Fue bautizada como la Venus de la Calle Corrientes. Nélida Roca, diosa mitológica porteña (y en especial de la noche porteña), reinó durante casi 25 años.
Después, se esfumó. No se supo más de ella. No se dejó ver. Preservó el misterio.
Hermosa, hierática, esquiva, inalcanzable.
Nélida Roca fue nuestra Greta Garbo.
Fue la vedette más reconocida de su tiempo. Era la figura más taquillera del espectáculo más convocante. Hasta su aparición, las vedettes no eran muy reconocidas. Los que encabezaban el cartel eran los actores cómicos. Las mujeres que se destacaban tenían talentos varios. La actuación, el humor, el canto. Las hermanas Bozán o Tita Merello son buenos ejemplos. Luego estaban las vedettes que paseaban su cuerpo por el escenario, incomodadas por plumas y ornamentos varios. Ellas eran las encargadas de alimentar las fantasías masculinas. Su papel, su imagen, estaba sacada de los espectáculos parisinos. El teatro de revistas era una mezcla de music hall, varieté y el bataclán amoldados al gusto del espectador de la Capital. Los humoristas de trazo grueso, las coristas, los números musicales, las escasas y llamativas ropas, los diferentes grados de desnudez de las primeras figuras femeninas.
Se llamaba, en realidad, Nélida Mercedes Musso. Había nacido en 1929. Sus padres eran inmigrantes que trabajaban todo el día para poder alimentar a la familia. Nélida siempre soñó con ser actriz. Se casó muy joven, a los 16 años, con el músico Julio Rivero Roca. De él tomó el apellido con la que se la conocería. Nélida comenzó a cantar en la orquesta de jazz de Rivero Roca. Era una mediocre pero muy llamativa cantante de jazz. Alguien alertó a Luis César Amadori, dueño del Maipo, de que en un sótano frente a su teatro, una chica joven muy atractiva actuaba noche a noche. Amadori la contrató de inmediato y la llevó a escena en una revista junto a Jovita Luna y Beba Bidart. Nélida dejó de cantar y comenzó a oficiar de vedette a tiempo completo.
Algunas producciones fotográficas en revistas, en especial una muy audaz para su tiempo con el fotógrafo Henry Keegan, la hicieron conocida. Luego, cuando el público acudía a verla, se producía el conjuro inefable, que no acepta demasiada explicación.
Nélida Roca era una mediocre cantante, una poco grácil bailarina y una comediante de un solo registro y escaso timing para las réplicas. Sin embargo su atractivo era único. Convocaba multitudes que se conformaban con verla en escena. Su gracia, su principal habilidad, la mostraba en el cuadro final de cada revista: la apoteosis.
Con todo el elenco en escena, música estridente y una enorme escalera en el centro, ella descendía. En cada obra esa escalera contaba con más escalones. Porque eso era lo que el público iba a ver. A Nélida Roca, La Roca, bajando las escaleras con elegancia y sensualidad. Tacos infinitos, diminuta bikini, plumas, grandes estructuras saliendo de su espalda y cabeza. Mucho brillo, la cabeza erguida, la vista al frente y esas piernas que se cruzaban incitantes.
Una anécdota que merece ser cierta: cuando Nélida Lobato (otra gran vedette: la araña principal del Maipo se llama Las Nélidas en homenaje a la Roca y la Lobato) volvió al país a principios de los años 70, precedida de la fama conquistada en el exterior, el público se mostró desorientado en el estreno de su revista. Al llegar al intervalo (eran espectáculos largos, la mayoría tenía uno), los espectadores se preguntaban quién era la vedette principal, cuándo aparecería la Lobato. No podían creer que esa mujer bajita y que había aparecido en cada cuadro, esforzándose, bailando a destajo fuera la protagonista del show. La Roca los tenía malacostumbrados.
Ella era una esfinge en el escenario. Inaccesible, inmutable, con poca movilidad. Alguien bien consciente de su atractivo. Su capital principal era algo inasible. Podría llamarse magnetismo. O magia.
Su última revista fue en 1974 en el teatro Astral, de Héctor Ricardo García. Sus compañeros fueron Jorge Porcel y Susana Giménez. El nombre: La Revista de Oro (todavía faltaban muchos años para que los títulos deriven a engendros como Más pinas que las gallutas o Tetanic). El espectáculo convocaba a los dos extremos entre las figuras femeninas. La que estaba llegando -la estrella del momento- y la consagrada. Fue un éxito extraordinario. Por semana recaudaban 57 millones de pesos de esa época. El espectáculo que los seguía juntaba, en el mismo periodo, 17 millones de pesos. La suma del resto de las obras que integraban el top 10 no alcanzaba su recaudación.
Pero después dijo basta. No hizo grandes anuncios, ni tuvo despedidas. Solo se corrió del centro y rechazó una a una las tentadoras ofertas que le llegaban. Se esfumó luego de estar en la cima.
No dio entrevistas, no provocó escándalos, ni tuvo regresos al escenario. Viajó por el mundo, se casó algunas veces más (con Aldo Perrione y Alberto Pérsico), acompañó a su madre y luchó contra una serie de enfermedades que minaron sus fuerzas.
Tuvo un largo apogeo de casi un cuarto de siglo. Desde su ingreso a ese mundo a principio de la década del 50 hasta su retiro abrupto en 1974. Su mayor capital eran su físico impactante y su discreción. No había cirugías, ni era tiempo de siliconas. Tampoco de rutinas fit ni dietas revolucionarias. Por eso las vedettes no eran tan conocidas y pasaban de moda con velocidad. Siempre llegaba una más joven a desbancarla. Excepto en el caso de Nélida Roca.
Una cintura breve, con caderas contundentes, pechos firmes, cabellera morena, sonrisa fría y mirada criminal subrayada por las cejas marcadas y en diagonal. Una chica Divito de carne y hueso que parecía una ensoñación y sin embargo era una realidad que se encontraba a escasos metros de uno.
Su mundo fue el teatro. Ni el cine ni la televisión. Entre los fenómenos que inauguró, uno fue el de la reventa de las dos primeras filas de platea. Fue a partir de ella que los boleteros escondían bajo su mostrador las mejores plateas (las más cercanas a La Roca) y solo las soltaban cobrando un interesante sobreprecio. Rápidamente supo de su poder de convocatoria y exigió ser retribuida como correspondía. Nélida Roca fue la primera vedette en cobrar un porcentaje de taquilla. Se cuenta que los lunes, días en los que no había función y se pagaba, salía del teatro directo hacia una inmobiliaria. La leyenda sostiene que cada lunes compraba un nuevo departamento.
Pero no fue su único logro, en lo único en que fue pionera. Ella logró ser la primera en encabezar una marquesina, en conseguir que su nombre estuviera a la misma altura y con el mismo tamaño que el del capocómico. También fue precursora en ir quebrando la voluntad de los censores. Siempre iba un poco más lejos con su vestuario. Primero eliminó las mallas color carne; luego impuso la espalda desnuda hasta mostrar el inicio de la cola. Después, un paso más: la colaless y las transparencias. Fue, también, la primera en realizar un striptease en un espectáculo de esa magnitud. Ella quebraba barreras.
Sin embargo, como era frecuente en la época, fue víctima de los chistes, muchas veces denigrantes, de los capocómicos, otra marca de fábrica del género. Pero desde muy joven impuso un límite preciso. Nadie la podía tocar. Y nunca permitió que un cómico traspasara esa raya. La Roca era intocable.
Sus compañeros fueron los animadores de la revista en esas décadas. Dringue Farias, Adolfo Stray, Pelele, Tato Bores, Juan Verdaguer, Pepe Arias, Jorge Porcel. Todos, sin excepción, reconocieron su profesionalismo.
Tres horas antes del comienzo de la función, cuando todavía Corrientes estaba iluminada por luz natural, estacionaba su auto importado en la puerta del teatro y bajaba de él con varios bolsos. Se internaba en su camarín y comenzaba con la preparación. Era la primera en llegar. Del maquillaje se encargaba ella misma. Una asistente la ayudaba con el vestuario (que ella había traído de Europa o había confeccionado por sí misma: quería diferenciarse de las demás). No hablaba con nadie hasta el momento de aparecer en escena. Un profesionalismo a prueba de balas.
Los compañeros la respetaban a pesar de que no cumpliera con varios ritos del ambiente. Ella nunca acompañaba al elenco a comer, ni se quedaba tomando con ellos hasta la madrugada. Si era la primera en llegar, también era la primera en partir apenas finalizaba la función.
En su camarín se acumulaban los regalos de sus admiradores. Flores, bombones, perfumes importados, alhajas carísimas y hasta llaves de autos. Nadie en la historia del teatro nacional recibió tantos regalos desmesurados como Nélida Roca.
Se fue antes de que las de su gremio, para destacarse, debieran revolcarse en el barro de los programas de espectáculos o las revistas de chimentos. La guerra de las vedettes, mientras hubo vedettes, se renovó año a año. Con Susana Giménez cambiando de rubro y sin perder una pizca de popularidad, y la enfermedad de Nélida Lobato (la única con verdaderas habilidades), el cetro quedó en manos de Moria Casán, quien peleó (en todos los sentidos del término) con Ethel Rojo, Zulma Faiad, Norma Pons, Adriana Aguirre, Carmen Barbieri y decenas de mujeres más que alternaron el éxito con largas temporadas de olvido.
Pero Nélida Roca, La Roca, era diferente. Era de una generación anterior; el éxito la había abrumado y además mostró una obediencia absoluta. Nélida Roca fue la única vedette que respetó a rajatabla, el consejo/orden que, muy cerca de un estreno, le brindó Carlos A. Petit, empresario legendario del teatro El Nacional: “De la vida de una vedette no se debe conocer nada”. Y ella llevó ese precepto hasta las últimos consecuencias.
El final de su vida artística llegó con un diagnóstico médico. Artritis reumatoidea. Afectó sus rodillas (ya no podía bajar las escaleras de esa manera única) y sus manos. Dolores intensos, largos e infructuosos tratamientos. En los últimos años se había sometido a experimentos en Cuba. También tuvo problemas renales y debió depender de la diálisis.
Casi no volvió a aparecer en público, no quería que la vieran en ese estado. Deseaba perpetuarse en la imaginación de varias generaciones con su mejor imagen, permanecer inexpugnable y detenida en el tiempo. Murió de un episodio cardíaco el 4 de diciembre de 1999. Hacía 25 años que se había retirado y bastante más que se había convertido en una leyenda porteña. A su entierro fue muy poca gente. Algunos familiares, unos escasos amigos, un exmarido y ninguna figura del espectáculo.
Su vida siempre fue un misterio, un enigma del que ella nunca reveló ninguna pista. Ni en su momento de gloria ni en su retiro cuando los tiempos y las costumbres eran otros. Nélida prefirió las sombras, el bajo perfil, la reclusión, el ostracismo.
De su especie ya no hay más. Hace ya muchos años que se extinguieron. Ella fue el máximo exponente, la que llegó más lejos. La única que se convirtió en un símbolo, en un mito. Son pocas las personas que logran definir solo con su nombre toda una época. Nélida Roca lo consiguió. Ella, nombrarla a ella, trae una Buenos Aires nocturna que ya no existe y un mundo misterioso (y hasta sobredimensionado), rodeado de leyendas, como el del teatro de revista.
Su nombre, ya ni siquiera su imagen, evoca un tiempo –irremediablemente- perdido.
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