La historia conmueve desde todos los ángulos posibles: un niño de ocho años, sin familia, pobre, viviendo solo en un viejo barril, anhelando los juguetes de los niños vecinos, recibiendo golpes cada vez que comete un error, eligiendo un sandwich de jamón cuando se le presenta la oportunidad de pedir un deseo. Todo alrededor de El Chavo del 8 moviliza hasta al más duro.
Celebraciones sin seres queridos, cumpleaños sin fiestas y el estigma siempre latente, porque es ley universal, si pasa algo malo las primeras miradas van hacia el desamparado. Como aquella tarde en la que desaparecieron un par de cosas en la vecindad -la plancha de Doña Clotilde, la escopeta de Don Ramón y ropa interior de Doña Florinda- y en lugar de abrir una investigación y analizar posibles hipótesis, sus vecinos lo acusaron de ratero dando pie a la escena más desgarradora e injusta de toda la serie: el pequeño junta sus pocas pertenencias sobre un cuadrado de tela, lo anuda a un palo para convertirlo en un precario bolso, y se marcha sin mirar atrás. “Ratero ratero, ratero”, le grita y señala su gente, su única familia, esa comunidad que lo albergó y que a los tumbos y con carencias, supo darle amor. Hasta que aparece el verdadero delincuente -un nuevo vecino, el Señor Hurtado-, y todo se esclarece porque se sabe, el Chavito puede ser muchas cosas, pero ladrón nunca.
Sin resentimientos y con un gran corazón, nuestro protagonista de 1.62 metros, jamás pierde la inocencia. Pese a todo. Aunque sobre sus espaldas cargue una mochila pesada y dolorosa. Como describió su creador, Roberto Gómez Bolaños, en el libro El diario del Chavo del Ocho -texto póstumo del actor que murió el 28 de noviembre de 2014 a los 85 años- su historia familiar es digna de un culebrón mexicano. En el spin off de su vida, el Chavo podría contar que nunca conoció a su padre y que solo mantiene un puñados de recuerdos de su madre, una mujer que hizo lo que pudo. Que lo dejaba en una guardería porque maternaba sola y trabajaba muchas horas para cubrir los gastos familiares. Que cada noche al terminar su jornada iba a recogerlo, aunque debido al cansancio a veces no se daba cuenta qué niño le entregaban y se llevaba a otro, dejándolo solo en la institución. Hasta que una noche no pasó a buscarlo, y pasó otra noche, y días completos, y ya nunca más se supo de ella, y el Chavo finalmente terminó alojado en un orfanato.
Rodolfo Pietro Filiberto Raffaelo Guglielmi, tal era su nombre real, jamás recibió una visita mientras estuvo en el hogar. Tampoco apareció una familia con intenciones de adoptarlo. Por el contrario, padeció el maltrato de la señora Martina, una celadora que no quería a los chicos. Cansado de llorar y de ver a sus compañeros tristes, entendió a muy corta edad que debía valerse por sus propios medios, entonces tomó coraje para enfrentar a su cuidadora y habló en representación del grupo, le dijo que se iría de ahí si no dejaba de maltratarlos. La amenaza salió mal, porque sin un dejo de humanidad, la mujer le abrió la puerta y le respondió que si no le gustaba, podía marcharse. Y el Chavo se fue.
Caminó solo y perdido durante días, hasta que una fuerte tormenta lo obligó a buscar refugio y así llegó a la vecindad. Ese momento exacto se refleja en un episodio en el que Don Ramón y la Chilindrina le muestran un álbum de fotos viejas. Al pasar las páginas, encuentran una imagen de ambos niños, por lo que el padre decide retroceder en el tiempo y contar cómo comenzó esa amistad y cuál fue el momento exacto en el que el Chavo ingresó a la vecindad.
De acuerdo con su relato, se comienzan a ver imágenes en retrospectiva, con los personajes más pequeños. Padre e hija se encontraban en el patio para tomar algunas fotos. Cuando Don Ramón colocó la cámara y le indicó a la Chilindrina dónde pararse para salir de la mejor manera, detrás de ella aparece un pequeño que carga un palo con una tela amarrada para sostener sus pertenencias. Con una gorra con orejeras a cuadros, un pantalón beige enorme sostenido por un tirante naranja, una remera rayada y descalzo, se coloca delante del personaje interpretado por María Antonieta de las Nieves, quien lo mira sorprendida.
“¿Niño, te tenías que atravesar justo en el momento que le estoy tomando una fotografía a mi hija?”, comienza a gritar el personaje de Ramón Valdés para sacarlo de foco. El Chavo no dice ni una sola palabra y sólo mira fijamente al hombre. Ya sacado, vuelve a gritar: “Niño, ¿qué tienes?”, a lo que su respuesta lo deja atónito: “hambre”.
Con mucha dificultad para tragar saliva, en una clara muestra de emoción, Don Ramón le ofrece entonces una torta de jamón. Al escuchar estas palabras, el niño comienza a saltar de emoción, pero la alegría dura poco: “¿y yo de dónde voy a sacar una torta de jamón?”, le dice su interlocutor, casi tan pobre como él.
La foto que disparó el recuerdo se transforma en blanco y negro, y otra vez al presente del episodio. “¿Te acuerdas que ese día te regalé un par de zapatos de mi papá?, le pregunta la Chilindrina, y el Chavo los vuelve a emocionar: “¿cómo no me voy a acordar, si todavía los traigo?”.
Desde ese día, El Chavo vive en aquel lugar. Recién llegado vivió en el departamento número 8, donde lo adoptó una señora mayor porque aseguraba que le recordaba a su nieto. Tiempo después, la mujer falleció, llegó un nuevo inquilino a la vecindad del Señor Barriga y el niño tuvo que mudarse a viejo barril ubicado en el patio de entrada al complejo.
A pesar de que por años se creyó que vivía en el barril, tiempo después se supo que sus vecinos, al ver que había quedado nuevamente huérfano, lo invitaban a dormir a sus casas, por lo que pasaba una noche en cada hospedaje y solo se metía en el barril cuando quería llorar o pasar un rato a solas.
En un episodio en la escuela, con el Profesor Jirafales al frente de la clase, El Chavo relata una lección junto a sus compañeros: “Los animales que comen carne se llaman carnívoros; los animales que comen frutas se llaman frutívoros; los animales que comen de todo se llaman ricos”. Para él no existía mejor banquete que un sándwich de jamón ni mayor lujo, que un abrazo de mamá.
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