—¿No te cansa el cariño de la gente?
—El amor me emociona cada vez más. Siento que la gente sabe que en estos 35 años no paré de ponerle fichas a esta vocación. Puse el cuerpo, mi amor y pasión. Y la gente te lo devuelve. Es así de simple.
Lo que no es tan simple es entrevistar a Leonardo Sbaraglia. Concretar este encuentro llevó casi un año de intercambio de mensajes y no porque se hiciera “el difícil” sino porque su agenda laboral lo impedía; lo que no le impedía contestar siempre y con una amabilidad -no mero profesionalismo- poco frecuente.
Alcanza con decir que se lo entrevistará para que se genere un extraño fenómeno, llamémoslo “Sbaragliamanía”. Se multiplican las sonrisas, los “no te lo puedo creer” y “decile que lo amo”. Ante semejante expectativa, cómo será entrevistar a este actor que filmó con Robert de Niro y es amigo de Penélope Cruz; que a falta de uno ganó dos premios Goya y todos los galardones del espectáculo argentino. El pibe que con 16 años filmó La noche de los lápices, y desde entonces participó en más de 60 películas. El que comenzó en Clave de sol y luego actuó en más de 40 ciclos televisivos. El actor consagrado que superó el centenar de notas pero resiste el archivo porque siempre piensa lo que dice y dice lo que piensa.
La entrevista es en su casa, una zona residencial donde se escuchan más los pájaros que los bocinazos. Habita un edificio ni moderno ni lujoso pero sólido, enfrente de una plaza y a metros de una librería de esas que ofrecen libros tesoros. A unas cuadras está la iglesia donde mataron a los miembros de la comunidad palotina. El conjunto es bien “sbaragliano”: lo sólido se antepone a la moda, la memoria se conserva en medio de la vida.
Es el actor quien baja a abrir la puerta. Lleva una remera y un pantalón comunes y una sonrisa que desarma. Baja junto a Andrea Garrote: “Es una actriz increíble, está por estrenar. Merece una nota”, propone.
Apenas entrar, su departamento impacta por luminoso. Hay persianas, pero no cortinas. Un departamento en un piso que no está muy alto ni muy bajo, la ubicación justa para divisar las copas de los árboles y transformar el horizonte en esperanza y no tan alto como para hacerle creer al propietario que vive más cerca de los dioses que de los mortales.
“Disculpen el desorden. Esta silla de mi abuelo puede servir para las fotos. ¿Me siento acá? La luz creo que es ideal”, da ideas pero no órdenes.
Asombra la ausencia total de “altares Sbaraglia”. No hay fotos con actores con los que trabajó ni de personajes que interpretó. No se ve un tablero con invitaciones vip a festivales internacionales. En un estante hay una foto que le dedica Pedro Almodóvar pero está tapada por un dibujo de su hija cuando era chica. No hay posters de películas, sí bastantes libros y dos gatos que ni se inmutan. Sobre un mueble, los premios ganados se mezclan con una caja de fósforos de madera, sobres con boletas de servicios, llaves y papeles desordenados.
Sirve bebidas y le ofrece a esta periodista que ponga sus pies en un masajeador que estrena. “Me entrevistás mientras te das un masaje”, sugiere y se agacha a encender el aparato. “Tengo a Sbaraglia a mis pies”, pienso, y reprimo la carcajada. Mejor volver al plano profesional, sacar los pies del masajeador y comenzar la nota.
—No parás de trabajar. ¿Qué debe tener un proyecto para que aceptes?
—El director es fundamental. El guion es lo primero que llega y te atrapa, pero si después aparece un director como (Adrián) Caetano ya tenés un pie adentro y si aparece Lucrecia Martel, tenés los dos. A veces también sucede que guion y director me gustan pero no puedo aceptar porque estoy en otro trabajo. También me fijo en los actores porque te habla de la calidad del proyecto. Ramón (Pilacés), mi representante, lee los guiones. Su opinión es importante porque solemos tener puntos de vista diferentes. Mientras apuesto más al cine independiente, él me ayuda a evaluar otros aspectos de lo comercial o de cómo se mueve el mundo hoy en día”.
Asegura que le gustan los directores exigentes y buenas personas. Con ese combo no se fija si es un proyecto comercial o más austero. “Trabajo en las dos cosas. Hay momentos en los que no podés darte el lujo de no cobrar por un proyecto y momentos en los que podés hacerlo porque quizás acabás de terminar otro por el que cobraste más plata”.
Lo que dice no es solo una declaración de principios sino coherencia. Está representando El territorio del poder. La presenta en Trilce, un centro cultural cerca del barrio de Once y alejado de circuitos comerciales, con una capacidad de 120 espectadores; la obra solo se difundió por redes. “No tengo problemas con el teatro comercial pero como me la paso viajando no puedo asumir el compromiso que requiere. El territorio... es mi manera de subir a un escenario y sentir esa energía”. Acepta que siempre se movió “más cómodo en teatro chiquitos. Esta obra y en este lugar es la felicidad absoluta. La felicidad más plena a nivel actoral la vivo arriba de ese escenario. Cada función es sagrada, es una ceremonia”.
Habla pausado, bebe unos mates, parece que poco queda de ese chico que se entretenía caminando por la baranda de un segundo piso y cortando con tijera cables enchufados. “Una vez me dijeron que eso le pasa a los nenes muy creativos, algo de querer experimentar, de no saber bien dónde están los límites. Y todavía lo tengo”. En ese experimentar admite que atravesó lo que llama “zozobras emocionales, cosas que se me van un poco de equilibrio, no puedo resolver y me provocaron algunos accidentes”. Vulnerable, humano, comparte que desde 2019 no sufre esos accidentes, como esa vez que corriendo se resbaló en una esquina, se golpeó y perdió por un rato la memoria. “No eran torpezas, era tener la cabeza en otro lado”.
Sin autocomplacencia recuerda que de pibe nunca fue “un banana ni el más cancherito, más bien siempre fui el tímido de la clase”. Le resultaba un esfuerzo hacer amigos o hablar con otros. No eran tiempos fáciles para ser tímido ni creativo. Cursó la primaria en plena dictadura. Iba en el auto cuando su papá le dijo que el presidente “era un asesino” pero que no lo repitiera en el colegio. Lo escuchó, lo obedeció, pero lo terminó de entender la vez que, habilidoso con el dibujo, en una clase aburrida se puso a dibujar a los próceres. “La maestra me lo prohibió”. Hoy se ríe cuando le recuerdan que si Pablo Rago hizo de Belgrano y Rodrigo de la Serna de San Martín ¿a él quién le queda? “Güemes. Tuve propuestas para encarnar próceres pero no me convencieron los textos”.
A los 16 años fue uno de los siete seleccionados entre los 2500 adolescentes que se presentaron para protagonizar La noche de los lápices. “El miedo se transformó en metáfora. Ideológicamente me pude comprometer con algo más que con la actuación. Fue un compromiso enorme”. Alguna vez dijo que había que “seguir pensando ese tiempo”. Hoy, cambia la frase: “Hay que seguir haciéndonos cargo como sociedad de lo que vivimos. Afuera nos miran con admiración porque en nuestro país los genocidas murieron condenados acá y no en otro lado”.
Luego de La noche... pensó que lo llamarían de todos lados para trabajar, pero durante mucho tiempo no pasó nada. Hasta que lo convocaron para ser Diego en Clave de Sol. “Era el 87, la época de los videotapes. Mi abuela grababa el programa, pero como no alcanzaba la cinta ponía Rec cada vez que aparecía yo. Era una persona mega inteligente y sensible, cantante de ópera. Iba todos los viernes a su casa y veíamos las escenas. ‘Me parece que estás medio duro, acá no sé qué hacés’, me señalaba. El día que me dijo ‘me encantó tu trabajo’ fue la gloria”.
Los técnicos lo apoderaron “Maderaglia”. Lejos de recordarlos con revancha, los entiende: “Se tenían que fumar cada cosa”. Todavía se los suele encontrar y justifican ese destrato: “La madera es un material noble, no te decíamos que eras de acero. Me saludan con un amor infinito, como si fuera un hijo del que están orgullosos”.
Y no es para menos, ese hijo se codea con estrellas internacionales de las que habla sólo si se le pregunta. Así uno se entera que Cillyan Murphy, la super estrella de Peaky Blinders con el que filmó Luces Rojas. “Es una persona hermosa, muy buen compañero, muy humano. Me vio en Concursantes y como le gustó mi trabajo, en la escena que compartimos estaba nervioso”. Trabajó con Sigourney Weaver. “A diferencia de Cillyan que es bastante bajo -yo mido 1,78 y él medirá 1.70-, ella es altísima. Muy elegante, fina, sofisticada, muy amable y sabía mucho de la Argentina”. Con Robert De Niro estuvo charlando. “Me habló de Lito Cruz, de Luis Brandoni. Quizá acá fue hosco porque no está acostumbrado a lo cariñoso y efusivo que pueden ser los argentinos”. También cuenta, y solo porque se le insiste, que rechazó un proyecto con Angelina Jolie. “Ahí tenés el título: me ofreció trabajar Angelina Jolie y le dije que no”, se ríe. Debía estudiar tres páginas en inglés para hacer un monólogo. “Estaba filmando una película y no quise pedir unos días para estudiar un texto y participar de un casting”.
Trabaja en el exterior, vivió ocho años en España donde nació su hija pero se volvió y sin la frente marchita. “Estaba en el mejor momento pero me pregunté para qué todo esto si estoy lejos de mis afectos. Hay algo del propio lenguaje, de la propia cultura que al menos yo no supe cómo reemplazarlo. Siempre me imaginé volviendo. Con la mamá de mi hija sentíamos que queríamos compartir su crianza con un lenguaje y afectos que nos fueran comunes. Allá siempre fue un espacio de trabajo pero acá es un espacio afectivo. Nos preguntábamos dónde queríamos ver crecer a nuestra hija y era y es acá”.
En tiempos que muchos se quieren ir, él sigue sosteniendo la idea de partir pero volver. “A mí me parece perfecto que la gente joven o a cualquier edad quiera vivir en otro lado como parte de una experiencia. Lo hice y es maravilloso. Pero desde mi lugar y sabiendo que soy un privilegiado que tengo la posibilidad de trabajara afuera o acá, elijo quedarme”.
Sabe que es un privilegiado, pero entiende al “que está viviendo otra situación o que se hinchó las pelotas de este país y está también en todo su derecho de partir”.
—Insisto: ¿por qué te quedás?
—Porque estamos vivos. Nos hemos ido acostumbrando a todas las cosas buenas que tenemos: ser solidarios, generosos, compañeros. Nos hemos acostumbrado a trabajar en equipo, a experimentar, a hacer vanguardia y también nos acostumbramos a que todo eso hay que hacerlo en condiciones muchas veces muy dificultosas. Por eso ante lo que se viene y van a ser tiempos difíciles hay que seguir apostando al grupo, al compartir, al acompañarnos y seguir comunicados. Eso no nos van a quitar nunca. Porque en otros lados no tenés gente de 80, de 70 de 25 pirulos subidos a un escenario por el gusto de experimentar, de intercambiar y eso es lo que da la vida y de lo que también nos alimentamos los que no nos morimos de hambre”.
Habla con la certeza del que cree lo que dice. Por eso cuando le llegue esa historia que lo conmueva como para saltar del otro lado y ponerse a dirigir no convocará a famosos ni ignotos sino a “los dispuestos a una experiencia colectiva de trabajo y de experimentación. Bueno, también lo voy a llamar a Javier Bardem pero no me va a dar pelota”.
Se levanta, pasó una hora de charla. ¿Será su manera de cortar la entrevista? Pero no. Busca una guitarra, toca, sigue respondiendo. Prometió tiempo no apurado, lo está cumpliendo.
—A veces me ha sucedido poner la cara para un video como un ciudadano normal y parecer que soy el que convoca. Eso no me gusta, no está bueno sentir que te utilizan más allá de lo que son tus opciones. Sé que podría ser un referente político y respeto a los que lo son pero mi pasión y vocación siempre fue la actuación.
Asegura que una de las cosas más hermosas que le pasaron al país estos últimos años es el feminismo y que acompañó a su hija a varias marchas y que sigue aprendiendo. Habla de su trabajo sin alardes. Cree que lo más extremo que hizo para un papel fue tirarse en paracaídas y teñirse el pelo de rubio para Caballos salvajes y vuelve a decir “buen título”.
Le comento la “Sbaragliamanía” que genera cuando se lo nombra o la vez que al cruzar la redacción de un diario, todas absolutamente todas las redactoras nos dimos vuelta a mirarlo. Lejos de hacerse el humilde reconoce que le gusta ser un sex symbol pero que lo que más le gusta es ser actor y lo demostró con hechos. “Al terminar Clave de Sol me ofrecieron un año de contrato y un montón pero un montón de plata por ser galán de una novela. Dije que no. No porque me parecía malo sino porque quería ir para otro lado. Nunca laburé de sex symbol, nunca pude serlo. Si me ofrecen una campaña o estoy en un estreno puedo estar guapo pero hasta ahí”.
—¿Qué pasa cuando te sentís tan mirado y deseado?
—Es lindo. Pero lo que más me gusta es el amor que me da la gente. No me agobia, hay una mirada de cariño, de afecto, que me emociona.
Y habrá que creerle. Porque indudablemente es un seductor pero no del que está en una actitud continua de cautivar. Es de esos privilegiados a los que les sale naturalmente estar bien y querer que el otro lo esté. Sabe que el “envase” con el que cuenta lo ayuda pero no lo es todo.
—Tuve suerte pero también me rompí el alma y me la sigo rompiendo para hacer un buen laburo, para estar a la altura de lo que se me ofrece.
Bonito, gran actor, uno de los argentinos más deseados, aunque el lector no lo crea, Sbaraglia tuvo su momento loser. Separado, intentó volver al ruedo de la seducción en una app de citas. “No me sirvió porque no creían que era yo, después me la cerraron por ‘supresión de identidad’”.
—¿Estás con alguien ahora?
—Uno siempre conoce gente -sonríe pícaro-. Estoy aprendiendo porque después de 20 años de casado hay que remarla aunque no me puedo quejar.
Le propongo un juego. Resulta que Dios anda con ganas de destruir el mundo. Pero se encuentra con Sbaraglia y le pide que le diga un texto -de todos los que interpretó- que sea tan conmovedor que le permita volver a creer en el humanidad ¿Cuál sería?
No duda un segundo. Al mismísimo Dios lo convencería con este fragmento de El territorio:
El león es fuerte porque los otros animales son débiles. El león no mata con las garras o los colmillos. El león mata con la mirada. El otro animal mira en mirarlo el león, mira el miedo. Y, en el miedo que mira que lo mira el león, tiene miedo. Cuentan que existe un animal que no mira lo que el león ve y no tiene miedo. Topo llaman a ese animal. Dicen que el topo se quedó ciego de mirar hacia dentro, en vez de hacia afuera como los demás hacían. Se obstina a mirar hacia adentro, se mira el corazón, sin preocuparse de grandes de pequeños, de fuertes o de débiles. Porque el corazón es el corazón no se mide como se miden las cosas y como se miden los animales. Por eso el topo no le tiene miedo al león, la persona que sabe mirarse para adentro es como el topo, no ve la fuerza del león. Solo ve la fuerza que hay en su propio, corazón. Entonces el león, mira, se acerca a esa persona y el león, cuando mira que lo miran siente miedo. Por eso, nunca te olvides que al león y al miedo se los mata sabiendo a donde mirar....
Y no es necesario que diga más, porque ya dijo todo y porque si Sbaraglia transmite lo que transmite y mira como mira no es solo porque sabe dónde mirar sino porque con su arte nos ayuda a mirar y sobre todo, a que no nos coman los leones.
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