“Hará unos tres añitos que yo vine aquí por primera vez, era la primera actuación de la anterior gira, El Mal Querer, la abrimos aquí. Y me acuerdo de tener la sensación de que, de golpe, por primera vez en mi vida, fuera del lugar en el que yo estoy, me acogían así. Me acuerdo mucho, mucho del cariño que me disteis, de que estabais cantando: ‘Me da miedo cuando saaaleees’...”, empezó a entonar Rosalía y se quebró sobre el escenario del Movistar Arena en su primer show en Buenos Aires justo cuando su público le siguió el verso de “Pienso en tu mirá”, insertando en la memoria de esta nochecita primaveral aquella visita inicial de 2019.
Fue después de un arranque arrollador, 100% Motomami, con caños de escape acelerando y una irrupción con cascos de led en el preludio a “Saoko”, el perreíto nostálgico con “Candy”, el meme chicloso de “Bizcochito” y la bachata rompecaderas que es “La fama”. Aun con lágrimas en los ojos, mientras el público la arropaba con un cálido & característico “Olé, olé, olé, olééé, Rosi, Rosiii”, se colgó una guitarra eléctrica para acompañarse en el himno pandémico “Dolerme”.
Más adelante, soltó otros guiños para al público argentino. Primero, se enfundó en una bandera nacional que le regaló una fan antes de cortarse extensiones y limpiarse el makeup en la barbería infernal de “Diablo”. Después de interactuar con su gente para el particular diccionario de “Abcdefg”, voceó unos versos de “Alfonsina y el mar” (“Fue una de las primeras canciones que aprendí”, contó). Y luego le dio una atención especial & esencial a las mujeres al atarse al cuello el pañuelo verde en favor del aborto legal, seguro y gratuito que le tiraron desde el campo, celebrado después con un twerking increscendo, desde el suelo, en “La Combi Versace”. Así coronó hasta casi el final del recital su outfit azulado de probable azafata street fighter en bucaneras encueradas.
La creciente histeria que viene generando Rosalía desde que irrumpió en la escena se cristalizó de nuevo en la parada porteña del Motomami World Tour con la actitud intensísima del público más fanático de la catalana. Tanto que por momentos la música y la voz de la gran bestia pop actual quedó algo blureada y por debajo del griterío.
Pero eso no le importó a la estrella; al contrario, lo arengó. Cuando a algunos se les ocurrió pedir silencio en las primeras estrofas de la balada porno “Hentai”, ella desde el piano y recortada sobre un fondo de pantalla campestre, desechó la solemnidad para habilitar el canto popular en el otro de los únicos dos momentos de la noche en los que manipuló otro instrumento que no fueran sus cuerdas vocales.
En todo momento, Rosalía se apoyó en su cuerpo de ocho bailarines en mood contempo queer a los que cedió protagonismo en distintos momentos, como cuando formaron una moto humana para que ella se monte en, claro, “Motomami”, o cuando tiraron besos a cámara haciéndose cargo de los versos de “Linda”. Y ante la ausencia de armamento analógico, una puesta maximalista, despojada pero moldeada a imagen y semejanza, reforzó concepto y performance con cuadros de danza teatro, soporte ideal incluso en canciones aun inéditas como “Aislamiento” y la estridente “Dinero y libertad”.
El otro co-protagonista clave fue un muchacho que tiene el mejor trabajo del mundo: muñido de una filmadora, se transforma en mosca y la persigue a Rosalía en casi todo momento, llegando a interponerse entre ella y el público en busca de primeros planos que se imprimen como estampita virtual en las pantallas que enmarcaron el escenario. “La cámara y ella cogen”, pensó en voz alta una chica entre el público del campo delantero ante los gestos sugerentes en la interpretación de “Delirio de grandeza”. La motomami sabe que todo el mundo aquí se muere por captar el mejor instante posible con el móvil, entonces juega con eso, entrega besitos y miradas pícaras como souvenir. Y el cameraman pelilargo está en esa primera línea de fuego.
Entre su muestrario de raíces flamencas, riesgo noise y descaro pop (”Yo soy muy mía, yo me transformo”, avisó desde el vamos sobre su estilo), paradójicamente el bloque reggaetonero del show amainó la intensidad y la histeria reinante. Había sido introducido con unos versos de “Perdóname” (La Factoría), hit dorado de la ola anterior y después cavó un bache con “Relación”, “TKN” y “Yo x tí, tu por mí”. Pero con la infecciosa “Despechá” volvió a levantar el ánimo y la cantante invitó al escenario a tres fans argentinas que, combinadas con un grupo de bailarinas, cebaron al público una vez más.
“Nos hicieron pasar y nos dijeron que no la podíamos tocar, que no nos podíamos acercar a menos que los bailarines o Rosalía quisiera. ‘Ustedes solo vayan a bailar y disfruten’, nos dijeron. Y ella solita nos dijo: ‘Vengan, vengan’. ¡Me hizo cantar, nunca hizo eso con ningún fan! Fue una sensación hermosa”, le contó Luana a Teleshow, una de las tres afortunadas. Ella lidera el club de fans local de la catalana (@rosalia.arg en Instagram) e hizo la fila desde las 5 de la mañana del jueves para disfrutar del show lo más adelante posible.
“Es increíble la vibra y la energía que tiene la mina, los bailarines, todo. El estadio explotado. ¡No podía creerlo! No me lo voy a olvidar nunca más en mi vida”, agregó Luana, testigo de que Rosalía no es un avatar insensible, sino que es tan real como parece. Dos últimas pruebas de fe: la hondura de “Como un G”, con más lágrimas cruzándole el rostro a la cantante; y el frenesí carioca e irregular de “CUUUUuuuuuute” como punto culmine de unos bises que los arrancó montada a un monopatín (”Chicken Teriyaki”), quebrando las caderas (”Con altura”) y regalando un último gesto virtuoso de su garganta poderosa (”Sakura”).
Y se evaporó tras las pantallas, sin grandilocuencias. Humilde, sin ganas de empalagar, lo último que se había escuchado de ella fue: “Keep it cute, manito, keep it cute / Que aquí el mejor artista es Dios”. Amén.
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