Es mi vida sencilla
he reído, he llorado,
pero diga quién no.
A veces hice trampas
a veces hice daño
otras me brindé entero
pero diga quién no.
A veces fui valiente
y he conocido el miedo
pero vivo el orgullo
ni en sueños fui traidor.
Me quiero cuando sueño
que muero por la gente
aunque después despierto
soy un pobre bufón.
Más por si acaso alguno
para mentirle al pueblo
necesita mi canto
mi guitarra o mi voz
que nunca se equivoque
que yo sé lo que quiero
a mi lado poetas,
alpargatas y sudor,
que más, que más
les podría contar.
(Autorretrato, fragmento)
Con este poema escrito en 1984, Leonardo Favio intentaba contar un poco quién era. Es que tratar de meterse en la vida de este creador distinto y único resulta una tarea tan compleja como fascinante. Nació en Mendoza el 28 de mayo de 1938. Su papá de origen sirio murió a los 33 años, cuando Faud Jorge Juri -el verdadero nombre de Leonardo Favio- y su hermano Zuhair eran pequeños. El hombre había vivido con cuatro mujeres y su hijo rezaba todas las noches para rescatarlo del Purgatorio donde imaginaba que ahora moraba su padre según le habían dicho unos curas.
Mientras el hijo rezaba, su mamá actriz trabajaba en radioteatros. Era la época que vivían con doce perros porque “con ellos me cobijaba del frío, ese que te cala los huesos. Yo silbaba y venían todos y se ponían arriba de nosotros y dormíamos tibios”. Cuando Leonardo cumplió siete años, se vinieron para Buenos Aires. Sin posibilidad de mantenerlos, sin nadie que se ofreciera a dar una mano, la mamá internó a sus hijos en un lugar llamado El Alba. Le dijeron que era un hogar pero era una cárcel de menores. Cabezas rapadas, uniformes grises, el tenebroso señor Iriart y los compañeros que lo apodaron Zorrino porque se orinaba en la cama. Tiempo después volvieron a Mendoza. Le gustaba la libertad, robaba los caballos de la Municipalidad y se iba a pasear por el río. El robo de una bicicleta le abrió su prontuario infantil.
Lo llevaron al Patronato de Menores, se fugaba. Pese a carencias y un mundo que se notaba hostil recordaba su niñez como un tiempo feliz. Se reunía con una bandita de amigos y se tiraban en la vereda. De cara al cielo, empezaban a fantasear, a contar historias. Todos hacían como que creían lo que se narraba. El que contaba la historia más fantástica, ganaba. Y Favio ganaba.
A los 16 años en Mendoza, una provincia con vista a la montaña pero no al mar, vio un aviso para entrar a la Marina. Fantaseaba con el uniforme de marinero “que volvería locas a todas las chicas”. El problema es que solo tenía aprobado hasta tercer grado. Le pidió ayuda a Santiaguito, un tipo que andaba en sillas de ruedas que lo ayudó a entrar. El día que le dieron el uniforme “todo planchadito, impecable” fue uno de los más felices de su vida. La Escuela de Suboficiales quedaba en Zárate y con los cuatro pesos que le daban los fines de semana se iba al Parque Japonés, en Retiro. Se hizo amigo del tragasables, de los payasos y de una contorsionista, “un mundo alucinante de película” que luego llevaría a sus películas.
Creía que la Marina era su futuro pero solo duró seis meses. “Siempre fui de baja presión entonces no quería correr, ni hacer gimnasia, me escondía durante los entrenamientos”. Avergonzado con su baja, volver a Mendoza no era opción. Se instaló en una pensión en Paseo Colón donde vivían sus amigos del Parque Japonés. Intentó aprender el oficio de tragasables pero se asustó, probó con el de lanzallamas, tampoco lo logró.
Regresó a Mendoza. Se puso a trabajar en una radio y al tiempo tenía una compañía de teatro en San Juan. A los tres meses retornó a Buenos Aires. Consiguió trabajo en Radio El Mundo. Un día, Raúl Rossi le dijo que lo quería probar para un personaje. En la prueba estaba un ayudante del director Leopoldo Torre Nilson que se lo llevó como actor para filmar El secuestrador y Fin de Fiesta.
A los veinte años se encontró sentado en la misma mesa de Torre Nilson. Lucas Demare y Alfredo Alcón. “Me di cuenta que entraba al olimpo de los dioses de Buenos Aires”, diría. Nunca se definió como actor: “Actor era Alcón, yo no. O era un rico guacho que fotografiaba bien, pero nada más, eso lo tenía claro”. Conoció el circuito tanguero. Se hizo amigo de Aníbal Troilo y Cátulo Castillo.
Como actor conoció y se enamoró de María Vaner, sintió que era mucha mujer para él. “¿Cómo hago para que no me choreen esta mina? -se preguntó- Ella es una intelectual y yo me consideraba un semianalfabeto”. Pensó una treta, le dijo que su sueño era dirigir cine “total, pensé, filmando no se notan las faltas de ortografía”. Le aseguró que estudiaba compaginación con Torre Nilson y le pidió a Babsy que fuera cómplice de su historia. Era 1964. Terminó filmando un corto que fue el antecedente de Crónica de un niño solo, esa película -la primera que filmó- deslumbró por la autenticidad de su tema -que venía de las entrañas de las propias experiencias de Favio- y rompió esquemas por el rigor y la austeridad de su lenguaje.
Luego vinieron El romance del Aniceto y la Francisca, El dependiente y pasaron siete años hasta que logró filmar Juan Morerira, después Nazareno Cruz y el lobo y Soñar, Soñar. Volvería diecisiete años después con Gatica, el Mono.
Como cineasta creó películas que se ubican en la cima de las obras maestras del cine argentino. La crítica especializada pone a Crónica de un niño solo, como una de las mejores y Nazareno Cruz y el lobo fue durante muchísimos años la película más taquillera de nuestra historia. Favio se animó a explorar universos poco vistos y no solo historias de la clase media o alta como hasta ese momento hacían la mayoría de los directores. Sus películas podían mostrar actuaciones desparejas y sin embargo su universo ficcional, su capacidad de crear otros mundos partiendo de este mismo mundo, lo convirtieron en un realizador de culto.
Brilló en el cine y también en la canción. Con su fraseo característico y un despreocupado abordaje de la afinación fue el precursor de la balada romántica latina. Su primer disco pasó inadvertido pero el segundo con Fuiste mía un verano vendió un millón y medio de copias. Varias de sus canciones como Ella ya me olvidó o Quizás simplemente le regale una rosa se convirtieron en clásicos. Cuando le preguntaban por qué cantaba si para muchos era el mejor director de cine respondía: “Porque es lo único que sé hacer y con eso me gano la vida”.
Su militancia peronista nunca fue un secreto, pero mucho menos fue para él la posibilidad de un cargo sino un compromiso genuino. Participó en hechos que se convirtieron en historia. Viajó con Perón en el charter que lo trajo al país luego de 18 años de exilio. Fue el conductor del acto del 20 de junio de 1973 que terminó con un enfrentamiento sangriento conocido como La Masacre de Ezeiza. Muchos recuerdan a Favio primero con los brazos extendidos ante la balacera y luego cuerpo a tierra sin soltar el micrófono gritando “les ruego a los peronistas que no hagan uso de las armas” y después intercediendo a los gritos para que dejaran de golpear a unos muchachos detenidos. En 1976, marchó al exilio. “Hasta el 75 yo era Gardel y de la noche a la mañana pasé a ser nadie. La gente se cruzaba de vereda o entraba a un restaurante y se hacían todos los boludos”, contó años después.
Su pasión por el peronismo quedó grabada en Perón, sinfonía de un sentimiento, una miniserie de seis horas. “Muchas veces me decía: ¿cómo hacés para transmitirles a las nuevas generaciones lo que significó el peronismo? Aun hoy lo ponen en duda. Las oligarquías nos decían cuando cayó el general, que nos humillaban dándonos el pan dulce y la sidra. No, no nos humillaban. Podíamos comprar 20 kilos de pan dulce. Era comer en comunión, estar todo el pueblo comiendo ese pan dulce. Hice esta película para mostrar todo eso”. Si le criticaban su militancia en su arte respondía: “Yo no soy un director peronista, soy un peronista que hago cine… En ningún momento planifico bajar línea a través de mi arte, porque tengo miedo de que se me escape la poesía”. Era militante pero no fanático. “Soy peronista y me hace bien ser peronista. Pero si mañana yo encontrara un lenguaje más profundo y comunicable con la gente no dudaría en cambiarlo. Lo que no se puede cambiar es la actitud con la gente. El cariño hacia la gente. La solidaridad con la gente. Yo estoy hipotecado con mi comunidad, con mi gente”.
Su vida familiar fue tan intensa como su cine. A los 19 años, él que ya era peronista se enamoró de una muchacha por la que se afilió al Partido Comunista. En 1960 conoció a María Vaner pero ella estaba casada con Sergio Renán. Se reencontraron dos años después filmando En la ardiente oscuridad de Daniel Tinayre. Ella ya estaba separada de Renán. Tuvieron dos hijos, Luis María y Leonardo Pedro. En el rodaje de Juan Moreira comenzaron los rumores de crisis y en 1967 decidieron separarse. En abril, él tuvo un intento de suicidio “por exceso de trabajo”. Sobrepasó una depresión y fue invitado a cantar a la Botica del Ángel donde estrenó Ella ya me olvidó y todos entendieron para quién era.
Semanas después entró a un bar de Florida y Corrientes y conoció a Carola Zulema Leyton que le llenó la casa de santos y el corazón de pasión. Nunca más se separaron. Tuvieron a Nicolás y María Salomé. En 1990 y luego de más de dos décadas juntos se casaron por civil.
Sus anécdotas son únicas. Como cantor llegó a ganar 60 mil dólares por día algo que lo puso al borde de la demencia. “Vivía acorralado, perdí la brújula de mi vida y no podía acertar y saber quién me amaba realmente”. En Colombia una vez apareció un gordito que bajó de un auto alemán y lo obligó a visitar su finca. Era Pablo Escobar que canta Fuiste mía un verano imitándolo. En un momento quiso filmar la vida de Jesús con Carlos Monzón de protagonista, Susana Giménez en el rol de María Magdalena y Libertad Lamarque como la Virgen María.
Por su Gatica, el Mono, fue nominado para el Oscar pero rechazó esa posibilidad con una carta furibunda donde denunciaba que las películas de Estados Unidos ingresaban al país sin pagar impuestos. Reconocía que cuando vio ET, la película de Spielberg no paró de llorar “y eso que la protagonizaba un muñeco”. Cierta vez se entrevistó con el entonces todopoderoso ministro Domingo Cavallo y le dio un solución para el pago de la deuda externa. “Mi abuela hacía los mejores dulces de Mendoza con los rezagos de la fruta. Nosotros tenemos que producir mermelada de boludos, que aquí es lo que sobra”.
Los años le trajeron achaques pero también una sabiduría única. “Trato de estar en paz conmigo y con la gente que quiero. Mi vida no pasa por filmar ni pasa por cantar, pasa por estar contento”. La enfermedad lo obligaba a caminar con un bastón y le generaba dolor “pero es solo una pierna. Sería jodido que me doliera el alma”.
Decía que su sueño era “tener un permiso municipal en Mendoza y poner un puesto de diarios con un buen toldito, un walkman para escuchar música y que nadie me moleste” y que “si hay algo que le pido a Dios es amar todavía más a la gente. A los que no tienen posibilidades de ser escuchados. Estar y caminar con ellos. No hay misterio. Todo es cuestión de amor”.
En una entrevista preguntaba: “¿Sabés cuántas veces me pregunto qué hago acá, inventando mundos, yo que he visto caer las estrellas en los cielos de Mendoza? Decime cómo carajo le empato a Dios. ¿Inventar mundos? ¿Qué mundos?”. Quizá no le empató a Dios pero que logró crear mundo no cabe duda.
Con material del archivo periodístico de la Escuela de Periodismo TEA.
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