Su casa de Potrero de Los Funes, San Luis, está llena de recuerdos de él: desde la “Z” que se dibuja en su terraza hasta el retrato de ambos que cuelga sobre el respaldo de su cama. Es que Guy Williams, el protagonista de El Zorro, fue el único gran amor en la vida de Araceli Lisazo Ozcoidi (67). Ambos se conocieron en enero del 78, cuando él tenía 54 años y ella, apenas 24. Pero el flechazo fue tan profundo, que hizo que la diferencia de edad nunca se notara. Y a más de tres décadas de su muerte, la actriz argentina que logró conquistar al mayor ídolo de grandes y chicos, no deja de llorar por él. Ni siquiera durante su charla en exclusiva con Teleshow.
Mucho se ha dicho acerca del triste final del actor de Hollywood. Sobre todo, por el hecho de que su cuerpo sin vida fuera encontrado por sus vecinos seis días después de su fallecimiento, ocurrido a raíz de un aneurisma cerebral el 30 de abril de 1989, en su departamento de Recoleta. Sin embargo, Araceli asegura que al momento de su muerte Guy no estaba solo. Y revela un dato conmovedor: “El 1° de mayo, día de mi cumpleaños, él iba a llamar a mi casa para pedir mi mano en matrimonio”.
—¿Cómo fue eso?
—Hablé con Guy el 30 de abril a la tarde y él quedó en que al día siguiente me llamaba, pero no me llamó… Yo llevaba mucho tiempo sin poder festejar mi cumpleaños con mi familia, así que ese año decidí pasarlo en Los Toldos con ella. Y él no me pudo acompañar porque estaba en juicio con la revista Antena y, en esos días, tenía una entrevista con su abogado. Por eso él estaba solo, como dicen, el día que falleció. Pero fue algo circunstancial.
—¿Ese día le iba a pedir matrimonio?
—Sí. Se supone que murió el 30 porque es lo que calcularon los peritos, pero para mí murió justo el día de mi cumpleaños. Nunca se va a saber… El tema es que yo me había separado de él en el ‘84, porque la ex mujer (Janice Cooper) no le daba el divorcio. Y, en esa época, era muy duro estar en una relación sin papeles. Yo era chica y venía de una familia muy tradicional, de pueblo. ¡Así que era un escándalo esto de que la nena anduviera de novia con un actor de Hollywood casado! Porque, aunque él estuviera separado, no estaba legalmente divorciado. Y eso fue muy problemático en nuestra pareja.
—¿Entonces?
—Terminamos. Yo me casé con otro, casi por rebeldía. Y Guy pasó tres o cuatro años con otra pareja, pero en marzo de ese año se separó definitivamente por cuestiones que a él no le gustaban. Entonces me vino a buscar. Yo había tenido una discusión un poco violenta con mi marido y él me dijo: "Con ese hombre no podés seguir".
—¿Ahí se reconciliaron?
—Claro. Nosotros teníamos un pacto de no tocarnos mientras estábamos con otras personas. Pero él me dijo: "Ya nos podemos tocar. Yo estoy solo, así que vos tenés que dejar a tu marido y listo". Y yo lo dejé a mi esposo, para irme a su casa con él. Estuvimos más de veinte días juntos y escribimos un montón de cosas que nunca pudimos rescatar de su computadora, pero él me dedicó varios versos de amor. Y hasta le dimos una nota a la periodista Silvia Rojas, en el café Petit Colón, donde yo le hice de traductora porque él hablaba muy mal el español. Así que la pasamos de maravillas hasta el 26 de abril, que yo me fui para Los Toldos.
—¿Cómo fue esa despedida?
—Me acuerdo que él me dio solo la llave de abajo del edificio, porque no encontraba la de arriba que le había dejado su ex amiga. Yo le pedí que la buscara para dármela y le dije: "¡Mirá si te pasa algo!".
—¿Un presentimiento?
—Si yo hubiera tenido un presentimiento, capaz que le salvaba la vida… No sé, quizá llegaba a tiempo para socorrerlo. Pero él me contestó: "Si me pasa algo me sacan por el olor…". Y los dos nos reímos. Porque había un juego entre nosotros que, de alguna manera, me había hecho creer que Guy era inmortal…
—¿Qué juego?
—En la noche que tuvimos nuestro primer encuentro de amor, él me preguntó qué quería tomar. Y yo, que venía de vivir en Europa, quería impresionarlo y sabía que entre el ‘71 y el ‘74 había sido la mejor vendimia de uva blanca, le dije: “Un Dom Pérignon del ‘71″. Él me respondió: “Okay”. Entonces se levantó, fue al frigobar y abrió la puerta. ¿Sabés qué era lo único que había en esa heladerita?
—No puede ser…
—Sí: un Dom Pérignon del ‘71. Y era imposible que él hubiera comprado esa botella. Así que estuve muchos años preguntándole de dónde la había sacado, siempre con una excusa distinta. Pero él me miraba, me guiñaba un ojo y me decía: “¿Non sai chi sono?”, que en italiano significa “¿No sabés quién soy?”. Él jugaba. Hasta que un día le dije: “¿Quién sos?”. Y él me respondió: “Soy inmortal, y no por ponerme un antifaz negro…”.
—¿Inmortal?
—Sí. Y yo seré una estúpida, pero en algún punto llegué a creerme que Guy era inmortal. Eso hizo que no me preocupara por su salud. Porque estaba convencida de que él era inmortal. Yo estaba muerta de amor por ese hombre. Había tenido muchos novios que no me habían sabido hacer feliz y encontré en él a alguien que me dio vuelta como una media. No podía ver más que por sus ojos. Quizá, si no hubiese estado tan enamorada y si hubiese sido un poco más realista, hubiera pensado que le podía haber pasado algo malo…
—¿Y qué pensó cuando el llamado del día 1° no llegó? ¿Que se había arrepentido de casarse?
—Eso no. Él me había dicho: "Decile a tu mamá que esté al lado del teléfono porque le quiero pedir tu mano. Me quiero casar con vos en la iglesia de Los Toldos, para que ella se dé el gusto de su vida". Y él era un hombre de palabra, así que nunca pensé que se hubiera arrepentido. Pero tampoco me imaginé que le hubiera podido pasar algo a él. Creí que quizá podía haberle pasado algo a sus hijos (Steven y Toni Catalano) y que, de repente, se hubiera tenido que ir a los Estados Unidos.
—¿Qué hizo usted, entonces?
—No me acuerdo bien. Mi mamá me dijo que me metí en la cama y que lloré. Sé que esperamos el llamado. Y que después yo intenté comunicarme con él, pero nunca me atendió. En aquella época no había celulares. ¡Pedías una llamada de larga distancia y la operadora te tenía una hora esperando! Por eso ahora, que hay tanta tecnología, es difícil entender por qué no pudimos contactarnos con él. Pero mi dolor fue tan grande, que lo somaticé en una hepatitis por la que estuve internada todos esos días en los que él estuvo muerto en su departamento.
—¿Cómo se enteró, finalmente, del desenlace?
—Me llamó el hijo de la ex novia. La policía la contactó a ella, que había estado con él hasta el mes anterior, porque el portero del edificio tenía sus datos. Y, como ella dijo que ya no tenía nada que ver, el chico se comunicó conmigo. Si hasta me peleé con esa criatura…Le decía: "¡Es imposible que esté muerto, si Guy es inmortal!". Cuando corté con él, me desmayé.
—¿Pudo despedirse de Guy?
—Sí, claro. No me dejaron verlo por el estado en el que se encontraba, pero fui a despedirme. Mirtha Legrand dijo que habían estado solo Fernando Lúpiz y ella en el entierro. Pero en el velorio, al que ella no fue, estuvo Zulma Faiad sentada durante horas al lado mío. Yo estaba con 42 grados de fiebre por la hepatitis y me castañeaban los dientes. Había somatizado porque nuestra relación era simbiótica. Él se pinchaba un dedo y me dolía a mí. Por eso no entiendo cómo no me di cuenta de que él estaba tirado en el suelo…Y no me lo puedo perdonar.
—¿Cómo siguió su vida después de eso, Aracelli?
—Seguimos sufriendo con Fernando Lúpiz. Él tuvo que pelear en Actores para que Guy tuviera un lugar, porque nadie lo venía a buscar de su familia. Hubo un amigo llamado Carlos, que era como su albacea, que fue el encargado de pagar el sepelio y de comunicarse con sus hijos por teléfono. Pero ellos no vinieron nunca a buscar sus restos. De hecho, él estuvo once años en la Argentina y los chicos jamás vinieron a verlo…
—¿Y qué pasó entonces con sus cenizas? ¿Se cumplió la voluntad de Guy de que fueran esparcidas en las montañas de California y el Océano Pacífico?
—A los dos años, este amigo que necesitaba cobrar el dinero que había puesto pero nadie se hacía cargo, tomó las cenizas de Guy y se fue a Los Ángeles para llevárselas a su hijo. Y él, después, se encargó de esparcirlas. Pero ni él ni su hermana vinieron nunca a la Argentina. De hecho, fue Fernando Lúpiz el que consiguió que en su sepelio lo cubrieran con la bandera de honor de los Estados Unidos, aunque yo después la rechacé y dejé que se la dieran a la ex novia. Es que el dolor mío era tan grande, que en ese momento no me importaba nada…
—Le preguntaba por su vida después de Guy, ¿pudo volver a enamorarse o tener hijos?
—No. Yo deseaba tener hijos con él. Pero Guy no quería, porque soñaba con vivir conmigo en un barco y decía que con los chicos no íbamos a poder. Además, él tenía hijos de mi edad: el varón era dos años mayor que yo y la hija tenía dos años menos. Así que yo dije: "Si no los tengo con él, no los tengo con nadie". Y eso quedó claro cada vez que formé pareja. Pero, como me enamoré de él, no me enamoré de nadie más…¿Qué hice? Me dediqué a la actuación y anduve dando vueltas por el mundo sin saber adónde ir. Porque mi vida amorosa se terminó con él. Y hoy sigo sola, buscándolo en todos lados. De hecho, tengo un zorrito que todas las tardes se cruza por la montañita que está al lado de mi casa y me mira como si me estuviera saludando.
—¿Habla de un zorro, el animal?
—Sí, claro. En San Luis andan por todos lados y, por eso, la provincia se representa con la cara de un zorro. Pero éste se para y me saluda todos los días.
—Parece una señal del destino…
—Para mí lo es. Yo siento que El Zorro anda por acá todo el tiempo, cuidándome.
—¿Y qué le pasa cuando, como ocurrió en el verano, prende el televisor y lo ve en la serie?
—No lo puedo mirar mucho…Lo veo de a ratitos, le reconozco la manera de caminar y de sentarse. Veo sus saltitos y digo: "Eso me lo hacía a modo de broma". Pero después me largo a llorar. Así que veo muy poco, porque me hace daño. Aunque cada tanto lo pongo para recordar esos ojos verdes. ¡Dios mío!
—Usted contó que se enamoró de esos ojos a primera vista…
—Y fue así, fue un momento mágico. Ojalá todas las mujeres del mundo pudieran sentir algo como lo que yo sentí, porque es la dicha más grande que pueda existir. Yo venía de Italia y estaba saludando a Fernando Lúpiz, que era como mi hermano y al verme me dio una vuelta en el aire. Y, por encima de su hombro, lo vi a Guy. Estaba vestido de Zorro, sin el antifaz, sentado en un sillón de cuero verde del mismo color que sus ojos…¡Era imponente!
—¿Y?
—Los dos nos quedamos mirándonos fijo, sin poder desviar la vista. Fernando Lúpiz quiso presentarnos pero, cuando se dio cuenta de la situación, dijo: "¡¿Para qué los voy a presentar?!". Yo le hablé en italiano, que era un idioma que él manejaba muy bien. Y conversamos de ajedrez, de Mozart… Entonces me dijo que me quedara al show, que después íbamos a cenar. Y no nos pudimos separar nunca más.
—Vivieron juntos en los Estados Unidos, en Los Toldos, en Buenos Aires, en Potrero de los Funes…
—Sí. Hay muchos testigos de eso. Lo aclaro porque hay un movimiento de gente que parece no querer humanizar a El Zorro, como si no tuviera derecho a enamorarse. ¡Con lo maravilloso que era ese hombre en todo!
—¿Y tan fuertes fueron los impedimentos que tuvieron para que no pudieran continuar juntos más allá de los papeles?
—Nosotros estábamos tan flechados, que al principio no nos importaba nada. Además, desde un principio, él me dijo que estaba separado. Pero el gran problema lo tenía mi familia, que era muy conservadora. Así que la nuestra fue una relación de mucho amor y mucho dolor. Porque, como acá no existía el divorcio, para todo el mundo yo estaba con un hombre grande y casado. Ojo que el periodismo nos cuidó mucho. Tipos como Carlos Sciacaluga o Cacho Rubio, se sentaban a cenar con nosotros pero jamás escribieron ni una palabra, porque estaban esperando a que Guy se pudiera divorciar.
—Pero, aún así, se separaron…
—Yo estaba viviendo con él en los Estados Unidos. Y, como él no lograba el acuerdo de divorcio, lo dejé y me vine a la Argentina. Él me decía: "¿Qué te importan los papeles? ¡Si yo vivo con vos!". Y tenía razón. Ahora lo pienso y digo: "Guy, perdóname… ¡Qué me importaba el casamiento!". Pero la presión familiar y social era tan fuerte en aquel momento, que lo abandoné. Porque yo era como la Josefina de Napoleón o la Cleopatra de Marco Antonio. Era la novia secreta que estaba siempre a un costadito, sin poder gritar mi amor…Y lloraba mucho por ese tema. Así que le dije: "Con el primer estúpido que me ofrezca matrimonio, me caso".
—¿Y lo hizo?
—¡Sí! Yo, en realidad, se lo dije para presionarlo, para que él se moviera con el tema del divorcio. ¿Viste que las mujeres a veces queremos manejar la vida de los hombres? Pero él era El Zorro y no lo manejaba nadie…
—Igual se debe haber llevado una gran desilusión al saber que usted cumplió su promesa, ¿o no?
—¡No sabés lo que fue! Porque él, en los Estados Unidos, se quedó gestionando su divorcio hasta que lo consiguió. Pero nunca me lo dijo. Nosotros nos comunicábamos por telegrama y por cartas, que todavía tengo guardadas. Y él jamás me contó que había seguido con los trámites. Si él me lo hubiera dicho, yo no me hubiera casado… Pero para mí fue como que él desapareció. Y, de la bronca, me terminé casando con otro. ¡Un despecho estúpido!
—Entiendo
—Después él me mandó un telegrama pidiéndome que lo fuera a buscar al aeropuerto, porque llegaba a la Argentina, y yo fui con la participación de mi casamiento en la mano. ¡Me iba a casar tres días después de que él me vino a buscar! Y no tuve el coraje como para suspender la boda. Lo pensé, pero no pude hacerlo por la misma familia. Ya estaban entregadas las invitaciones y organizada la fiesta…Y yo pensé: "¡¿Cómo se hace para parar todo esto?!".
—¿Guy que le dijo?
—Me dijo algo así como: "Tardé mucho". Lo dijo con humor, nunca me mostró su desilusión porque era demasiado respetuoso y no quería arruinarme el momento. Recién un par de años después me confesó que él tenía la esperanza de que yo no me casara…
—Dígame la verdad: ¿estuvo esperando que Guy entrara en medio de la ceremonia y se opusiera a la boda?
—¡Ay, Dios! Yo me casé con un tipo divorciado, cuando recién había salido la ley en la Argentina. Pero, antes de poder casarme legalmente, habíamos hecho una parodia en el campo, con una fiesta de disfraces al estilo Bonnie and Clyde, en la que el maestro de ceremonia fue Fernando Lúpiz. Él estaba con su mujer, Estela, que estaba embarazada de su hija Alejandra. Y hablamos de Guy. Entonces yo les dije: "Tengo la esperanza de que él entre al campo, a caballo, para rescatarme". Pero él nunca entró, no me rescató…
—¡Qué historia!
—Una historia que todavía no puedo creer, sobre todo por el final. Yo no puedo asimilar que Guy esté muerto. Por eso lo busco por todos lados. Pero me quedan sus recuerdos, sus señales… Y, cuando veo eso, lo siento conmigo y pienso que tenía razón cuando me decía que era inmortal.
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