Un día como hoy, pero de 2013, el mundo artístico despedía a uno de los grandes talentos del humor argentino: Juan Carlos Calabró. Nombrarlo, indefectiblemente, nos lleva a las grandes producciones de los años 80. Época dorada de la revista y de su carrera, en la que llenaba teatros, sus películas eran éxitos en el cine y cada aparición suya en televisión generaba más de 40 puntos de rating. El dato no menor es que a su lado tenía a grandes talentos, como Jorge Porcel, Alberto Olmedo, Juan Carlos Altavista, Tristán, Javier Portales, Carlitos Balá y la lista es más que extensa. La competencia era muy grande, pero él siempre fue uno de los que sobresalió. Uno de los elegidos por el público, y así lo fue hasta el último día.
Calabró nació el 3 de febrero de 1934 y en aquellos primeros años de su vida estuvo lejos del arte de la interpretación, más bien estaba ligado al deporte. Era ciclista, estaba federado, y desde los 16 a los 21 se cansó de ganar campeonatos. La casa de sus padres se convirtió en un lugar inundado por vitrinas repletas de trofeos. Pero de un momento para el otro dejó todo eso para meterse, tímidamente, en los medios. Si bien se recibió de perito mercantil, nunca ejerció. Fue para darle el gusto a su padre, que soñaba con un hijo profesional.
El deporte sí lo apasionaba, pero sucede que tenía un vicio: el cigarrillo, y no era compatible con la alta competencia. Cuando tuvo que elegir, no lo dudó. Para colmo, y pese a que él mismo se definió como muy tímido, se le presentó la posibilidad de incursionar en los medios y allí encontró una puerta abierta para meterse y no salir nunca más. Cuestiones curiosas, ya que por lo que generó siempre enfrentó a multitudes. En el 58 debutó como locutor (recibido del ISER) en radio, en el programa Farandulandia. Su primera tarea fue leer publicidades y después como humorista. Cuatro años más tarde también hizo su primera aparición en la tele, en la comedia Telecómicos. Ese fue el inicio de una carrera que tal vez ni él se imaginó.
Fue saltando de programa en programa, filmaciones, siempre subiendo peldaños, con mucho trabajo, hasta que en 1977 protagonizó, junto a Susana Giménez, el film Yo también tengo fiaca. Un año más tarde le dio inicio a La vida en Calabromas y en ese mismo instante hubo un quiebre en su carrera. El programa de entretenimientos rápidamente se metió en los hogares y marcó su antes y después. El momento exacto en el que dejó de ser humorista para pasar a ser un capocómico. Los especialistas empezaron a ponerlo a la altura de Porcel, Tato Bores, Juan Verdaguer, y tantos otros talentos consagrados que también dejaron su impronta para siempre.
De alguna manera, fue cerrar un círculo. No solo por haber conseguido su anhelo profesional, sino que lo pudo complementar con el mayor desafío de su vida: la familia. Para ese entonces, ya se había casado con Coca –el 5 de enero de 1962-, su gran amor, la persona que estuvo a su lado hasta el final de sus días, y había completado el hogar que siempre soñó con la llegada de sus dos hijas: Eliana (1° junio de 1966) y Marina (13 de diciembre 1973).
“Coca es la alegría de la casa… Si no está Coca, lloro”, contó en 2007 en el programa de Susana Giménez sobre su pareja. Enseguida detalló una anécdota en la que mostró cómo eran ellos: “Una vuelta tuvimos un accidente en auto, en el año 71, estuvo internada 15 días en el Anchorena y un día el médico me dijo que mi mujer estaba en manos de Dios… Y yo llegaba sólo a casa, me sentía vacío, y lo único que hacía era llorar. No me concibo sin ella. Cuando Coca no está en la casa, la casa es triste”.
Continuando con su vida ligada a la interpretación, sin dudas fue uno de los que marcó los años 80. No se durmió en los laureles de lo hecho sino que fue por más. Ese programa humorístico que le había dado la gloria recortó el nombre a Calabromas. Lo que no se achicó fue el éxito. Buscó nuevos sketches y se sumaron personajes como Johnny Tolengo, El contra, Aníbal, el number one, entre otros. También inmortalizó frases como “Pedro, mirá quién vino”. Se la decía al camarero cada vez que un invitado llegaba al café en el que transcurría el programa.
Por otro lado, también en el cine encontró su lugar en el mundo de la mano de Gerardo Sofovich. Mingo y Aníbal, dos pelotazos en contra (1984), Mingo y Aníbal contra los fantasmas (1985), Mingo y Aníbal en la mansión embrujada (1986), Me sobra un marido y Johnny Tolengo, el majestuoso (ambas en 1987). No le gustaba descansar, decía que había que aprovechar los momentos, e iba saltando de un proyecto a otro. En 1989, lejos de terminar con su popularidad, volvió a marcar un momento con Toda estrella tiene contra, haciendo dupla con Antonio Carrizo. Estuvieron cosechando conquistas hasta 1997.
En su momento, a la hora de elegir a su personaje preferido, no dejaba de nombrar a Tolengo. Es que tuvo una particularidad: fue amado por los más chicos. En un programa que era para toda la familia, los menores de la casa le prestaban atención a ese hombre con anteojos grandes, con el marco en forma de estrellas, y que hacía movimientos ampulosos. “Papá amaba a los chicos. Para él todos eran como sus nietos y eso se notaba en cada reunión en la que había chicos, terminaban todos al lado de él”, recuerdan Iliana y Marina Calabró siempre que hablan de Juan Carlos.
Quienes lo conocieron siempre hablaron de su bondad, de su manera de ser y de su talento puesto a disposición del trabajo. Si bien él estaba al frente de los programas, los conducía, era uno más en la producción. Un obsesivo que estaba en cada detalle, pero que le daba libertad a los que eran sus laderos. En su caso, no permitía que en sus proyectos pregonara la improvisación, como pasaba en Polémica en el bar, por ejemplo, sino que tenía todo estudiado y guionado. Una persona que trabajó 38 años sin parar.
En los 90, sobre todo en la segunda mitad, sus apariciones mermaron. En 1998 desapareció de los medios por completo. El hombre que había llegado a la cúspide por talento e intuición y no desde la escuela, tuvo un cambio rotundo en su vida sin las cámaras ni los escenarios cerca. En ese instante pensó en el retiro, pero un llamado de Adrián Suar lo devolvió a los primeros planos. Le propuso ser uno de los protagonistas de Campeones y, si bien no aceptó enseguida -su familia tuvo que convencerlo- fue una decisión acertada porque nuevas generaciones pudieron conocerlo.
Para ese entonces había regresado a la actividad física. Con 65 años, creía que ya le había dado todo a la profesión y no tenía más ganas de embarcarse en otros proyectos. Incluso, vivía cerca del Botánico y todas las tardes iba ahí a trotar 6 kilómetros. Pasaba las tardes en un bar de la cuadra, que era su segundo hogar, donde lo conocían todos, y disfrutaba de sus nietos. Cuando lo llamó Suar le dijo que ya estaba retirado, pero al fin se alinearon los planetas, le endulzó el oído, y fue el resurgir del capocómico con un personaje entrañable que aún recordamos, Ciro D’Alessandro.
Luego de eso hizo algún que otro trabajo, como la película Sangre, en 2003, pero no mucho más. Abandonó las rutinas, los horarios y se dedicó por completo a sus seres queridos. Casi 10 años después llegaron los problemas de salud que lo tuvieron a maltraer. Sin ir más lejos, a principio de 2013 rompió el silencio para contar que se estaba haciendo diálisis porque por un déficit de la médula no producía glóbulos rojos. “La verdad es que no la estoy pasando bien… de ahí a que pueda salir a trabajar estoy lejos. Es bravo”, había dicho en Radio 10.
Llegaron los periodos de depresión ante una enfermedad que afrontó como pudo, pero siempre con la entereza de un grande que nunca se dio por vencido. Sus seres queridos estuvieron ahí hasta ese 5 de noviembre de 2013, cuando finalmente su luz se apagó. Eso sí, lo que nunca desaparecerá será el legado que dejó para que su obra se convierta en inmortal.
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