La tragedia de Gustavo Martínez: la promesa que se rehusaba a aceptar y que terminaría sellando su destino

Fue el gran amor de Ricardo Fort. Y con la muerte del chocolatero, clausuraría su corazón para siempre. Desde entonces el personal trainer se abocó a los hijos de su expareja, Felipe y Martita Fort, cumpliendo la tarea encomendada. Terminaría con su vida a pocos días de concluir su trabajo, el 16 de febrero de 2022

Incondicional: Gustavo Martínez junto a Ricardo Fort

Gustavo Adolfo Martínez nació el 4 de junio de 1959 y pasó su infancia en San Isidro, en una familia de clase media sin lujos ni carencias, que se veía normal a los ojos externos y a los mandatos de la época. Eran cuatro hermanos, hijos de un padre que trabajaba en la Fuerza Aérea y de una madre ama de casa. Pero bajo la apariencia de un hogar feliz, se escondían unas cuantas miserias bajo la alfombra. Una madre con una adicción al alcohol que no podía controlar y que le terminaría costando la vida. Un padre que entendía que algunas situaciones se solucionaban con la violencia y nadie se lo cuestionaba, mucho menos él mismo. Un escenario que Gustavo padeció desde sus ojos de niño, y del que tomó nota para no repetirlo en el futuro. La conclusión tomó forma de juramento: si el día de mañana iba a formar una familia, no se iba a permitir que nadie pasara por lo mismo que él. Si algún día tenía hijos, se iba a encargar de darle la contención, el amor y la compañía que él nunca tuvo.

En términos económicos, en la casa de los Martínez no faltaba nada, pero tampoco sobraba demasiado. “Yo no soy rico y nunca lo fui. Éramos cuatro hermanos y mi madre iba a comprar con libreta (para el fiado) porque el dinero que entraba era para pagar los impuestos. Así nos criamos”, destacó en sus redes sociales, el único espacio en el que muy cada tanto abría el anecdotario de los recuerdos de infancia. También la tragedia lo golpeó de joven, pero supo sobreponerse con sacrificio y obstinación. “A pesar de las adversidades de la vida salimos buenos todos: dos ingenieros, un profe (yo) y mi hermano más chico, súper inteligente y yo lo adoraba”, contó en relación a su historia de superación personal.

En sus años jóvenes en San Isidro, Gustavo era el Chino. Su sufrida historia familiar forjó una personalidad introvertida y solitaria, que canalizó en el ejercicio físico. Ahí sí se hacía notar y querer, y lo que en un principio fue un pasatiempo se transformó en un estilo de vida y luego, en una profesión. El fisicoculturismo era una novedad en el país allá por los 80 y Gustavo se hizo muy querido en el ambiente. Llegó a desarrollar una incipiente carrera con su hermano Claudio, que se destacó a nivel competitivo, consagrándose campeón argentino y sudamericano y convirtiéndose en una leyenda en la disciplina.

Gustavo Martínez era personal trainer

Gustavo fue desarrollando su vocación y haciéndose un lugar en los gimnasios de la zona, mientras en su vida privada llevaba otro tabú de la época: su homosexualidad. Recién entraba a sus 30 cuando una serie de casualidades le cambiarían la vida. Había quedado en juntarse con unos amigos en un bar. Fue el primero en llegar y se sentó a esperar, pero los minutos pasaban y las personas a las que él aguardaba, no llegaban. En cambio, apareció alguien que le llamó especialmente la atención por más que lo conocía de vista. Ricardo Fort todavía no era el Comandante, aunque ya fantaseaba con serlo, sino el hijo de un millonario empresario de la industria chocolatera, con muchas más ganas de divertirse que de estar atado al negocio familiar.

Charlaron un rato y no mucho más que eso. Pero Ricardo mordió el anzuelo. Tomó nota del boliche al que pensaba ir esa noche Gustavo y se volvieron a encontrar. Bailaron un rato con amigos y la pasaron tan bien que la noche se hizo día en un café. Allí sucedió el gesto que terminó de rubricar el flechazo. Pidieron la cuenta y Gustavo primereó, sacando su tarjeta de crédito.

—Pago yo —dijo Ricardo, acostumbrado ser el que siempre lo hacía.

—Por favor, ¿me cobrás el desayuno? —le pidió Gustavo al mozo, ignorándolo.

Finalmente se impuso la actitud del entrenador. Quizás porque le llevaba casi 10 años, o porque Ricardo quedó petrificado porque alguien se animaba a desafiarlo en el terreno en el que era el rey. “Yo creo que eso lo movilizó un poco”, recordaría Gustavo tiempo después con una media sonrisa, como quien rememora una travesura.

Gustavo Martínez y Ricardo Fort

Si el primer encuentro había sido producto de las casualidades, en el siguiente ya empezaría a vislumbrarse el espíritu del Fort que todos conocimos. Ricardo lo invitó a un concierto al que iba a asistir con su madre. Seguramente no era el tipo de cita que esperaba Gustavo, pero aceptó ir. Durante todo el espectáculo sintió los ojos de Marta Fort clavados en él, sin imaginar ni por asomo cuánto iba a querer a esa mujer, y a esa familia.

Ricardo y Gustavo fueron pareja durante seis años. O tal vez cuatro, quién sabe. El tiempo variaba según el testimonio y los estados de ánimo, y Gustavo siempre se lo tomaba con humor. “Nunca le duraron demasiado las parejas a Ricardo”, admitía. Mientras continuaba con su trabajo de personal trainer, veía que su novio quería ser famoso, que levantaba demasiado su perfil, que él no podía, o no quería, seguirle el paso. Con ese objetivo Ricky viajó primero a Los Ángeles y después a Miami. Gustavo lo siguió amando en silencio y nunca perdió el contacto, pero se mantuvo al margen del torbellino que en cualquier momento podía estallar.

Por caso, siguió muy de cerca todo el proceso de Ricardo para convertirse en padre. Cuando sus compromisos laborales se lo permitían, lo acompañó a California en ese tratamiento largo, engorroso, en el que siempre supo cuál iba a ser su papel: no sería el padre, aunque el propio Ricardo insistía en que sus hijos tenían dos papás. Y en esos momentos de extrema felicidad del empresario, acaso los más dichosos de su vida, se dio el gusto de elegir el nombre de uno de los mellizos. Sabido es que Ricardo llamó a Marta como su madre y a Felipe como su abuelo, pero durante mucho tiempo poco se supo de los nombres completos. A Gustavo nunca le contaron el por qué de Carolina. En cambio, fue quien bautizó Segundo a Felipe. “Se lo puse yo, me gustaba: Felipe Segundo, tiene nombre de rey”, contó orgulloso durante un diálogo con Verónica Lozano.

Marisa López (la niñera), Martita, El Comandante Fort, Gustavo Martínez (tutor de los chicos) y Felipe, el otro mellizo Fort (Archivo Atlántida)

Pasó el tiempo y la relación entre ellos tuvo otro acercamiento a raíz de una operación de Gustavo, a quien Ricardo invitó a hacer la recuperación en su casa. Se instaló en uno de los dormitorios, acondicionado especialmente para la ocasión. Había sido un pedido de Ricardo, que siempre sintió protección y seguridad en Gustavo, a quien veía como una persona noble y honesta. “Creo que me vio como una imagen casi paterna”, arriesgó el entrenador en diálogo con el recordado Gerardo Rozín, en Morfi. En esos días empezaría a compartir cada vez más tiempo con sus ahijados, que por entonces tenían tres años, y sellaría el vínculo afectivo para siempre.

Así estaban las cosas hasta que un día de 2010 Ricardo lo citó en su departamento, esperándolo con una sorpresa. Nada que tuviera que ver con su exuberancia mediática, de la que ya hablaba el país. Al llegar, el empresario lo esperaba con un abogado y una contadora. Sobre la mesa, descansaban un papel y una lapicera. Era una orden de tutela dativa, según la cual, en caso de fallecer Ricardo Fort, el cuidado de sus hijos, Marta Carolina y Felipe Segundo, quedaba a cargo de Gustavo Martínez. Un documento repleto de datos fríos, pero que encerraba la prueba de amor que jamás había recibido.

Sin embargo, se negaba a firmarlo. Un poco conmovido por la situación. Quizás para borrar de su mente cualquier designio trágico que pudiera involucrar al amor de su vida.

—¿Te parece correcto? Aparte, vos sos más joven que yo... —le preguntó buscando una escapatoria.

—¡Firmalo, dale! —respondió el empresario, sin escuchar opciones, y sin rodeos.

Aunque en más de una oportunidad escuchó de propia boca de Ricardo decir que iba a morirse joven, Gustavo jamás pensó que iba a usar ese papel. En cambio, estaba acostumbrado a ocuparse de las cosas que su amigo no quería -o no sabía- cómo afrontar. Hasta entonces, siempre con la compañía incondicional de la niñera, Marisa López, asistía a reuniones en la escuela, colaboraba en algunas tareas domésticas o simplemente, los cuidaba.

Gustavo Martínez en la fiesta de 15 de Martita Fort (Christian Bochichio/Teleshow)

Pero Ricardo empezó a padecer las cirugías y operaciones en su cuerpo y el 2013, cuando finalmente había logrado que todo el país hablara de él, fue puro padecimiento. A su lado, estoico e incondicional, siempre estuvo Gustavo. Durmiendo en la misma cama, acurrucado en el rincón que encontraba libre, creyendo que de un momento a otro las cosas podían cambiar.

Así llegó el fatídico 25 de noviembre cuando Ricardo falleció a los 45 años. En medio del dolor y la impotencia, y antes de que entrara en juego cualquier resolución legal, tuvo que enfrentar a Martita y Felipe, que entonces tenían nueve años, para darle la noticia que nunca les hubiera querido dar. Con el corazón destrozado por la partida del hombre al que había amado toda su vida, se agarró de donde pudo para buscar ayuda. Habló con la psicóloga, con la incondicional Marisa, y también hurgó en su memoria, en el recuerdo de su madre. “Andá con la verdad”, fue el consejo que retumbaba en su cabeza. Sentó a los niños en su cama y juntó coraje:

—Les tengo que contar algo —arrancó titubeante.

—Ya sé lo que me vas a contar: que papá falleció —lo interrumpió el instinto de Felipe.

—Qué lastima que no hubo tiempo para querernos más —reflexionó Marta, abrazando a Marisa entre lágrimas.

Mientras veía las reacciones de esos niños a quienes quería con todo su corazón, empezó a pasarle la película de su vida, con la violencia de su padre y la enfermedad de su madre destiñendo aquellos años de San Isidro. Veía cómo se desplomaba el sueño de tener una familia de verdad. Y recordó aquel juramento que se había hecho, y se propuso que Martita y Felipe tuvieran la mejor infancia del mundo. “Creo que lo estoy logrando”, señaló conmovido durante su visita al programa de Mirta Legrand en 2017.

El amor por Ricardo se volvió gratitud por incitarlo a firmal aquel papel que él no quería. “Esas dos criaturas son lo que más amo en la vida”, aseguró. Allí encontró su refugio y a ellos se aferró para salir adelante. Organizó su dinámica laboral a contraturno de la escuela de los chicos para poder pasar la mayor cantidad de tiempo posible con ellos. Contaba que Marta le hacía acordar mucho a Ricardo, en su carácter rebelde y cambiante. Que Felipe era un santo, pero algo remolón en el colegio. Que se incomodaba a la hora de ponerles límites, pero sabía que era para lo que se había comprometido. Que nunca dejó de trabajar y que administró a conciencia la fortuna que rondaba a su alrededor “Yo no uso los bienes de los chicos, ni quiero un centavo. Siempre fui independiente”, le explicó una vez a Teleshow. Y que siempre declaró tener en claro cuál era su lugar. Le gustaba que lo llamen Gus. Tan simple como eso. Ni papá, ni tío, ni padrino.

Gustavo Martínez con Felipe y Martita Fort, durante el programa de Verónica Lozano en Telefe

Tampoco quiso rehacer su vida. En las contadas entrevistas que dio, casi que se escandalizaba de solo escuchar la pregunta. Como si eso afectara la memoria del gran amor de su vida. “Nunca más tuve un novio, no fui nunca más a ningún lado. Que nadie toque la historia como está. Mi corazón quedó para Ricardo Fort y los chicos”, repetía, y no decía mucho más de su vida privada.

“Lo único que le pido a Dios es que me dé la vida suficiente para verlos crecer, ahí me voy a sentir completo”, era otra de las frases que repetía, y que a la luz de los hechos se volvió premonitoria. Un principio de Alzheimer potenciado por la pandemia, el miedo al abandono de los mellizos, el temor a quedarse sin nada, acusaciones cruzadas y, sobre todo, muy pocas certezas sobre qué lo precipitó, en la madrugada de aquel absurdo 16 de febrero de 2022, a cortar la red de contención y arrojarse del balcón del piso 21 de un edificio de Belgrano, mientras en una habitación Martita veía una serie y en otra Felipe jugaba a los videos con un amigo. Faltaban nueve días para que los chicos cumplan la mayoría de edad.

Martínez siempre cultivó el bajo perfil, ese que había mantenido aun en los momentos del torbellino mediático; su cuenta de Twitter fue el único refugio en el que cada tanto abría su corazón y dejaba ver al Chino que pocos conocían. Funcionaba como un eterno mural de recuerdos, un memorial infalible para fechas claves de Ricardo y los chicos. También reflejaba momentos cotidianos y espontáneos, en los que hasta sus últimos días dejaba brotar su amor. En los viajes a Miami, donde cada esquina y cada color le recordaba inevitablemente a Ricardo. O cuando escuchaba “Así”, por Sandro, o “La llave”, de Abel Pintos. Ni hablar cuando se topaba con alguna versión de “A mi manera”, el himno que tanto le gustaba interpretar a Ricardo Fort. Ese hombre magnético, que para Gustavo no fue el empresario chocolatero, ni el Comandante, ni el showman de los gatos, los Rolex y los Rolls Royce.

Para él, siempre fue Richard, el hombre al que conoció como pocos y al que amó como nadie.

Gustavo Martínez con un Ricardo Fort ya muy desmejorado, y con sus hijos, Felipe y Martita

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