nación a la que defiendo como pocos, porque nos ha dado mucho, nos ha quitado y nos ha vuelto a dar otro tanto”.
Cursó la Licenciatura en Economía Empresarial en la Universidad Torcuato Di Tella, sin suspender las clases de chino que dictó desde sus 18 (cuando “usaba camisas de señora para parecer mayor”) y “aprovechando el boom que en aquel entonces resultaba aprender ese idioma”, señala. Por supuesto que, además, sin chance de abandonar sus lecciones de inglés, “por estricto mandato de la Reina Madre”. Su fuerza emprendedora la empujó a editar dos libros: La estrategia del dragón y El poder del tigre, cuentos chinos aplicados al comercio. Tenía poco más de 20 años y “la vida empezaba a sonreírme otra vez”.
En 2005 volvió a China como ganadora de una beca del gobierno para conseguir su título de maestra oficial del idioma para extranjeros y logró convencer a mamá que su próximo destino de estudio debía ser Francia, entre otras cosas, por los beneficios del convenio con su universidad. “Había llegado mi hora de conocer otros mundos, de vivir otras aventuras y, por sobre todo, de decidir por mí misma”, recuerda. Después de un año de preparación aplicó para una beca de doble diplomatura en la HEC París (Escuela de Estudios Superiores de Comercio) y sus aptitudes le valieron otra prebenda del gobierno francés: Beca d´excelente Eiffel, que entre tantas mercedes la habilitaba a vivir en ese país. Y entonces partió, “con 22, un pasaje solo de ida, los ojos llenos de lágrimas y despidiéndome de una etapa de 13 años en la Argentina”.
Tres años después Karina iniciaría su segunda inmigración al país. Pero esta vez “genuinamente elegida”. Tuvo ofertas laborales de L´Oreal Paris (casa matriz) y había logrado pasantías como asistente de managers en La Roche Posay y en la banca de inversión de AMB AMOR. Aún así, quiso volver. “Yo me había ido de este país para siempre. Entre la discriminación y la inseguridad, me costaba ver el lado positivo de la Argentina. Pero indudablemente necesité la distancia para entender que, definitivamente, era mi lugar en el mundo. Y empecé a apreciar lo bueno, como la calidez de su gente. Porque el argentino es amigable y eso es difícil de encontrar en otras partes del mundo”, explica. Y hasta mamá apoyó la decisión del regreso: “Me llamó la atención que lo tomara tan bien. Yo creo que me extrañaba pero no quiso admitirlo”, dice con gracia.
Fue así que Karina no sólo se despidió de la Ciudad Luz, sino también de Dominique, el ingeniero oriundo de Longwy con el que cursó una especialización en el último año de HEC París y con quien mantuvo lo que supuso “solo sería un amor de verano”, como relata. “Por entonces dije: ´La distancia va a ocuparse de disolver todo esto´. Después de todo, mis viejos jamás aceptarían un hombre no-chino”. Pero “el franchute”, como lo llama, no se rendiría tan fácil. Y semanas después le anunció su inminente visita.
Respecto de cuánto costó el amor de Dominique en casa tan radical, Karina comienza con la reacción de su padre. “Él me dijo: ´¿Vos estás segura? Porque googleando, leí que el 80% de las parejas internacionales no terminan bien´. A lo que le respondí: ´Yo les he demostrado que soy capaz de tomar muy buenas decisiones. Dame crédito. Puedo ser parte de ese exitoso 20%´. Y desde entonces me ayudó a convencer a mi madre. Y supo hacerlo por el lado más afectivo: la presión del mandato social”, explica.
“Yo ya había cumplido 25 y mamá, en términos de relaciones, siempre me había dicho: ´Antes de los 25 elegís vos, después te eligen. ¡No te quedes sin opciones!´. Y entonces, que no tuviese pareja a esa edad para ella era un horror, una ´flor marchita´, como me decía”, relata Gao. “Papá la apuró: ´No te equivoques como la última vez, porque si se queda soltera será por tu culpa´. Él se refería a un noviazgo mío al que ella se opuso cuando tuve 17 años, porque decía que me distraería del estudio y del trabajo. En definitiva, de mi crecimiento”, explica. “Desde aquella vez jamás volví a compartirle mis situaciones emocionales”. Karina siempre había sido “la gran candidata” en la comunidad, y hasta hubo una familia china interesada en financiar su viaje a Francia a cambio de comenzar, a su regreso, una relación formal con uno de sus hijos. “Papá siempre fue más abierto a confiar en las buenas personas”, señala. “Y eso es lo que vieron en mi marido”.
A lo largo de 10 años, Karina y Dominique se casaron tres veces: en Francia (el 4 de junio de 2011), en Argentina (el 5 de mayo de 2012) y en China (en enero de 2013). Una forma de celebrar no las tres, sino las cuatro culturas, “porque, además, mis suegros son italianos”, dispara con gracia. Dice haber encontrado en él “un par, mi roca”, y no solo en la vida sino en el camino de los emprendimientos. “Vivimos muchas aperturas, muchos cierres, muchas aventuras, como la haber sido ferreteros”, anticipa. “Yo siempre había querido tener un restaurante chino y él un bar, pero no encontrábamos fondos ni maneras. Hasta que me mamá nos dijo: ´Están funcionando muy bien las ferreterías industriales, mi vecina la levanta con pala´. Entonces nos pusimos como plazo el año nuevo chino (14 de febrero), si nada pasaba, nos arriesgaríamos. Así fue... ¡Pero no la levantamos ni con la palita del arenero! Un nuevo reglamento de importación nos quebró en cuestión de dos años”, cuenta.
Hoy, Dominique es socio de una billetera electrónica “que creó desde cero como buen visionario” y participa del negocio familiar de los Gao en la importación de gorros, sombreros y accesorios. Y además, “¡canta!”, indica Karina, dejando entrever una anécdota de sus tiempos en coma. “Nadie sabe qué hacer cuando visita por primera vez a alguien en ese estado. Y al entrar le nació cantarme ‘La Javanaise’, de Sege Geinsbourg, que es uno de sus cantantes favoritos. Y fue mágico, porque todos los sueños que tuve en ese estado tenían ese tema de fondo”, revela esta fanática de Luis Miguel. “Según me cuentan, cuando lo hizo, los aparatos se activaron, empezaron a sonar... Las enfermeras entraron despavoridas preguntado qué había pasado ahí adentro. Tal es así que me enteré de esto luego, al estar lúcida y escuchar como, al pasar, ellas le decían: ´Por favor, no cantes más´, bromeando sobre eso que me hacía sentir. Su canto había llegado”.
A la distancia, se manifiesta “convencidísima” de que “la cocina definitivamente era mi destino”. Tanto como cuando, al renunciar a un futuro de altísima gama en Paris, comunicó en casa que se alistaría en el IAG (Instituto Argentino de Gastronomía). “Mientras mamá se quería tirar por la venta gritando ´¡¿Qué me pasó?! ¿¡Qué hice?! –bromea– papá dijo algo muy sabio: ´Dejémosla, son solo 2 años. Y después de todo, la gente comerá toda la vida. Algo bueno puede salir de esta gran decisión´”, cuenta. Y así inició el camino “con la misma fascinación con la que esa niña de nueve años que fui preparaba la comida parada sobre las cajas de gaseosa, revolviendo sobre un anafe conectado a una garrafa. Tan orgullosa de aportar esa dedicación a mi familia, de hacerlos feliz”, detalla. Y todos esos sabores que exploró y combinó intentando retener a su tierra añorada, con los años se convirtieron en platos compartidos a través de sus redes. “Una comunidad virtual con el secreto del amor como base de todo y construida con el concepto chino del ´entre todos´”, explica. “Porque yo intento que ese vínculo con mis seguidores sea de par. Que cada uno reciba una respuesta, aunque sea un corazón. De otro modo, nada tendría sentido”.
Pero a cierta altura de la soirée, Gao advirtió que “cocinar solo sabores chinos me estancaba. Me ataba a un estereotipo que, más allá del orgullo del origen, no me definía por completo. Fue entonces que me dije: ´¡Basta, estoy harta de facturar con mi cara, con mi chinés!´”, relata. Es así que, “pensando y sintiendo occidentalmente”, en 2016 lanzó su libro Mon Petit Glouton: 70 recetas para bebes gourmets. Y luego de participar en El gran premio de la cocina (ElTrece), se convirtió en cocinera de Flor de equipo (Telefe). Pero no fue hasta su ingreso a Cocineras y cocineros argentinos (TV Pública) que, según dice, se le hizo carne la pertenencia. “Cuando recibí aquel primer mensaje de invitación a ser parte de ese gran equipo, temblé. Porque ya no sería una cocinera extranjera sino una más”, revela.
Karina lee esa suerte, tanto el reconocimiento de pares, de productores y, especialmente, el de la gente, como “la aceptación y el cariño que busqué durante 30 años”, dice. “Sin sudas la cocina es mi revancha absoluta de aquellos tiempos de burlas, marginación y, tal vez, una voz no tan propia”. Algo de lo que asegura estar “tan conmovida porque eso significa que esta sociedad está avanzando. Y ese es otro de los motivos de orgullo de ser bien argentina”
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