Charles Ingalls, el protagonista de La familia Ingalls, era la encarnación de lo perfecto. Gran padre, leal con sus amigos, fiel con su esposa, abnegado, trabajador, creyente pero no fanático, con un torso trabajado, capaz de hacer el amor en una cama enclenque sin que cruja la madera ni los hijos se despierten y de enfrentar las peores adversidades y los problemas más grandes sin perder la sonrisa cautivadora. En tiempos de los sueños en rosa y los inicios de la tele a color, Charles parecía ser el hombre ideal Los que hayan visto la serie saben de qué hablamos. Lo que pocos sabíamos es que detrás de ese personaje se encontraba Michael Landon, un hombre real que se empeñaba en ser más alto de lo que parecía y, sobre todo, quería dejar atrás una niñez marcada por la tristeza y los abusos.
Eugene Maurice Orowitz, verdadero nombre de Landon, nació el 31 de octubre de 1936, en Nueva York. Sus padres eran lo que se llamaba una pareja mixta: Peggy O’Neill era irlandesa y católica; Eli Orowitz, un publicitario judío. Varias veces a lo largo de su vida Michael estuvo a punto de perder esa porción de felicidad que todos los humanos creemos merecer. Como tantos chicos, tenía enuresis: si la noche era mala, el despertar era el peor. Su madre colgaba las sábanas gritando para que todos sus vecinos supieran de ese “bebé que debería usar pañales”.
Las peleas eran cotidianas, Eli se refugiaba en su trabajo pero el niño debía quedarse con su madre. Peggy padecía de un gran desequilibrio emocional, pero en ese tiempo pedir ayuda a profesionales no era frecuente. Jamás se acordaba del cumpleaños de su hijo ni de asistir a los actos escolares. Odiaba su vida y varias veces intentó suicidarse. No lo logró. “Crecí antes de darme cuenta de que otras madres no metían la cabeza en el horno”, diría Landon.
Ser adolescente nunca es fácil, pero ser un adolescente en la década del 50 era todavía más complejo. Los compañeros de Eugene solían saludarlo con un “bastardo judío”. Con las chicas no le iba mejor. Algunas lo rechazaban por su padre judío y otras, por su madre católica.
Parecía que su dosis de felicidad no le llegaría jamás. Hasta que empezó a transitar esa autopista al éxito que, a veces, puede construirse al ser bueno en los deportes. Eugene era uno más en la secundaria cuando rompió el récord de lanzamiento de jabalina. No le alcanzó para lograr la cima de la popularidad que lograría un futuro capitán de la NFL, pero sí para obtener una beca para la Universidad de Southern California.
Armó las valijas, se despidió de sus padres y se marchó sin pena, buscando gloria. La beca le garantizaba los estudios, y sus habilidades atléticas, el reconocimiento, pero una mala caída en un lanzamiento hizo que se lastimara el brazo. Dolor, angustia y un diagnóstico: rotura de ligamentos. No había riesgo de vida, claro, pero sí un acta de defunción para su carrera deportiva. Se rebeló. Recordó que a los 16 años, mientras participaba de una carrera de motos, un accidente desfiguró su cara pero los cirujanos lograron reconstruir sus facciones. Esta vez no era posible. Su futuro como deportista estaba acabado y, con él, su beca de estudios.
Viviendo en Los Ángeles, Eugene consiguió algunos pequeños bolos en películas. Descubrió que le gustaba actuar mucho más que sus trabajos en una estación de servicio y en un almacén. Como actor, su nombre no lo convencía. Le vino a la memoria esa vez que su madre abrió la Biblia y posó su dedo en cualquier versículo para saber qué le decía Dios y decidió imitarla. No recurrió a Dios y su Palabra, buscó una guía telefónica, la abrió sin ninguna regla y apoyó su dedo en un nombre: Michael Landon. Lo pronunció, le gustó, se lo quedó. Ya no sería nunca más Eugene Maurice Orowitz.
Ya como Michael, sobrevivió aceptando roles pequeños en avisos publicitarios y papeles secundarios en películas de poca monta. Hasta que en 1959 le llegó la dosis de felicidad que esperaba. El productor David Dortort buscaba los protagonistas para un western que contaría las aventuras de un padre viudo y sus tres hijos. La serie se llamaría Bonanza, y sería la primera grabada a color.
A Michael le ofrecieron el papel de Joe Cartwright, el menor de la familia. Si como a Eugene las chicas lo rechazaban, como Joe lo amaron. Su personaje era el más rebelde, un muchacho que disfrutaba jugando a las damas y al póquer, amaba leer novelas de detectives, y su caballo, Cooch, era un pinto blanco y negro tan noble como su jinete. Además, era el más romántico de los tres hermanos. Solía vestir una camisa, un chaleco y unos pantalones ajustados color bronce. Lo que pocos sabían es que además Landon se encargaba de agregar plantillas en sus botas para parecer un poco más alto.
Si delante de cámara se destacaba por su magnetismo, detrás de cámara destacaba por su curiosidad y deseos de aprender. Comenzó a observar el trabajo de los guionistas y ayudó a escribir los textos. Con la dirección de cámaras empezó preguntando y terminó dirigiendo varios episodios. Lo hizo bien.
En pleno éxito de la serie, la vida le volvió a recordar la finitud. Dan Blocker, que en la ficción interpretaba a uno de sus hermanos y en la vida era su gran amigo, murió luego de una cirugía. Michael decidió convertir su dolor en trabajo. Escribió, actuó y dirigió Forever, un episodio doble de la serie que sirvió para recordar a Dan y terminó batiendo récords de audiencia.
Cuando luego de 14 años Bonanza llegó a su fin, Landon decidió que ya no esperaría la dosis de felicidad; él se encargaría de fabricarla. Así fue como en 1974 llegó La familia Ingalls, una serie basada en las siete novelas escritas por Laura Ingalls en el siglo XIX, que él mismo produjo, escribió, dirigió y actuó. Gracias a ella, Michael conquistó al mundo con su personaje de Charles Ingalls: el hombre que quedó grabado en el inconsciente colectivo como el norteamericano bueno y noble con quien todos querrían estar y, sobre todo, las románticas se querían casar. La serie se extendió hasta 1983.
Si lo acusaban de sensiblero, se defendía: “Quiero que la gente ría y llore, no solo que se sienten y miren televisión. Tal vez estoy pasado de moda, pero creo que los espectadores están hambrientos de programas en los que la gente diga algo significativo”.
Si como Charles Ingalls era el hombre perfecto, como Eugene seguía siendo un hombre con los problemas y las alegrías de todos. Con un ego mayor a su estatura, continuaba usando botas con taco y plataformas para parecer más alto que su no tan bajo 1,75. Seguro de su buen físico, exigía y agregaba escenas donde aparecía con su torso desnudo. Ser ideal de padre de familia es lindo, ser objeto de deseo también. Canoso desde muy joven, se oscurecía el pelo con tinturas. Pero al estar expuesto al sol mucho tiempo mientras grababan, el color se iba. Por eso utilizaban una iluminación especial para que no se notara. Aunque, vanidoso, se preocupaba por crear un buen clima entre los compañeros de trabajo.
“Para todos los cumpleaños de los niños, él traía una torta y hacía una pequeña fiesta. Pero cuando llegaba la hora de trabajar, había que concentrarse. Aunque no tenía miedo de salir del personaje para sacarnos una sonrisa”, contó Rachel Greenbush, conocida por su papel de Carrie Ingalls.
Niñas al fin, Rachel y Melissa Gilbert solían ir a atrapar sapos al arroyo. Al volver, lejos de retarlas, Michael se los pedía y los escondía. En algún momento, con su mejor cara de Charles, se los acercaba a técnicos o actores que gritaban del susto y la sorpresa.
Su vida amorosa tuvo menos estabilidad que sus series. Su primer matrimonio fue con Dodie Levy Fraser, una mujer ocho años mayor con quien adoptó tres hijos: Mark, Josh y Jason. La unión no funcionó. En pleno éxito de Bonanza se casó con Marjorie Lynn Noe, con quien tuvo cuatro hijos: Leslie, Michael, Shawna y Christopher. Y empezó a disfrutar de un muy buen pasar económico. Pero por entonces debió pelear también con sus adicciones -algunos mencionan el alcohol, y otros, los tranquilizantes-, lo que no le resultó una tarea fácil.
Después de ocho años, incontables tragedias, decenas de resurrecciones y momentos felices, La familia Ingalls llegó a su fin. Para el cierre influyó que Landon se enamoró de Cindy Clericó, una maquilladora 20 años más joven que él y por la que eventualmente dejó a su mujer. Aunque se casaron en 1983 y tuvieron dos hijos, el romance fue un escandalete. Melissa Gilbert, con la que tenía una relación fraternal, se enfureció tanto que dejó de hablarle. Los programas de espectáculos también hacían bromas sobre qué diría Charles Ingalls sobre lo que hacía Michael Landon. El divorcio de Lynn le costó 26 millones de dólares y su mansión de 35 habitaciones en Beverly Hills.
Ya sea por escándalo o por hartazgo, Landon decidió dar por terminada la serie. Lo hizo con todo. En el último capítulo no ardió Troya pero sí todo el pueblo ficticio. Decidió encarar un nuevo proyecto pero siempre en el mismo estilo. Nada turbio ni tortuoso. Así surgió Camino al cielo, donde encarnaba a un ángel que trataba de salvar a las personas. Landon volvía a trabajar con Víctor French. En los Ingalls era Isaiah, su mejor amigo; en la vida real, también.
Al final de la quinta temporada de Camino al cielo y con el éxito acompañándolo, French le dijo a Michael que precisaban hablar. No le pidió aumento de sueldo ni le dijo que renunciaba. Le anunció que había sigo diagnosticado con cáncer de pulmón. Murió el 15 de junio de 1989. El 4 de agosto se emitió el último capítulo de la serie. Con la muerte de French, Michael tomó dos decisiones: concluir la serie y dejar de fumar sus cuatro atados de cigarrillos diarios.
Para el guion de Camino al cielo, Landon se inspiró en Charly Pontrelli –hija de su esposa– que sufrió un accidente. Durante dos años luchó para recuperarse, lo logró, pero para calmar el dolor le dieron tantos barbitúricos que tuvo que sumar otros dos más para superar su adicción.
Mientras no grababa Michael se dedicaba a pescar, nadar, cocinar, jugar al bridge, al golf, al tenis o practicar karate. Además le quedaba tiempo para organizar bromas con sus nueve hijos de tres mujeres diferentes. Su sensibilidad le sirvió para intuir que uno de sus hijos, Christopher, era gay. “Cindy me explicó que ambos intuían mi orientación sexual, pero mi padre decidió a que yo llegara a esa conclusión por mí mismo. Papá era absolutamente liberal en su vida”, contaría Christopher.
El 5 de abril de 1991, Landon y Bill Bixby, el protagonista de El Increíble Hulk –otra serie éxito de los 70–, se encontraron de casualidad en el hospital. Conversaron de series y de televisión. Ese mismo día ambos recibieron el mismo diagnóstico: cáncer. Bixby, de próstata; Landon, de páncreas.
El de Michael no podía ser peor: tenía metástasis en el hígado y en los ganglios linfáticos. “Abusé de mi cuerpo a lo largo de los años. No quiero que la gente piense que todo el mundo es un candidato probable para este tipo de cáncer. Creo que lo tengo porque la mayor parte de mi vida bebí demasiado. También fumé demasiados cigarrillos y comí muchas cosas malas. Y si haces eso, incluso si crees que eres demasiado fuerte para conseguir algo, de alguna manera lo vas a pagar”.
El 21 de mayo de 1991 Landon fue operado de un coágulo de sangre que casi le costó la pierna izquierda. “Dos cosas me pueden ocurrir: que gane o que pierda. Y estoy preparado para las dos cosas”, le confesó a la revista Life. “Si voy a morir, la muerte tendrá que luchar mucho para atraparme”. Comenzó un tratamiento de quimioterapia experimental pero el 1 de julio de 1991 murió.
“Nadie es perfecto en esta vida. Ni Charles Ingalls, ni Michael Landon”, solía repetir. ¿Por qué entonces muchas románticas buscábamos a Charles? No me lo pregunten porque lo ignoro. Ya sea que lo amáramos o lo odiáramos, hay que reconocerle su fidelidad absoluta, no a su esposa sino a esa ilusión que nos inventó.
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