En octubre de 1995, Duro de Matar 3 y Tonto y retonto reinaban en los cines. Entre esos tanques aparecía Los puentes de Madison. Uno de sus protagonistas, Clint Eastwood tenía todo para espantar más que para atrapar a los espectadores. Acostumbrados a disfrutarlo en papeles como Harry, el sucio, encarnando vaqueros que mataban por la espalda y hasta como un asesino redimido, resultaba extraño su rol de hombre sensible en un drama romántico.
Por el lado de la estrella femenina, nadie dudaba de la calidad de actriz de Meryl Streep, pero verla con un batoncito no ayudaba mucho a “romantizarla”, como se dice ahora. Para sumar al combo, el argumento de la película desconcertaba. Una historia de amor entre dos adultos que si bien no llegaban a ser “muy mayores” eran bastante mayores, además de un pequeño gran detalle: ella era casada o sea una historia de un amor... infiel.
Fue entonces que se produjo la llamada magia del cine. Porque entre Duro de matar y Tonto y retonto; Los puentes de Madison comenzó a sumar espectadores que descubrían una de las historias románticas más hermosas narradas en pantalla grande. Una película sin estridencias, pero sin facilismos, sin divismos pero con actuaciones memorables. Por eso, 27 años después de su estreno vale la pena contar esta historia.
Los puentes de Madison narra el romance de cuatro días entre una ama de casa de Iowa y un fotógrafo. El argumento vino del libro que escribió Robert James Waller. Como relató Infobae, esa novela fue un éxito fenomenal, y la adaptación cinematográfica se convirtió casi en una obligación. Steven Spielberg deseaba dirigirla y eligió al protagonista masculino: Clint Eastwood. El actor aceptó de inmediato y se sumó como coproductor.
Absorbido por La lista de Schindler, Spielberg buscó otro director. Sidney Pollack empezó a trabajar pero no lo quería a Eastwood sino a Robert Redford y se retiró del proyecto. El siguiente que ocupó la silla fue Bruce Beresford, que venía de ganar el Oscar con Conduciendo a Miss Daisy, pero por sus diferencias con Eastwood... a otra cosa mariposa.
Ante esta última baja, Eastwood sumó a su rol de protagonista, el de director. Aunque hasta ese momento su especialidad eran los western y policiales nunca dejó de estar atento a los cambios en la sociedad estadounidense. Sabía que esa historia que cuestionaba valores tradicionales como familia y matrimonio sería una bisagra en su carrera.
¿Qué narraba Los puentes de Madison para atrapar a un actor famoso por sus roles de pistolero? “La línea argumental es muy atrevida: un romance entre dos adultos. No hay ninguna enfermedad terminal ni de esas situaciones que se ven en las telenovelas. No hay ningún conflicto que solucionar. Se abordan sentimientos psicológicos normales. El amor, la culpa, las relaciones con la familia y la lealtad”, explicaba Eastwood en una entrevista para The New York Times.
Si quedaban dudas sobre por qué un tipo duro se pasaba al registro romántico enfatizaba: “Nunca me fabriqué una imagen. En honor a la verdad nunca fue mi intención usar armas de fuego o perseguir criminales por las calles de San Francisco. Esos fueron papeles de fantasía. Los hombres no deben avergonzarse por su sensibilidad. En esta época encontramos demasiados seres insensibles, por eso quizá sea necesario hacer lo contrario”. Y sí, leyendo estas declaraciones que fueron en el siglo pasado y antes de tiempos deconstruidos, además de aplaudirlo dan ganas de abrazarlo.
Con Eastwood como actor y director faltaba la coprotagonista. Waller quería a Isabella Rossellini. Entre los productores se nombraba a Jessica Lange, Cher, Susan Sarandon y Catherine Deneuve, pero Eastwood ya había decidido a quién quería. “Meryl fue la primera persona en la que pensé para que interpretara a Francesca. Tenía la edad justa para el personaje y estaba dotada de todas las herramientas y el oficio que me parecieron necesarios para este papel. Cuando dos personas van a estar en pantalla durante mucho tiempo, es necesario contar con alguien de su calibre”.
El estudio no estaba tan convencido. Meryl acababa de cumplir 45 años, los mismos que el personaje de la novela y aunque él tenía 65 años, diez más que el personaje del libro, los productores argumentaban “Es demasiado mayor para él”. Pronto tuvieron que ceder. Clint simplemente les informó que si no estaba ella, se retiraba.
Para el actor, el libro de Waller tenía “un estilo bastante florido con partes buenas y malas”. Como no quería convertir la película en una historia melosa decidió podarla de excesos sentimentales para darle mayor profundidad y credibilidad. Convocó al guionista Richard LaGravenese que venía de trabajar en Pescador de ilusiones, “Después yo lo terminé de pulir” contó.
Con los protagonistas decididos, el director confirmado y el guion escrito había que buscar la locación. Los puentes no eran de ficción sino los que se encontraban en el condado de Madison en Iowa, y fueron levantados a finales del siglo XIX alrededor de Winterset, un pequeño poblado de cinco mil habitantes. De las diecinueve construcciones originales, solo quedaban seis, suficientes para filmar la película.
Elegido el lugar quedaba encontrar la casa de Francesca. La primera opción fue la vivienda de un anciano tan simpático como conservador. Cuando supo que la película contaba la historia de amor de una mujer casada no dijo “vade retro Satanás” pero sí “busquen otra”. Tras un intensa búsqueda, los directores artísticos Charles William Breen y William Arnold dieron con una granja abandonada hacia treinta años. Consiguieron el permiso para filmar siempre y cuando la restauraran.
Meryl jamás había trabajado con Clint ni como director ni como compañero. Compenetrada con su papel aceptó aumentar de peso para dar con la imagen que le pedían. Lejos de exigir ser un ama de casa tan glamorosa como poco creíble lució un simple batón, su maquillaje era tan tenue que parecería “a cara lavada” y tampoco protestó cuando Clint le indicó que en varias escenas aparecería secándose la transpiración, no luego de una ardiente escena de sexo sino porque simplemente hacía calor en esa granja sin ventilador.
La filmación comenzó en junio de 1994. Se sabe que tanto como actor y director, Eastwood jamás fue condescendiente ni se preocupó por obtener el premio al “más simpático”. Mientras filmaba Por un puñado de dólares, todos los actores peleaban por conseguir más líneas de diálogo, él le pidió a Sergio Leone, el director, que reemplazara sus tres páginas de texto por una oración: “Conocí alguien como tu alguna vez”. Desde ese entonces se ganó la fama de “intimidante”, que mantuvo con pequeñas decisiones. No permitía que lo maquillaran “porque no quiero tener aspecto coloreado” y si le preguntaban si actores o directores se enojaban con él, respondía lacónico: “Conmigo nadie insiste nunca sobre nada”.
Lo que no es una leyenda sino una certeza es que filma bien, rápido y barato. Siempre termina antes y gasta menos de lo convenido. Graba tres tomas, cinco como máximo. Compare el lector con Stanley Kubrick, en Ojos bien cerrados obligó a Tom Cruise a repetir una escena donde atravesaba una puerta ¡95 veces! Para filmar, Eastwood tiene un principio básico: “Cuanto más tiempo tenés para pensar las cosas, más posibilidades tenés de arruinarlas”.
Ante la fama de Eastwood, Meryl nunca se sintió intimidada y describió la experiencia en el rodaje como “una de las mejores cosas que hice en mi vida”. Como los actores no se conocían para lograr esa pasión que trasciende la pantalla, el director decidió rodar en orden cronológico. No solo Francesca iba descubriendo a Robert Kincaid, el fotógrafo de National Geographic, también Meryl descubría a Clint. “Nunca he visto a una pareja quererse tanto, destilaban una energía especial en el plató”, contaría la productora Kathleen Kennedy.
El rodaje duró 36 días de los 52 que se habían calculado. Al terminar, Meryl se llevó una enseñanza: mandar no es lo mismo que gritar. Ejercer la autoridad no es lo mismo que ser autoritario. Cuando se convirtió en Miranda Priestly, en El diablo viste a la moda, supo en quién inspirarse. “El tono de voz lo tomé de Clint. Jamás eleva la voz y aún así todo el mundo se para para escucharlo y se convierte automáticamente en la persona más poderosa de la habitación”.
Terminada la grabación, Clint se encargó de la edición final. Le llevó el original a Spielberg, cuando lo llamó para pedirle una opinión su respuesta le demostró que Los puentes no sería una película más. “Me contestó que al terminar de verla tuvo la urgente necesidad de correr a su casa y abrazar a su esposa. Le dije que su respuesta me encantaba. Tenía la esperanza de que mi filme hiciera reflexionar a la gente sobre si su socio o socia pueden considerarse como algo seguro y propio”.
Con la película estrenada, la redacción del National Geographic se hartó de atender llamados para explicar que Robert no existía ni andaba enamorando amas de casa ni despertando sensualidades dormidas. El pueblito donde se filmó la película se convirtió en un lugar donde hasta hoy peregrinan románticos. Algunas frases de la película ya son inmortales como “No quiero necesitarte porque no puedo tenerte”, “No puedo fingir que no siento lo que siento solo porque mañana se acabe” o “Los viejos sueños eran buenos sueños, no se cumplieron pero me alegro haberlos tenido”.
Para ir terminando esta crónica, vaya un dato curioso. En 1975 en la Argentina se estrenó la película Los días que me diste. En ella un pintón carnicero encarnado por Arturo Puig vive una apasionada relación con Amalia, una ama de casa en la piel de Inda Ledesma. Como en Los puentes, la protagonista es una mujer aburrida y de mediana edad que se anima a una relación infiel. Como en Los puentes se entrega a la pasión pero a diferencia de Los puentes, donde el romance dura cuatro días, el de Amalia dura un año y termina cuando descubre que su amante no solo tiene otra relación sino y mucho peor: la empieza a tratar con la misma indiferencia que la trata su marido. Quizás esta versión se parezca más a lo que es la vida real.
En las ruedas de prensa, Eastwood aseguraba que no sabía si la película lograría cambiar conductas, pero en todo caso estaba bueno exponerlas. Y realmente lo logró. Porque la película no solo es una historia de amor, pasión y romance, también nos interpela sobre la ternura, la libertad y la responsabilidad. Es la historia de un hombre curtido que llora desolado bajo la lluvia el dolor del amor perdido para siempre. Y es la historia de una mujer que se debate entre el amor arrasador y la lealtad a su familia. Es la historia de una mujer que no está al lado de una pareja tóxica sino de un “buen padre, atento, tierno…”; alguien que no es feliz pero tampoco infeliz, pero se encuentra con otro ser que ni “la salva”, ni “la despierta” sino que le muestra otra vida. No es la historia de un amor cobarde de los “que no llegan a amores, ni a historias, se quedan allí” sino la historia de una pasión de esas que precisamos para ser feliz, que queremos vivir alguna vez pero, sin embargo y aunque nos arrasen y duelan, tampoco precisamos para seguir viviendo.
¿Qué hubiera pasado si Francesca se bajaba de la camioneta? ¿Habría sido feliz? ¿Y Robert? ¿Aceptaría dejar de recorrer el mundo para tener un hogar estable? Vaya a saber. Lo que sí sabemos -como lo muestra la película- es que la vida no es lineal. Quizá Francesca y Robert sabían que para ellos -como para todos- siempre hay algo de tristeza en los momentos más felices y algo de alegría en los días más tristes. Y entonces, aunque llueva y te mojes, aunque no sepas si perdiste un gran amor o simplemente hiciste lo correcto, entonces solo entonces lo que queda es seguir viviendo, no como queremos pero al menos sí como podemos. Porque parafraseando a Robert, los grandes amores a veces son como los grandes sueños, no siguieron pero qué lindo haberlos tenido...
SEGUIR LEYENDO