Comienzos de los ‘60, un rastrojero transita los caminos a paso firme y con destino a cualquier lugar. A falta de estéreo, el padre y el hermano mayor cantan un tema del ciudadano ilustre de la ciudad. El hermano más chico mira con ojos curiosos y escucha con oídos atentos esa historia de penas propias y vaquitas ajenas, tan entonces y tan amargamente actual. Todavía no sabe que la música y la ruta van a ser parte de su vida. Que su nombre va a ser coreado por multitudes. Que va a ser actor principal de uno de los momentos más fascinantes de la historia del rock argentino. Y que esa canción que cantaban sus paisanos lo iba a acompañar para siempre en su camino.
Ricardo Mollo nació en Pergamino el 17 de agosto de 1957, en un ambiente en el que había música mucho más allá del rastrojero. A corta edad, su hermano Omar, siete años mayor que él, asomaba con su talento para el canto y el zapateo. Con extrema curiosidad, Ricardo registraba todo y aprendía cada estímulo musical, pero con una timidez de la que nunca se libró del todo, aun después de tocar para multitudes.
Un incendio en la fábrica de zapatos familiar los llevó al oeste del conurbano e inició el hilo de casualidades en su vida. El Palomar ya lo iba a curtir con otros sonidos, igual de ásperos pero más distorsionados. Mientras tanto, el niño que se escondía en los armarios para no cantar ante su familia, tuvo su estreno con público a los 9 años, cuando en las épocas de los carnavales se anotó en un concurso de canto en una sociedad de fomento en Temperley. Interpretó un clásico de Leonardo Favio, “Ella ya me olvidó, yo la recuerdo ahora”, que le valió su primer trofeo.
En Palomar Ricardo se fue formando en los simples que caían al tocadiscos de la mano de Omar. Aretha Franklin y Jimi Hendrix fueron sus amores a primera escucha, más que los Beatles y los Stones, mientras que del rock local lo conmovían la poesía de Moris, la guitarra de Pappo y todo Spinetta, y sobre esas canciones dibujaba sus primeras prácticas con la guitarra. Las primeras salidas eran a los pubs de Ramos Mejía a escuchar bandas y la aventura de tomar el tren para ir a los cines del centro y ver una y otra vez la película del festival de Woodstock. Y entonces llegó la hora de tener una banda.
Secreto mega guardado de la usina creativa del Oeste del conurbano, MAM fue el grupo que formó Omar y en el que Ricardo empezó su carrera de músico de una manera más profesional. MAM eran las siglas de Mente, Alma, Materia -o Muñeco, según las versiones y las épocas-, los elementos básicos y necesarios para hacer música de acuerdo a su fundador. Para 1973, la banda ya tenía sala a disposición en un sótano que Ricardo había gestionado cerca de la base aérea de Palomar, que acondicionaron a pulmón y que lo acompañó en todos sus proyectos hasta los primeros años de Divididos. Los rumores sobre un grupo potente y prolijo no tardaron en llegaron al centro y los productores de la época se interesaron en ese grupo que sonaba aceitado pero inflexible a la hora de mantenerse ajenos a la industria. Todo era ensayar y tocar. Y que nadie les dijera qué hacer.
El grupo tuvo una segunda formación, ya con Diego Arnedo en el bajo, pero de su existencia no quedaría más registro que algunos demos de esas épocas subterráneas hasta. En los ‘90, mientras se consolidaba como un notable cantante de tangos de exportación, Omar intentó una nueva reinvención y grabó dos discos con Ricardo como invitado. Posteriormente, Mollo chico rescató de esta época “Son quien no ha de morir”, que incluyó en el álbum Juntos por Chiapas y lo sumó al repertorio ocasional de Divididos. A esa altura, MAM era mucho más que un grupo de música, era un código inalterable al vaivén de las relaciones entre los hermanos. “Con Ricardo hicimos un pacto, que después cada uno fue cumpliendo en la vida, sin que nos consultáramos. Nos regiría MAM hasta la muerte”, contó Omar a Página/12. Y no es casual que os hijos de Ricardo se llaman María Azul, Martina Aldabel y Merlín Atahualpa.
Después de la disolución de MAM, Ricardo no se quedó quieto. Formó parte del grupo Demo -con Rinaldo Rafanelli, Daniel Leis y Beto Topini con quienes debutó en un estudio con el álbum Lumpen-, y grabó en discos con Celeste Carballo y el dúo Moro Satragni. Mientras, seguía frecuentando a Diego que estaba tocando en una banda que lideraba un italiano que había llegado de Escocia huyendo de la heroína. Los vio en vivo en el circuito habitual de bares y se hizo habitué de la Hurlingham Reggae Band, el álter ego que tenían Luca y los suyos para desarrollar su gusto por la música jamaiquina.
Su ingreso a Sumo se dio de manera natural, después de un show probablemente en algún martes en el Einstein. “Yo era de los músicos que iba siempre a tocar. Y un día Luca me dice: ‘¿Por qué no te quedás?”, recordó Mollo en diálogo con Gillespi. Con el ingreso de Roberto Pettinato en saxo, Sumo adquiría su formación clásica y salía a la superficie para revolucionar lo que se encontrara a su alrededor. En su libro Sumo, Pettinato lo grafica una frase con la que destaca la potencia del grupo. “Por donde pasa Sumo no crece más el pasto”. La intensidad de esa experiencia, nacida en las sierras de Córdoba, criada en el oeste en pleno agite y curtida en antros y discotecas, se traslada también en la influencia de Luca. Nadie que lo conoció volvió a ser el mismo, y menos aún los que tocaron con él.
Ricardo recuerda especialmente el momento de los solos, su puerta de ingreso a la banda y motivo de algún resquemor interno, en el que cantante y el guitarrista regalaban su show aparte. “Se tiraba encima mío de alguna manera o también intentaba ahorcarme con su pañuelo. A veces se iba a mis pies y buscaba tirarme al piso o se trepaba a caballo. Se daban un montón de situaciones muy divertidas y ocurrió en muchas oportunidades. Si hay algo que extraño de esa época es eso, ese rato en el que él venía a provocarme y a generar una situación de lucha que nació naturalmente, porque nadie lo planeó y los dos entendimos el juego”, contó Ricardo en sus redes, que construyó como un anecdotario salteado y selecto de su vida.
En diálogo con Felipe Pigna para la TV Pública, Ricardo contó que no veía en Luca al frontman de una banda que estaba poniendo al rock argentino patas para arriba. Veía en él a un inmigrante, a un desterrado, a un hombre que extrañaba horrores su país. “Me decía que yo era más italiano que él, porque cuando salíamos de gira me llevaba mi almohada para dormir en los viajes”, relató al respecto. En cambio, Mollo sí veía en Prodan a un auténtico italiano, un fuelle tano que respirando pampas se aporteñó, como escribiría en la época de Divididos.
Ricardo fue uno de los primeros en arribar a la casa de la calle Alsina donde murió Luca Prodan. Yo llegué desesperadamente al lugar donde estaba, y cuando lo vi, más allá del dolor, me tranquilizó verlo casi con una sonrisa”, relató sobre aquel amargo 22 de diciembre de 1987, “Me tiré encima, abracé el cuerpo frío porque hacía muchas horas que se había ido y lo tocaba... y cuando lo toqué sentí que tocaba un mármol por la frialdad. Apoyé mis dos manos sobre su pecho intentando que se caliente ese cuerpo; lo pusimos arriba del colchón, y estaba casi con una sonrisa, como un Buda”, contó en una entrevista con Matías Martin. Lloró desgarradoramente la muerte de Luca, hasta que con el duelo hizo su trabajo y se volvió fuerza creativa. Se juntó con Diego para mitigar el desamparo y empezaron a darle forma a algunas canciones de la sala de El Palomar. Una de las primeras que salió fue “Light my fire”, cover de The Doors que había aprendido en sus primeros juegos con la guitarra, y que fue a parar al debut 40 dibujos ahí en el piso.
Después de un primer trabajo hermético y reparador, en Acariciando lo áspero aparecen los primeros atisbos folklóricos que iban a moldear el andar de la banda con el consagratorio La era de la boludez. Con el agite del oeste y la conexión firme en tierra adentro, se transformaron en la Aplanadora del Rock pero no se conformaron con eso. Vivieron la atmósfera sudorosa de los antros, la explosión de Obras y los estadios, los electroacústicos íntimos y despojados y los shows para chicos en el Teatro de Flores. A cada uno, sube con su mochila y su pedalera, siempre atento a lo que le llegue del público para jugar un rato al guitar hero, mientras espera que Luca se le cuelgue de los hombros o le haga alguna travesura.
A finales de los ‘90, Ricardo emprendió un viaje interno y sanador que se inició en Córdoba, como aquel de Luca, y terminó en Tilcara, bien cerca del cielo. Caminó, purificó, sanó. Y como a lo largo de su vida, se dejó llevar por el espíritu y los sonidos de una región que calaron hondo en su personalidad. En ese camino físico y espiritual, con un cuidado en el cuerpo, la alimentación y buscando tomar distancia de algunos excesos, encontró el amor de la manera más manera inesperada. En una clase de yoga coincidió con Natalia Oreiro, heroína de telenovelas, mega estrella de la pantalla chica, 20 años menos, dos mundos en apariencia irreconciliables que solo puede unir el amor en forma de flechazo.
“Yo cuando empecé a salir con él no sabía que era el cantante de Divididos. Cuando nos hicimos amigos, cuando empezamos a salir, sí supe”, admitió Natalia en una visita a Morfi, donde reveló que el músico fue el que tardó en decidirse. “Nos hicimos muy amigos ahí, yo lo miraba a él como diciendo ‘¡dale!’. Me miraba, me cuidaba un montón en la clase, por eso también me enamoró. Su parte sensible fue lo que me mató”, agregó. En una entrevista con Juan Alberto Badía, Ricardo reconoció haberse enamorado de la persona, más que del personaje o de la cara bonita. “Me dio buen corazón”, resumió. Hace 10 años nació Merlín Atahualpa para seguir construyendo su amor en el que pocos creían. Y terminando de dar forma a ese mundo perfecto, con guitarras y pedales, parlantes en el corazón y una pared de equipos al re palo.
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