Si miramos las listas donde aparecen “los actores más lindos de Hollywood”, “los más taquilleros” y ya que estamos “los más escandalosos”, el nombre de Gene Hackman no figura. Pero si buscamos las que reseñan a “los más talentosos” su nombre es una fija.
Hackman jamás fue un actor estéticamente hermoso -admitido por él mismo-, sin embargo emana una dignidad entre estoica y sufrida pero matizada de cierto humor que logra que cuando lo vemos sentimos una inmediata empatía. Es cierto que nunca despertó suspiros sensuales como Warren Beatty o Paul Newman pero su presencia sólida, dura y penetrante era infinitamente más rica que la de otros actores más atractivos, pero también más convencionales.
Eugene Alden Hackman quiso ser actor desde los diez años, pero no siempre querer es poder. Su infancia terminó el día que su padre abandonó a la familia. Gene tenía solo 13 años y vio cómo su madre pasaba de trabajo en trabajo intentando mantener a la familia. También conoció la cárcel cuando estuvo una noche detenido por robar dulces y gaseosas de un almacén. En esa época abandonó la escuela luego de pelearse con el entrenador de básquet.
Con 16 años decidió que era tiempo de dejar el hogar y partir en busca de aventuras, mintió sobre su edad y se alistó con los marines. “Fue una de esas locuras que la gente hace y que cambia su vida para siempre”, explicaría. Estuvo cuatro años en la fuerza y no fue un marine destacado; lo castigaron tres veces por abandonar sin autorización su puesto como operador de radio. Su carrera militar terminó el día que andando en moto tuvo un accidente que le costó la fractura de un hombro y ambas piernas. Lo consideraron no apto para el servicio y le dieron de baja.
De marine pasó a estudiar periodismo en la Universidad de Illinois pero duró apenas seis meses. Decidido a retomar su sueño de actor se anotó en Pasadena Playhouse, una escuela de teatro de California. Entre sus compañeros pronto se hizo amigo de un muchacho de estatura pequeña pero talento enorme, un tal Dustin Hoffman. Gene quedó impactado con ese muchacho siete años menor que el primer día de clases se presentó con un pantalón, sandalias, chaleco de corderoy pero sin camisa. Pensó: “Este tipo tiene aspecto extraño”, y se hicieron amigos.
Además de compartir sueños decidieron compartir gastos de alquiler, se mudaron juntos a un departamento pequeño, tanto que Hoffman dormía en la cocina. Cuando en la escuela de arte dramático se elaboró una lista de los “alumnos con menos probabilidades de triunfar”, Gene y Dustin la encabezaron. Pero faltaba lo peor: luego de tres meses a Hackman lo echaron por falta de talento. En una escala del 1 al 10, sacó 1,50.
Decidido a no renunciar a sus sueños se mudó a Nueva York, al tiempo se unió Hoffman. Al dúo se sumó Robert Duvall. Los tres solían recorrer la ciudad buscando acceder a algún papel marginal. “Si alguien nos hubiera dicho que nos convertiríamos en estrellas de Hollywood, lo hubiéramos considerado una broma de mal gusto”, admitiría Hackman.
La fama no llegaba, pero las facturas sí. Para pagarlas, Gene trabajó en una radio haciendo publicidad, fue camionero, taxista, mozo, vendedor de zapatos, empleado de una farmacia, ascensorista. Pero donde peor la pasó fue como lustrador de sillones en el edificio de una automotriz. Recién a los 30 años alcanzaría sus sueños de actor.
La gran oportunidad llegó en 1964 cuando consiguió un papel en la obra de Broadway Any Wednesday, y ese mismo año fue elegido para una película llamada Lilith, protagonizada por Warren Beatty. Beatty quedó tan fascinado con su trabajo que tres años después le ofreció el papel del hermano mayor de su personaje, Buck Barrow, en Bonnie and Clyde, lo que le valió a Hackman su primera nominación al Oscar y un lugar en la lista prémium de Hollywood.
Su madre no llegó a disfrutar ese momento de gloria de su hijo. Dos años antes, en 1962, murió en un incendio que provocó ella misma y sin querer al fumar en su cama.
Las oportunidades siguieron para ese actor de aspecto duro, voz ronca y presencia imponente por su 1,88 metros de altura. Trabajó con los mejores directores de la época como Arthur Penn, Francis Ford Coppola, Alan Parker, Woody Allen y Clint Eastwood.
Fue en 1972 cuando, en su tercera nominación, logró alzarse con la estatuilla a mejor actor en los Oscar por su papel en Contacto en Francia. Su interpretación del detective Jimmy ‘Popeye’ Doyle le valió también ganar un Globo de Oro y un BAFTA. Ese mismo formó parte de un clásico del cine catástrofe: La aventura del Poseidón.
En los siguientes años, Gene Hackman no paró de trabajar. En 1978 fue el archienemigo de Superman, Lex Luthor. Papel que repitió en 1980 y 1987 en Superman II y Superman IV, respectivamente. El éxito siguió acunándolo. Participó en películas como Bajo el fuego, Sin salida, Hoosiers o Mississippi en llamas, película dirigida por Alan Parker sobre los derechos civiles en el sur de Estados Unidos que le permitió estar entre los nominados a los premios Oscar pero sobre todo poner en agenda un tema que en ese momento no estaba: el racismo sufrido por los afrodescendientes. Hackman no ganó la estatuilla, pero en 1992 tuvo la revancha cuando la alzó como mejor actor de reparto por Los imperdonables, el western de Clint Eastwood.
Con un promedio de dos o tres películas por año, su estrategia era trabajar en la mayor cantidad de filmes sin que importe demasiado el género o la magnitud del proyecto. Para aceptar solo precisaba que le gustara la historia o el dinero que le ofrecían por interpretarla. Participó en 80 películas tanto que se ganó el mote de “el actor más trabajador de la industria”. Podía pasar de un drama militar y patriótico, a un filme de intriga y luego brillar en una comida porque como lo definió Eastwood -que algo de actores sabe- “Hackman siempre es bueno, incluso si la película no lo es”.
Si impresiona la cantidad de películas donde actuó también llama la atención las que rechazó. Le dijo que no a Spielberg cuando lo convocó para Tiburón, no aceptó ser Randle McMurphy en Atrapado sin salida, papel que tomó Jack Nicholson, ni encarnar a Hannibal Lecter en El silencio de los inocentes. Y un dato más. Fue la primera opción para interpretar al Sr. Robinson en El Graduado, la película donde brilló su amigo Hoffman.
Si al actor le preguntaban el secreto de su oficio reflexionaba que a “la gente se pasa el tiempo intentando ser natural, algo que no creo que sea muy interesante. Para mí, lo esencial es ser real y lo demás es hacer mi trabajo, algo a lo que una vez que me comprometí me entrego por completo”. Para él su éxito radicaba en que “tengo el aspecto de un tipo normal. Lo que intento es poner lo máximo en mis personajes, tanto lo malo como lo bueno, jugar con lo que sea pertinente. Y actuar siempre llevado por la angustia, con esa certeza de que no voy a ser suficientemente bueno”.
Nunca le interesó alcanzar el status de megaestrella. “Si me convierto en una estrella, perderé contacto con los tipos normales que se me da bien interpretar” solía explicar. Muchas veces prefirió los roles secundarios a los protagónicos. “Es mucho más divertido interpretar esos papeles. Tenés más elementos con los que jugar, podés pretender ser bueno y ser realmente malo, podés dar un mayor conflicto emocional y creo que esa es la base de cualquier drama”, sostenía. La opción de quedarse por roles secundarios no era compartida por algunos de los directores que trabajaron con él, que aseguraban que era como “utilizar una Ferrari para llevar chanchos”.
Reconocido como actor también fue famoso por su temperamento volcánico. Todavía se recuerda en Hollywood la vez que se agarró a las piñas con dos conductores de otro auto por un incidente de tránsito y luego de un insulto que consideró inapropiado. Tampoco dudó en pegarle una piña a un hombre que había sido grosero con él y su esposa.
A Faye Maltese, su primera esposa, la conoció en Nueva York, en 1955, cuando era ese joven que pasaba de trabajo en trabajo y perseguía su sueño de actor. Se casaron y tuvieron tres hijos. Cuando Hackman comenzó a ser conocido y a medida que dedicaba más tiempo a su trabajo le quedaba menos para su familia. “Te volvés muy egoísta como actor”, le dijo a The New York Times en 1989. “Pasás tantos años deseando desesperadamente ser reconocido por tener el talento y luego, cuando te empiezan a ofrecer estos papeles, es muy difícil rechazar cualquier cosa”. Por eso y “aunque tenía una familia, acepté trabajos que nos separaban durante tres o cuatro meses seguidos”. Hackman reconoció que no siempre estuvo presente para ver crecer y acompañar a sus hijos Christopher, Leslie y Elizabeth. Recién pudo recomponer el vínculo cuando ellos eran adultos.
Después de 30 años en común, se separó de Maltese. Se había enamorado de Betsy Arakawa, una pianista tres décadas menor. Se casaron pero no tuvieron hijos.
Con un prestigio ganado, Hackman podría haber seguido trabajando como actor, sin embargo decidió ponerle un punto final. En 2004 anunció, en una entrevista con Larry King, que se retiraba de la actuación para dedicarse a la pintura y la escritura “valorando la libertad del oficio literario”. Lo dijo como al pasar, sin declaraciones rimbombantes. No puso drama ni grandilocuencia en el anuncio. Se despidió como alguien que sabía que la actuación había sido parte de su vida pero no su vida.
Su retiro no fue sorpresivo. Desde los 65 años que anunciaba que se jubilaría y a los 70 años aseguraba que si bien disfrutaba de su trabajo “el negocio me gusta cada vez menos porque hay mucha tensión y siempre hay en juego tanto dinero que interfiere con el trabajo. Estoy un poco cansado de Hollywood pero la actuación me encanta”.
Desde entonces vive en Nuevo México. No volvió a trabajar como actor ni a pedido de Eastwood. En su casa no sabe dónde guardó los premios Oscar, no hay ningún cartel de películas donde participó, salvo uno de un filme de Errol Flynn su héroe de infancia. Suele andar en bici, cuida él mismo su jardín y cada vez que puede se va a pescar. Con su esposa miran películas de bajo presupuesto pero nunca una en la que actuó, también le encantan los programas stand up.
Escribió varias novelas históricas que, según dicen los que las leyeron -ninguna se tradujo al español- y a diferencia de sus actuaciones, son fácilmente olvidables. Las críticas no lo preocupan porque “no me veo a mí mismo como un gran escritor, pero es muy relajante”. En su madurez, la actriz Bette Davis acuñó una frase con la que posó en varias fotografías: “La vejez no es para cobardes”. Con 93 años, Gene Hackman nos demuestra que es un valiente.
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