We’re F’N Back! se llama la gira que volvió a traer a los Guns N’ Roses a Buenos Aires y la frase funciona igual en dos sentidos posibles. Porque el grupo estadounidense está de vuelta -acá, en este país que tanto los quiere- y sus integrantes están de vuelta de absolutamente todo. Axl Rose, Slash y Duff McKagan, parte del núcleo duro de la belle époque de la banda, ya no son más aquellos “forajidos” que pretendió repudiar Carlos Saúl. Ahora son tipos grandes con buenos modales, listos para dar un espectáculo correcto y sobrevivientes de sí mismos. Enteros y a pedazos, después de varias temporadas intensas de sexo, drogas y rock & roll.
Desde temprano llegó gente al estadio de River Plate para consolidar una masa amplia en lo generacional: no había solo nostálgicos de los 90s, sino también muchos pibes que no habían nacido cuando los GNR llegaron por primera vez a esta ciudad, a esta misma cancha. Y como suele ocurrir en los grandes recitales desde hace ya unos quince años, existió una división socioeconómica delimitada por un vallado: al frente y cerca del escenario, el campo delantero; atrás, el general. Desde el fondo se escuchó, primero, un pedido combativo: “Tirá la valla, la putá que te parióóóó”. Inmediatamente después, un poco rimado y menos deconstruido “para puuutos, el campo vip es para puuutos...”, que no ofendió a casi nadie y solo generó sonrisas.
A las 9 de la noche en punto se apagaron las luces y comenzó la acción, sin ninguna de esas demoras inauditas que antes eran moneda corriente. “It’s so Easy” y “Mr. Brownstone” fueron los primeros topetazos, llegados desde aquel inoxidable Appetite for Destruction inicial. “Sex cures the crazy”, se leía en la primera de las muchas remeras que vistió Axl. Y aunque se trataba de una referencia a una película soft porn de finales de los 60s, también fue el consejo que el cantante siguió al pie de la letra durante mucho tiempo, creyendo que esa voracidad le quitaría lo loco. Tal vez ocurrió todo lo contrario.
Apenas finalizó “Chinese Democrazy”, tercera de la lista, el cantante se dirigió al público casi por única vez en toda la noche. Y fue para pedir algo muy importante: “¿Cómo están? ¿Todo bien? No queremos que nadie se lastime. Por favor, den un paso para atrás todos, porque hay gente adelante que está siendo aplastada. Queremos pasar un buen momento, gracias”, dijo al mismo tiempo en que era doblado por un intérprete.
La banda cumplió con su parte del modo más potente y excitante posible, con Slash derramando incontables solos desde su amplio catálogo de relucientes guitarras y Duff capitaneando la base y los distintos matices aportados desde el piano por Dizzy Reed -en el grupo desde los 90s-, la segunda guitarra de Richard Fortus, la batería de Frank Ferrer y Melissa Reese en teclados y secuencias. Y no solo hicieron brillar al catálogo gunner, ese que carece de sutilezas que nadie nunca jamás les reclamó, sino que hubo saludos para todos: Jimi Hendrix (”Machine Gun” inserta en la coda de “Civil War”, la cual Rose cantó con un pie de micrófono ¡azul y amarillo!), Bob Dylan (la ya apropiada “Knockin’ on Heaven’s Door”), Velvet Revolver (una versión de “Slither”), Misfits (”Attitude”, cantada por el bajista), Paul McCartney (con la “Live and Let Die” de Wings y “Blackbird” de Beatles antes de “Patience”)...
Axl hacía lo que podía con su voz. En cada agudo que intentaba con esfuerzo, dejaba un poco de vida. Cuando iba hacia las frecuencias graves, los versos no se entendían del todo. A medida en que fue transcurriendo el show, logró acomodar el caudal y hacerse más audible. Y casi todo el tiempo se tocaba en el centro de su pecho con los dedos de la mano derecha, como si presionando sobre su tráquea le estuviera ordenando a las cuerdas vocales que se despierten.
Muchos artistas de su edad (tiene 60) o incluso más jóvenes, maquillan estas imperfecciones con pistas. No es el caso de Rose, quien opta por esta crudeza digna. Además, aprovechó los largos valles instrumentales (por ejemplo, en “Rocket Queen”) para cambiarse, sacarse o ponerse el abrigo y tomar aire. Aunque se echó piques a un lado y al otro del escenario, le costaba inclinarse para agradecer la ovación de su público al terminar cada canción y replicaba con movimientos lentos su característico baile serpenteado. Lo que ves es lo que hay.
Si en las visitas anteriores de 2016 y 2017 fue notoria la nula onda entre Rose y Slash sobre el escenario -ni siquiera entraron en contacto visual-, esta vez fue sensiblemente distinto: en dos ocasiones, el cantante se apoyó por un segundo en el hombro del guitarrista. Y en “Shadow of Your Love”, le convidó su micrófono con el anti-pop rojo para doblar juntos el estribillo.
“Recién estamos entrando en calor”, dijo Rose aunque ya estaban sobre el final de la segunda mitad del set. Fue poco antes de soltar “Sweet Child O’ Mine” seguida de “November Rain” -con él sentado al piano casi como en el icónico videoclip-, para que el estadio explote en un suspiro y se multipliquen las luces blancas de los teléfonos. “Hello, River Plate. Buenos Fuckin’ Aires, Argentina”, saludó más adelante y lo volvieron a ovacionar.
Tres horas después del comienzo, el saludo final los encontró a todos abrazados, con Rose vistiendo las banderas sudamericanas estampadas sobre su campera de cuero para agradecer a todos los países que están visitando en este tramo de su gira (además de Argentina, también Uruguay, Brasil, Chile Perú y Colombia). Fue luego de la infaltable “Paradise City” con su eterna promesa de un lugar mejor, con chicas lindas y otras cosas que alteren los sentidos. “Your body is a battleground” (”Tu cuerpo es un campo de batalla”) se leía en una de las últimas remeras que vistió Axl, con la reproducción de la obra de Barbara Kruger. Así es cómo se tomaron las cosas él y sus compañeros, con la carrocería humana como laboratorio para experimentar, saborear, rockear. Y contarlo. Porque después de todo, vale la pena estar vivo.
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