Entonces se paró frente a lo prejuicios y les dio la bienvenida. Ese abrazo fue una tregua en la batalla que dice haber librado contra las miradas ajenas y, tal vez, mucho más contra las suyas. No sabría poner fecha de inicio a ese trayecto al que define “aprendizaje” pero sí palabras a la sensación. “Siempre tuve una forma de ser por la que, de algún modo, fui pegándome a las energías de otras personas. A los caminos o a los tránsitos de los demás. Pero aprendí a hacerme cargo de mí. De lo mío. De lo que quiero. De quién soy y de lo que no soy”, revela Guillermina Valdés (44). Preámbulo perfecto de esta charla en la que hilvanará esos episodios de su historia que le valieron “tantos nacimientos”, como define. Bienvenidos a una vuelta por su atmósfera personal que descubre textos de filosofía oriental, sensatez, “momentismo” bien aprehendido, retratos de sus hijos y pilas de todas aquellas preguntas que la forjaron mujer de certezas: “Hoy sé que estoy sobre mis pies, pisando mi suelo”.
A la distancia dice ver su niñez “como una película” y aplaudir el final pensando: “¡Wow, qué bueno todo!”. Pero, ¿ha sido un tránsito feliz? “No tanto”, admite valiente. E inicia por donde se debe, su llegada al mundo “en un contexto de, quizás, no tanta bienvenida”, como describe. “Mis padres eran adolescentes. Mamá quedó embarazada a los 15 años y papá tenía 17. Estaban en tercero y quinto año de la secundaria. La noticia del embarazo resultó un caos y hubo dudas. Fueron tiempos duros para ellos, pero también de grandes lecciones”, cuenta. Meses después, Sandra y Alejandro dejaron Necochea para radicarse en Tandil, donde él inició sus estudios de Veterinaria y ella terminó la secundaria. “Así crecí, como hija de estudiantes en fiestas universitarias y aprendiendo juntos”, dice. Guillermina asegura haber vivido “cosas increíbles” pero también, situaciones que evidenciaban ciertas diferencias. “Nunca me sentí como una hija, sino como su compañera. Siempre tuve el rol de cuidar a mis padres. De repente, cuando iba a la casa de mis amigos veía otro marco de contención”, advierte. “Julio Chávez (su maestro de teatro) decía que los chicos piden lo que saben que pueden conseguir o eso que conocen. Y es una gran verdad. Yo sentía esa necesidad, pero no la pedía”.
Mientras tanto, y a la par, se surfeaban otras carencias: “Éramos tres intentando mantenernos con la economía de un estudiante”, recuerda. “A mis abuelos les iba súper bien, pero sostenían eso de: ´Ustedes trajeron a una niñita a esta edad, ya sabrán como arreglarse´. Ellos fueron muy presentes y me atendían como a una hija. ¡Una de mis abuelas tenía 40 años! Yo era única nieta y única sobrina. Entonces, entre ellos me sentía más nena, más mimada y lógicamente más consentida en mis gustos. Así que visitar Necochea, cada fin de semana, era como entrar en Disney”. Reivindica a sus padres. “Mi vieja es una guerrera y mi papá fue un gran luchador. Hoy, muy lejos de los tiempos de ´esto no fue, no pasó, me diste, no me diste...´, que uno revive luego siendo madre, reviso mi historia valorándola mucho más. Ellos hicieron lo que pudieron y estuvo muy bien”, asegura. “Ese sentido de la responsabilidad con el que crecí, tan distante del de los otros chicos de mi edad, me hizo madurar de golpe. Me fortaleció. Como fuese, y tal vez sin saberlo, mis viejos ya me habían dado alas para siempre”.
“Adolecer es sufrir y yo no me comía el mundo”, cuenta Valdés. Sus pares la apodaban “araña de sótano”, porque “era puro traste”, explica. “Me veía las manos grandes, las piernas flaquitas y la piel demasiado blanca. Me acuerdo que, con mis amigas, nos tirábamos a tomar sol y cinco minutos después yo ya estaba roja. Y era terrible. Pero es así, en esa época se establecían modelos. Fijate... Hoy adoro mi piel, tanto que desarrollé una línea cosmética para su cuidado”, dice con tono de paradoja. “Amigarse con tu propia existencia, física e interna, muchas veces tiene que ver con la madurez y el autoconocimiento. Y tuve que trabajar mucho para contártelo desde este lugar”, señala. Había llegado a esa instancia de la vida creyendo que sus sueños no se concretarían jamás. “Tal vez porque no tenía esa cosa de ´tus sueños tienen valor´. Yo soñaba, pero para otros. Nunca fui de esas chiquitas que le piden a su mamá que las lleven a danzas con el fin de ser tal o cual cosa. Eso era para otros, no para mí”, cuenta. A los 18, siguiendo “los pasos y las ilusiones” de su padre, se instaló en Tandil para estudiar Ciencias Veterinarias. Pero el amor por los animales no bastó, “operarlos o curarlos eran otras cuestiones” –suelta con gracia– y el trip quedó solo en un “buen intento”. Regresó a Necochea por intimación de papá: “Entonces vas a ayudarme a bañar perros. Ese será tu trabajo hasta que sepas qué estudiar”, exigió enojado. “Y me hizo un gran favor. Con el tiempo le agradecí no haber tenido opciones”, revela.
“Me presenté a un concurso de modelos y, sin convicción alguna de querer romperla, conseguí un lugar. Y fue solo un ´¡Huy, quedé, qué bueno...!’”, cita con ademanes de poco interés. Las mismas piernas que hasta entonces la acomplejaban la llevaron hasta su primera pasarela. Aunque en ese entonces aún no lograba sacudir otros complejos. “Todavía recuerdo la reacción de Pancho (Dotto, 70) sentado en primera fila. Cuando pasé, se agarró la cabeza. Claro, yo había naturalizado tanto la postura encorvada para disimular mi altura, que caminé como pisando huevos”, dice con gracia. “Nunca quise ser modelo, pero sí fui rápida para entender que esa era un trabajo que podría abrir muchas más puertas. Entonces lo transité en ese mood, y con total gratitud hasta ahora, cuando creo estar disfrutándolo mucho más. A los 45, hay quienes me dicen: ´Ya estás grande para esto´. ¡Pero me gusta! Finalmente los mercados nos lo permiten: ya no existen cuerpos, ni edades, ni pieles, ni pelos que nos limiten. Todo está bien y se celebra”, asegura. “Desde muy chica sentí algo como de lo público. Y hoy pienso: ´Nunca terminé de jugármela a fondo ni por la actriz, ni por la modelo, ni por nada’”, señala. Sabe que no se trata de inconstancia o de liviandad, sino “de mi esencia curiosa, del permiso que siempre me di para explorar. Agradezco cada espacio que transito pero no me condicionan. Jamás dejé de hacer. Yo fui haciendo y haciendo... Con más o menos convicción. Con más o menos seguridad. Pero siempre hice”, concluye.
Alguna vez me dijo que durante los 20 había sido “menos feliz”. Con ojos de hoy, la reflexión tiene otro giro. “Es que en aquel entonces eso era felicidad para mí”, señala. “Sí podría decir: ´Huy... estaba medio apagadita´. Bueno, ¡medio-bastante!”, se corrige. Una sensación coincidente con su primera gran relación de pareja (Sebastián Ortega, 1998-2011), con su regreso de New York, que significó la renuncia a una naciente carrera con proyección internacional, con su desaparición mediática y, quizás, con el imaginario social de ´Guille en cautivero´. Hoy se hace cargo de su decisión. “Esa era yo, siendo lo que podía ser en ese momento”, señala. “Creo que todos somos como espejo de las personas con las que estamos. Y Sebas era, en ese entonces, quien yo elegía. Él era eso y yo, lo que era. Y estábamos muy bien, vinieron nuestros hijos y tuvimos una re linda relación”, dice. “Sí, elegí estar en un lugar en el que ´el otro hiciera´ mientras yo estaba con mis pollitos”. Admite priorizar siempre la armonía de su casa, porque según sostiene: “De eso depende la estabilidad en todo aspecto”. Y la mirada de sus hijos es “determinante”. Tanto que, por esos tiempos, cuenta: “Medí mi libertad por sus edades”. Y subraya: “Fue mi opción. No está bueno decir ´No podía´, o ´No me dejaba´. Claro que tampoco me empujaban diciendo: ´Dale, flaca, hacé que está buenísimo´. No. Quizás no era un formato que él tenía para conmigo. Pero todo fue mi tránsito elegido. A ver, tengo demasiada personalidad para que me digan lo que debo hacer”, suelta entre risas. “Pero la verdad es que ahí estaba muy metidita para adentro. Se ve que necesitaba pasar por eso para ser quien soy”.
Tiempos de mirarse. De escucharse. De abrazarse. No fue casual que tras el nacimiento de Paloma, su segunda hija, decidiera estudiar Psicología (2002-2004, completó el segundo año). Ni que la llegada de Helena marcara el inicio de sus clases de teatro (2006-2009, con Chavéz, Bob McAndrew y Joy Morris), “en las que analizando textos, todas las escenas tenían que ver conmigo”, dice. “Cada lunes manejaba 50 kilómetros de regreso a casa llena de procesos, de interrogantes y de ideas. De a poco, la Psicología y el teatro me ayudaron a recuperar un espacio que era muy propio”. Y el matrimonio no quedó fuera del alcance de su sonar a tales profundidades. No escapó al gran ejercicio. Guillermina se separó poniendo fin a una hilera de “cosas que hacen ruido, crisis, revisiones, vueltas e intentos”. Como explica, “yo soy muy luchadora del hacer, del estar y del acompañar. Fui por acá, fui por allá... Y llegó un momento en que el dije: `Ay, qué lastima... Pero no´. Lo transité internamente, un poco en silencio y un poco poniéndole palabras. Iba y venía como algo que se habla y se transforma o no se transforma, y bueno...”, suelta con aires de resignación. “Yo me separé muy tranquila de haber hecho todo, de haber apostado. No se pudo. Nos divorciamos. Cada uno hizo su vida y para mí estuvo muy bien. Yo estoy muy contenta de cómo viví mis separaciones, mis inicios, mis miedos, mis decisiones”. Claro que aquel final fue un episodio más de crecimiento. “Estaba terminando de conocerme, de saber qué prefería, hacia dónde iba. Cómo quería levantarme a la mañana. Cómo quería agarrar el mate y hasta cómo manejar mi auto”, cuenta. Tal vez, el último hito en una década con dos puntos de inflexión previos que agudizaron sus “grados de conciencia” en la percepción de la vida. La muerte de su padre fue uno de ellos.
Alejandro Valdés falleció en 2004 vencido por un cáncer de colon, “a sus 46 años, casi la edad que tengo hoy. Un duelo que pude superar recién el año pasado”, señala. “En momentos en que él estuvo tan mal, porque su enfermedad nunca fue reversible ni si su pronóstico alentador, dije: ´¡Qué lástima, mi viejo! Un tipo tan valioso... ¡Fumaba 40 cigarrillos por día!”, cuenta. “Teníamos los pies muy parecidos. Y cuando vi los suyos muertos, fue como ver los míos. Tuve una reacción inmediata y entonces tomé la decisión de cuidarme. Pensé: ´Este cuerpito es mi vehículo para hacer lo que sienta por el resto de mi vida y no quiero perder esa libertad´. Fue un aprendizaje más y así se generó en mí otra conciencia respecto del quererse”, asegura. Así se propuso equilibrio en su alimentación, disciplina en la actividad física y un foco particular en el cuidado de su piel. “Mientras otros viajaban a ver ropa, yo recorría las tiendas de cosméticos para saber sobre nuevos lanzamientos”, cuenta. Hasta que en 2017, ávida de extender sus experiencias, pensó: “¿Por qué no hacer mis propios productos?”. Y en el trayecto fue enlazando memorias de rituales caseros. “Crecí viendo a mamá y a mis abuelas ocupadas de su agua de rosas. Cada tanto enviaban al farmacéutico los pétalos para destilar y guardaban ese tónico como una pócima mágica que les dejaba la piel radiante. ‘¡Eso quiero hacer! Darle a las mujeres una parte de mi infancia’, me dije. Y hoy todas pueden recibirlo en su casa”, relata. Habla sobre Guiv, su línea de cosmética clean (pionera en venta online): cremas con activos vegetales, sin parabenos ni sulfatos ni testeos en animales. “Yo soy mi propia conejilla de Indias. Pruebo cada productor sobre mi piel”, revela. A diferencia de Valdez, la firma de zapatos de la que fue socia (con Fabián Paz), imagen y curadora de colecciones, “este hijo –como define– es ciento por ciento yo, desde el inicio y en cada instancia de decisión”.
De regreso al hilo de las épocas de ciertas tristezas y revalidaciones de la existencia, Guillermina revela el segundo –y hasta aquí inédito– episodio disparador. “Tendría 27 o 28 años cuando hablando con mi abuela, me dijo: ´Eras tan celosa que no podíamos alzar a tu hermanito´. ‘Hermana, abuela... Yo tengo una hermana (Lucía)’, le respondí. ´Ah... ¡¿No sabías...?!´, reaccionó. Se le había escapado y así me enteré”, cuenta. “Facundo era bebito, vivió cuatro meses y falleció de muerte súbita al lado mío, cuando yo tenía dos años. Mamá no habla del tema y la respeto. Mi ciela, mi alma, mi sol... Debe haber sufrido tanto”, relata. “Nunca nadie habló de eso y jamás hubo una foto, nada. Fue a esa edad que lo empecé a nombrar y dije: ‘¡Ay, ahí estaba el que yo sentía!’. Porque yo lo sentía. Yo sentía que había un varón, una energía, algo...”, asegura. “No tenía memoria pero una situación así de traumática quedó tapadita...”, dice quebrada. Y si hoy decide contar ese capítulo en su historia es en pos de “honrar la vida”, como señala. “Yo creo que cuando uno va viviendo la vida y la muerte, y se percibe esa línea tan finita, porque es finita... Yo dije: ´Ay, ¿por qué yo me quedé y él se fue?´. Eso implicó para mí una enorme responsabilidad. Entonces, me miro a los 20, y digo: ‘¡Qué desvitalizada estaba..! ¡¿Por qué tan pocas ganas de elegir, de hacer cosas?!’. Pero eso lo veo hoy. Si me preguntás por aquel entonces: ‘Che, Guille, ¿a los 20 eras infeliz?’. Y... Yo a los 20 te decía que estaba muy bien”.
Conciencia de la finitud y valoración del hoy, son parte del aprendizaje del que habla. De ese trayecto transversal a todas sus etapas. Conceptos a los que la reflexión devenida del confinamiento por pandemia, nutrieron y acomodaron mejor. Recibió el alta del diván semanal, aunque cuenta: “De vez en cuando vuelvo para revisar algunos temas que me están costando”. Se entrega “a la meditación en el presente”, para poder habitarlo. Y en tren de entender que “no debo tener la cabeza en otro lado sino acá mismo”, encuentra en la lectura otro canal de felicidad. “Puedo tener frío, calor, sueño, hambre, estar en un parque o bajo la lluvia, pero si hay un libro cerca, me siento en casa”. Fue así que entre otras tantos textos de filosofía oriental que suele visitar, como los de Chögyam Trungpa (maestro tibetano de meditación budista, a quien cita como uno de sus gurúes), La Respiración Embriónica: Meditación Qigong (de Jwing-Ming Yang), y 100 Koans del Budismo Chan, se sumergió en El Libro Tibetano de la Vida y la Muerte (Sogyal Rimpoché), “que no recomiendo a cualquiera porque no estoy segura de que muchos quieran leer un libro así”, advierte. “No está mal hablar de la muerte. Sería necio negarla. Es la única certeza que tenemos en este plano. Darle valor es valorar la vida. Por eso, hechos como lo de mi papá y lo de mi hermanito, me hacen tener gratitud. Y agradecer a diario está bueno”.
De repente charlamos sobre Cáncer con Luna en Piscis. Y de ese rasgo compasivo, generoso y de entera dedicación que suponen los astros así dispuestos. Entonces se instala el recuerdo de una vieja charla que tuvimos tiempo atrás, en la que Guillermina deslizó la posibilidad de ser madre adoptiva a los 50. “Yo veo a un nene chiquito y no sé qué me pasa. Le digo: ‘¡Hijo!’ (risas). Tengo esa energía maternal y la necesidad de depositarla ahí... Siento que siempre será así. Mis hijos crecieron y seguirán creciendo. Y en algún momento podré dársela a otro bebito”, dice. “La idea no se fue. Es algo que podría pasar perfectamente, pero me parece que uno también puede ir ayudando a tantos lugares en los que hay muchas carencias y es bueno repartir un poco más”. Entre tanto, apuntaremos a lo concreto: Dante Ortega (21), Paloma Ortega (19), Helena Ortega (17) y Lorenzo Lolo Tinelli (ocho años). No se define como “mamá de manual” pero tampoco moderna. “Simplemente trato de acompañarlos siendo coherente conmigo misma, que ya es un montón”, admite. “Les digo: ‘Si pienso de una manera y ustedes de otra, bajarme línea no es la forma’. Y yo también tuve que plantarme en otro lugar. Porque antes era muy sumisita: ´Ah, bueno, ¿Hice todo mal? Okey, hice todo mal...´. Ahora es: `Pará, te respeto y vos me respetás a mí´. Entonces se genera un ida y vuelta interesante. Los educo con total libertad de expresión, de vuelo y hasta de golpes y caídas”, describe. “Y muchas veces, para mí, esa no es tarea fácil, porque conlleva todo eso que uno luego debe aprender o entender: ellos son del mundo”. Dice haberlos criado en el debate constante, entre todos y hasta con ellos mismos, aunque las consecuencias traigan cierta ambigüedad: “Cuestionan todo e incluso a mí –asegura–, pero me deja tranquila que sean así. Eso los hace más seguros para enfrentar el mundo. De hecho, dos de ellos ya no viven conmigo. Dante se mudó a otro departamento y Paloma se instaló en Europa. Así que aquí estoy, aprendiendo a soltar”.
Dante cantó siempre. “Mientras otros chicos jugaban fútbol, él, con cuatro años, se paraba en su escenario ficticio y veíamos cómo saludaba a su público imaginario”, recuerda Guillermina. En fin, días después de que el nieto “y admirador” de Ramón Ortega (81) presentara “Volado”, su primer tema, las chicas dieron una vuelta por el Viejo Continente. Paloma había comenzado a estudiar cine, pero las clases por zoom la desanimaron. Fotografía fue otra opción hasta que un día planteó: “Mamá, tengo la posibilidad de ser modelo, quiero vivir en Europa durante un tiempo y ver cómo resulta”. Una agencia de Milán la citó para entrevistas y finalmente “quedó” en París. “Fue fuerte dejarla embarcando”, cuenta Valdés. “Helena me decía: `¡Mamá, basta. Dejá de hacer esas cosas raras!´. Porque yo le hacía ´Capita azul´ y todos los símbolos de Reiki y Feng Shui para protegerla. Cuando soltás a un hijo querés que se lastime lo menos posible. Aunque sabés que sufrir o equivocarse son cuestiones inevitables. Y, además, privarlos de ese aprendizaje sería una picardía, diría mi abuela. Yo también fui a trabajar sola a New York cuando tenía 19, la misma edad...”, advierte. “¡Qué loco! ¿No? Porque al igual que ella tomé ese camino como un medio o un recurso más para vivir situaciones diferentes, para buscar otros horizontes”, recuerda.
“Ni siquiera soy pro diversidad, porque no registro las diferencias”, explica Guillermina. Fue precisamente en ese rico y permanente ir y venir de miradas entre ella y sus hijos que hizo un máster sobre el fin de los rótulos, el respeto por la identidad, la elección como base de todo y el replanteo constante que significa “aprender con más plasticidad”. Y Paloma vuelve a ser centro. Tenía 16 años cuando –”ya sintiéndose diferente”– sentó a su madre y, en aquel entonces, dijo: “Soy gay”. Y subrayo `en aquel entonces´ porque “ya no se etiqueta”, como explica mamá. “Me lo contó llorando, con angustia, y después se quedó encerrada en su cuarto durante un tiempo. En un primer instante fue tremendo porque yo no lo imaginaba. Pensé: `¡Ay, qué mal! ¡¿Cómo no me di cuenta?! Qué dormidita...’. ¡¿Que le pasa, señora....?!”, cuenta con gracia. Entonces la abrazó fuerte, metafórica y literalmente. “La vi angustiada y le dije: ´Palo, contá conmigo para lo que sea´. Y ahí fuimos a ver a la psicóloga, pero no porque estuviese mal lo que me había contado, sino buscando que ella estuviese bien. En realidad ya estaba bien, pero debe haber sido difícil decírmelo. Para mí fue un: ´Bueno, okey. ¿Estás bien? ¿Qué necesitás? Sino, presentame a quien sea tu amor cuando venga... Está todo bien’. Como mamá no hay mucho más que hacer que acompañar y pretender que sean felices”, relata.
Llega el turno del amor en términos de sus lecciones. Fueron muchos años y pocas parejas. “Tan pocas que mis hijas me dicen: ´¡Sos un embole, mamá!´. Y creo que sosteniendo un vínculo en el tiempo es cuando más se aprende”, señala. “Porque uno tiende a escaparse de los problemas en las relaciones... Pero cuando elegís quedarte, es otra historia. Yo aprendí que lo más importante, en esa combinación de mundos diferentes, es respetar la individualidad y hacer respetar las mías. Que el amor es elegirse desde un lugar de plenitud”, define. Hoy ama diferente. “Los años me enseñaron a no depositar tanto en el otro. Me torra esa cosa de la demanda. No me sentiría cómoda teniendo que pedirle a mi pareja que hiciera algo o fuese algo para estar bien. Como así también, buscando en el otro eso que me falta. Sería perder el tiempo y no hacerme cargo de lo que debo trabajar conmigo misma”, explica. De camino sobre estos terrenos, hablamos de Marcelo Tinelli (62). Y de la digestión íntima de un 2021, tal vez, con ciertos sinsabores. “Fue un año muy especial para él en el ámbito del fútbol y en el televisivo, con su regreso después de la pandemia. Pero fue especial en el buen sentido”, describe. “Porque se dio cuenta de lo que quería y de lo que ya no. Hoy está trabajando mucho en lo artístico, reconectando con su rol de productor, con su esencia, con el entretenimiento”, cuenta. “Charlamos mucho durante todo este tiempo, porque estamos muy atentos a lo que nos pasa y a lo que sentimos. Y me hace bien verlo tan entusiasmado, definiendo su lugar y entendiendo mejor dónde poner su energía. Aprendió. Y cuando se aprende jamás hay saldo negativo”.
Dice que ha nacido muchas veces, “mínimo 10″. Y ya no concibe otro modo de vida que el del “descubrimiento” y del “reencuentro conmigo misma en otras facetas y lugares”. Cree en la “autosanación”, por eso se permite la tristeza, el llanto, el enojo, y aprendió a “abrazar” esos espacios porque “en cada ‘A ver... ¿puedo con esto?’, es donde está el aprendizaje”. Alguna vez, frente a tantas miradas, sintió que debía dar pruebas de su capacidades. “Ya no. Hoy solo las rindo ante los empleados de mi empresa, para que a todos nos vaya bien. Comprometida con lo que elijo y, básicamente, conmigo misma”, señala. “Soy ambiciosa, sí. Pero de la transformación. De la posibilidad de crear, de generar otra calidad a las cosas, a mi hoy, a mi gente, a mi trabajo. Esta es mi historia y todo lo que llegó en cada instancia fue para aprender”, relata. “Siempre hay una nueva Guillermina. ¿Cómo es la de hoy? Más presente. Más conectada. Más receptiva. Con más dudas que certezas sobre quién soy, para qué vine, a dónde voy y en dónde quiero estar. Y está bueno estar llena de preguntas”.
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