“¿Qué gusto tiene la sal?”, “Angueto quedate quieto”, “Sumbudrule”, “Ea, ea, ea, pé, pé”, “Un kilos y dos pancitos” estas y otras frases resultan absolutamente desconocidas para un millenial, sin embargo para una mayoría de personas tienen sello de infancia y autor conocido: Carlitos Balá, el hombre que el jueves por la noche se despidió a sus 97 años. Su partida nos hizo sentir un poco más viejos y también bastante más solos.
Carlos Salin Balaá nació el 13 de agosto de 1925 en el barrio de Chacarita. Su papá Mustafá era un inmigrante llegado de Damasco que tenía una carnicería. En el local, Carlitos solía inventar obritas de teatro que representaban figuras de papel en escenarios hechos con cajones de verdura. Sus amigos amaban sus chistes. Quizá por eso uno de ellos lo incentivó a realizar una prueba para el programa éxito de la época: La revista dislocada. Carlitos se animó a hacerla con el seudónimo “Carlitos Valdez”. Cuando su voz salió por la radio su padre no lo reconoció, entonces Carlitos Valdez le dio paso a Carlitos Balá.
Sus inicios fueron en la radio, pero en la televisión encontró el éxito y la explosión de su talento. En el año 1961 apareció en el programa La telekermese musical que salía por Canal 7 y no se detuvo más. Tres años después tuvo su propio ciclo en Canal 13: El soldado Balá. Su programa más recordado fue sin dudas El Show de Carlitos Balá. Allí se presentaba con su característico peinado de pelo lacio con flequillo –que mantuvo toda su vida- y batía records de audiencia con personajes como el Indeciso, el Mago Mersoni y el Hombre invisible. Además desplegaba maravillosas y pegadizas frases de su invención como “¿Un gestito de idea?”, “¡Mirá cómo tiemblo!” y “Observe y saque fotocopia”. Algunas eran acompañadas por gestos como s famosísimo “¡Sumbudrule!”, que repetía mientras le pasaba a su compañero la mano por la cabeza como una araña, cuando estaba distraído. Este gesto desesperaba a las maestras de la época que estaban hartas de escuchar en la fila. “Señorita, fulanito me hace sumbrudule”.
Pero la frase más famosa y la que más se repitió en tiempos donde el “boca a boca” era la única manera de “viralizar” era cuando preguntaba “¡¡¿Qué gusto tiene la sal?!!” y todos los chicos contestaban gritando: “¡¡¡Salaaaado!!!”. La idea no nació de un especialista en marketing sino en 1969 y en una tarde tranquila mirando el mar. Un chico se puso a observarlo y Balá haciendo como que no lo veía preguntó varias veces en voz alta: ¡El mar! ¿Qué gusto tendrá el mar? El nene permanecía silencioso. Entonces cambió la frase: Ahhh, el mar tiene gusto a sal. Pero, ¿qué gusto tendrá la sal? Y el chico respondió antes de salir corriendo. ¡Pero, qué gusto va a tener la sal! ¡Salada! Y así sin saberlo pero intuyéndolo nació un éxito que atravesó cuatro generaciones.
Otra gran estrella fue el chupetómetro un recipiente enorme donde cientos de chicos depositaban sus chupetes. “Nunca los conté, ojalá lo hubiera hecho, porque hubiera entrado en el Guinness. Dos, tres millones, qué sé yo”. Entre sus inolvidables personajes cómo olvidar a Angueto, el perro invisible. Esta vez la idea no surgió frente al mar sino en una tienda en Disney. Balá siempre atentó encontró una correa rígida y enseguida se le ocurrió el chiste del perro. “Un turista que estaba al lado se asustó y me gustó la idea porque pensé que podía ser un buen personaje. Cuando llegué a Buenos Aires, mandé hacer una correa y similar y le puse Angueto por mi hija Laura. Cuando era chica, con mi mujer le decíamos “Anguetita”, una palabra inventada”.
A la par de sus éxitos televisivos filmaba diferentes películas todas dirigidas al público infantil como ¡Esto es alegría!, El tío Disparate, ¡Qué linda es mi familia!, y las inolvidables Canuto Cañete detective privado, Canuto Cañete conscripto del siete. Siempre se estrenaban en vacaciones de invierno y eran garantía de entradas vendidas y buenos momentos en familia. Es que Balá con su humor inocente pero también divertidísimo arrancaba risas y carcajadas. Los papás llevaban a los chicos a ver sus películas porque sabían que no solo era un momento para compartir era un recreo de la rutina y un maravilloso antídoto contra preocupaciones.
Poco a poco con el paso de los años y las nuevas tecnologías, Balá fue perdiendo su presencia en los grandes medios pero no en el corazón y el cariño de la gente. En su pico de fama visitaba los hospitales de incógnito para alegrar a los pacientes, algo que jamás dejó de hacer. Se presentaba ante el director sin chapear sin pedir canjes ni favores, explicaba que no se iba a atender sino “a llevar alegría”. Pasaba horas visitando enfermos y llevando el único remedio que si no cura al menos alivia: la risa. Y realmente era efectivo. Los chicos se incorporaban en sus camas para abrazarlo y por un rato pequeño, pero inmenso los papás dejaban de pensar en horrores y dolores para disfrutar de ese mágico momento que les brindaba ese mágico hombre.
Pero el gran Carlitos no solo desparramaba su humor en los hospitales, también lo repartía en la vida cotidiana. “Experimento el humor como un licenciado en química que prueba toda clase de líquidos para ver qué funciona y que no”. Así podía aparecer en la cocina de un restaurante y con el dedo en la nariz preguntar, ¿Necesitan a alguien para cocinar? O parar por la calle al oficinista ensimismado y preguntarle: ¿Para dónde va? ‘Para allá’, le contesta y Carlitos le retruca, ¿Para cuál allá? ¡No me haga perder el tiempo, viejo!”. Y le arrancaba una carcajada.
Si lo invitaban a una entrevista a un canal de televisión ni se preocupaba por pasar por maquillaje, no nada de eso. En los pasillos, en el estudio se sometía feliz al ritual de los autógrafos y ahora, a la selfie. Con todos posaba, con todos sonreía, mil veces hacia el gestito de idea. Si estaba cansado, lo disimulaba. Si se fastidiaba no lo demostraba. Y cuando se iba para su casa se marchaba con una sonrisa mientras todos se quedaban con la certeza de haberse cruzado con su ídolo de chicos pero sobre todo con un hombre bueno.
Y en tiempos de mensajitos el solía sorprender a sus fans y llamarlos para sus cumpleaños, gracias a las fechas que anotaba y guardaba celosamente en ¡100 biblioratos! Es que Balá creía en la comunicación personal y no en mandar divertidos pero impersonales emoticones.
Pero cuando el cómico cumplió 90 años el que recibió un llamado especial fue él. Desde el Vaticano un secretario le anunció que querían saludarlo. Cuando levantó el teléfono escuchó al Papa Francisco. “Me dijeron que cumple 90 años”, y Balá, genio y figura, contestó con el mismo tono que su personaje Petronilo: “Y no le han mentido”.
Balá no solo tenía la fórmula para hacer reír a los chicos, también había conseguido otra mucho más complicada de tener en estos tiempos de amores líquidos: un matrimonio feliz con más de 50 años. Con Marta Venturiello, o Martita como la llamaba él, se conocieron en una fiesta de casamiento. La descubrió entre los más de quinientos invitados y la invitó a bailar. Ella tenía 18 años, él 30. Caballero cuando las luces se apagaron se ofreció a acompañarla a su casa. “Yo te llevo”, le dijo, y así fue: la llevó en… el colectivo 39″. En medio del trayecto para hacerla reír se puso a vender lapiceras entre los dormidos pasajeros como un auténtico vendedor ambulante. “Nunca más salgo con este payaso y cabeza fresca”, se dijo ella. Sin embargo nunca digas nunca, porque el payaso resultó ser “el hombre más respetuoso del mundo” y la conquistó. Estuvieron siete años de novios.
Se casaron cuando él consiguió su primer contrato en radio con La revista dislocada. Tuvieron dos hijos Martín y Laura. Juntos se acompañaron y amaron. Balá era un hombre tranquilo, pero también una persona ordenada y prolija al que los objetos fuera de lugar podían poner de mal humor y Martita supo tolerarlo. Era experta en preparar empanadas de choclo, de pollo y sopa de sémola, las comidas favoritas de él. También en esperarlo con una sonrisa y sin impacientarse luego de sus paseos matinales. Es que para dar una vuelta manzana caminando una persona no demora más de cinco minutos. En cambio, Balá podía tardar hasta dos horas porque se detenía a conversar cada persona que lo reconocía, le contaba una anécdota, le pedía un autógrafo o enmudecía ante su presencia. Los taxistas solían llevarlo gratis y desconocidos lo invitaban a tomar un café, o abrían sus billeteras para mostrarle una foto con él en blanco y negro.
Durante toda su vida sembró alegría pero en los últimos años cosechó reconocimientos, homenajes y agradecimientos. En 2009, la Legislatura porteña lo declaró Personalidad Destacada de la Cultura. En 2011, le entregaron el premio a su trayectoria en los Premios Martín Fierro y recibió una de las ovaciones más grandes que se recuerde.
Cada cumpleaños terminaba afónico y agotado de tanto atender llamados de personas conocidas y desconocidas que querían saludarlo. “No puedo parar de dar gracias a Dios por tanta vida. No me imaginaba vivir tantos años, ¡se pasaron muy rápido!”, repetía y agregaba: “Estoy recibiendo todo el amor que di. Llego a esta edad con el cariño de la gente, algo que no tienen los políticos. Soy el hombre más feliz del mundo”. Y compartía su secreto para llegar a la vejez vital y sobre todo sin amargura: “Descanso, descanso bien. Duermo la siesta, vivo tranquilo, no hay apuro para nada y así se vive más. El mundo está muy travieso, muy inquieto y yo estoy a contrario del mundo”.
Carlitos decía que su vida era “hacer reír” y que no le temía a la muerte porque creía que Dios no iba a ser tan injusto como para mandarlo al infierno. Seguramente hoy San Pedro lo debe haber dejado pasar sin problemas, mientras un ángel travieso le hizo “sumbutrule” y otro repetía “ea ea pepe”.
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