Por esas cosas del destino, bien propias de la Argentina de principios del siglo XX, Hilda Bernard nació en esa pintoresca y hermosa ciudad santacruceña con nombre de sueño: Puerto Deseado. Su padre, de origen británico, fue el primer gerente del Banco Nación en esa ciudad, y ahí se instaló con su esposa, de raíces austríacas. El 29 de octubre de 1920 Hilda se asomó al mundo; a los dos años ya estaban de vuelta en Buenos Aires.
Instalados en la ciudad, en la niña se fue despertando la curiosidad por el cine. Su abuelo la llevaba a las salas de la Calle Corrientes, donde las películas alemanes la impactaban a pesar del idioma. “No entendía nada, pero me fascinaban”, contaba la actriz, y recordaba algunas como El congreso baila, y actrices como Lilian Harvey.
Con el tiempo empezó a ir sola y descubrió a Bette Davis, que sería para siempre su actriz favorita. En esas tardes solitarias, fascinada por la pantalla grande, creció su vocación artística. Recitaba versos y realizaba morisquetas a escondidas, hasta que convenció a su padre para abandonar el colegio secundario y anotarse en el Conservatorio Nacional de Arte Dramático, donde tuvo como profesor a Antonio Cunill Cabanellas, el gran maestro español. Allí se formó durante seis años, en arte escénico y declamación, mientras sentía que se le despertaban unas ganas de actuar que no podía contener.
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Una travesura le permitió debutar en las tablas. En ese entonces, el Conservatorio y el Teatro Cervantes estaban unidos por un patio andaluz. Cunill había prohibido que sus estudiantes trabajaran, ya que la formación era sagrada. Pero Hilda tenía otras intenciones. Tomó valor y cruzó el patio para anotarse en una convocatoria abierta en el teatro. Cuando llegó, le dijeron que era tarde, que ya estaba todo cubierto. “Anóteme igual, alguien se va a enfermar”, insistió la joven, y cruzó los dedos.
Efectivamente, alguien se enfermó, y la llamaron para la prueba. La obra era ni más ni menos que el Martín Fierro. El elenco, el estable del Cervantes, con actrices consagradas como Luisa Vehil e Iris Marga. Su papel era menor, sin letra, y con un tropiezo. Tenía que cargar una canasta con empanadas, pero le habían puesto ladrillos. Era tan pesada que subió al escenario de espaldas y agachada, vencida por el peso. El tropezón no fue caída, sino el primer paso en una carrera de más de 70 años.
Los Bernard no tenían contactos en el medio, pero Hilda estaba dispuesta a golpear tantas puertas como fuera posible. Alguien le recomendó ir a ver al locutor Enrique Maroni, figura en aquel momento de radio El Mundo. “Tenés buena voz, y buena dicción… ¿por qué no te dedicás a la radio?”. El consejo fue una revelación para Hilda, que había soñado en el cine y se había formado en el teatro. Pero con la radio fue amor a primera vista.
Durante los 40 y los 50 el radioteatro era pasión de multitudes, y en ese mundo Bernard fue una de sus figuras más destacadas. Formó parte de los elencos de las radios El Mundo y Splendid, y acredita haber estado en más de mil obras. Tuvo galanes como Oscar Casco -que le dirigía su popular frase “mamarrachito mío”-, Eduardo Rudy y Fernando Siro, con quien hizo la transición a la televisión. Y un maestro como Armando Discépolo, que le moldeó la voz. “Bajá el agudo”, ordenaba el director. Y ella accedía, modulando ese tono grave y serio que fue su marca registrada y la cualidad de la que sentía más orgullosa.
Además, en la radio trabajó bajo las órdenes de los mejores guionistas como Alberto Migré y Nené Cascallar. Hizo 16 años de novelas por radio, una por mes, lo que da 200 radioteatros. Y en ese lugar también conoció a los dos grandes amores de su vida.
Su primer esposo, Horacio Celada, era el jefe de locutores de El Mundo. Estaba embarazada de su única hija, Patricia, cuando descubrió que el la engañaba y lo dejó. Al poco tiempo conoció a Jorge Antonio Goncálvez, director y productor. Fue un amor fuerte y perdurable. Cuando él murió, luego de 25 años juntos, Hilda cerró la posibilidad de una nueva pareja porque, como explicó, “cuando el amor fue muy grande, ya no hay más”.
Con el radioteatro Esos que dicen amarse, protagonizado junto a Siro, pasó de la radio a la televisión y se le abrió un mundo que no abandonaría más. En una primera etapa, integró elencos en envíos históricos como Muchacha italiana viene a casarse, y ciclos como Su comedia favorita y Alta comedia. También pisó fuerte en el cine, en películas tan disímiles como Historia de una soga, La flor de la mafia y Cuatro caras para Victoria.
Con el tiempo su versatilidad fue reducida al papel de villana. Y ese fue su pasaporte generacional. En 1989 encarnó a la malísima sor Sacramento en La extraña dama, y en el lapso de tres años participó de títulos emblemáticos como Celeste, Soy Gina, Más allá del horizonte y Celeste, siempre Celeste. Su papel inolvidable fue en Antonella, donde interpretaba a Lucrecia, una malvada terrible que le valió el Martín Fierro como actriz de reparto.
“Fui madre de todos los galanes”, repetía con orgullo, pero el tiempo pasaba, el público se renovaba, e Hilda quería seguir adelante con su carrera actoral. Había que hacer de abuela, y le llegó el llamado de Cris Morena. Personificó a la terrible Carmen Morán. Entonces le ocurrió algo insólito: empezó a recibir mensajes agresivos que los chicos dejaban en su contestador. ¿Cómo hizo para resolver el problema? “Un día llamó un chico y atendí, no me insultó y me pidió para ir a una grabación. Le dije que lo invitaba si me decía de qué escuela era. Llamé a la directora para pedirle que hable con los alumnos y ahí pararon”.
Un día contó que se sentía encasillada, primero con el radioteatro y luego con la televisión, que le faltaba ese reconocimiento sobre las tablas. El director José María Muscari la fue a visitar y le propuso actuar en Fetiche. Hilda aceptó encantada, pero en el tercer ensayo se puso a llorar y se fue. “Yo nunca había trabajando en un lugar donde se decían palabrotas. Era una propuesta muy audaz para mí, y me asusté. Luego hablé con él y con mis compañeras, y decidí volver”, explicó. Luego repitió con el director en Póstumos, y pese a algún reproche ocasional –”se olvidó de mí”, repetía- guardaba un gran recuerdo y gratitud.
En 2014, en plena actividad a sus 93 años, embarcada en el objetivo de actuar hasta los 100, sufrió un ACV que le afectó la parte izquierda del cuerpo. Reapareció en público un año más tarde, cuando APTRA le entregó el Martín Fierro a la trayectoria. Su discurso en el escenario fue ovacionado por todos, desde Susana Giménez a Adrián Suar, pasando por ex compañeros como Gabriel Corrado y Miguel Angel Solá. En primera fila, exultante, también aplaudía Mirtha Legrand.
Los ecos de la ceremonia reavivaron una vieja disputa con la Chiqui, una suerte de guerra fría entre las dos actrices que nunca trabajaron juntas. “No sé por qué en 40 años nunca me invitó a su programa. O no le gustaré, o se olvidará. Hay tanta gente para invitar... Pero no me parece mal”, dijo Hilda, quien sin embargo reconoció la habilidad de Mirtha para conducir su programa. “Yo la admiro mucho porque lo que hace no es fácil. Es muy difícil atender tanta gente y saber todo lo que trata de aprender”. Pero por más que la pregunta periodística insistiera en un acercamiento entre las partes, ella respondía tajante: “No iría, por dignidad”.
Siempre se sintió una mujer querida y respetada, tanto por sus colegas como por el público Y eso era un motor de vida cuando la salud dejó de acompañarla y tuvo que abandonar la actuación. Sentía el cariño de las abuelas que la habían escuchado en la radio, las madres que la miraban por televisión, y las niñas y adolescentes que la habían descubierto en Chiquititas y Rebelde Way. Esos eran los más traviesos: la llamaban para reprocharles las maldades que hacían sus personajes por televisión.
Su gran amiga fue Lydia Lamaison, con quien compartía un lema: “Somos viejas, hacemos de viejas y no nos operamos”. Le gustaba ver en cada una de sus arrugas una historia, un personaje, alguna mueca, sea de ficción o de realidad. “Tengo cara de mala pero soy buena”, se atajaba ante la típica consulta de su habitual rol en tiras. Lo disfrutaba, y se reía de ella misma.
Luego de la enfermedad, se encerró en su departamento de Las Cañitas y las salidas se hicieron cada vez más esporádicas. Antonio, un simpático caniche toy de rabo azul y mohines, se volvió su gran compañero. Con su gran sentido del humor explicaba por qué lo llamó así. “Le puse Antonio por mi segundo marido: no le gustaba el nombre y no lo usaba. Entonces, cuando él falleció, se lo puse al perro. Tengo un Antonio en la casa”.
Cuando algún periodista le preguntaba por qué no se había hecho nunca una cirugía, contestaba con su tono de voz característico: “¡Por Dios! ¡Cirugías jamás! ¿Si me hago cirugía, quién va a actuar de vieja?“, y estallaba en una carcajada para seguir “Estoy llena de arrugas. Son las cicatrices de lo que uno ha vivido. Cuando alguien llega a los 90 sin mucha arruga, pienso: ‘Ese no habrá hecho mucho’. Por algo están ahí esas marcas. Son mi orgullo”.
En los últimos años, cuando la gente solía se acercaba a pedirle una foto, ella accedía con una sonrisa porque “sentirme querida me ayuda a vivir”. Decía que su fórmula para llegar a una vejez serena era “no dejar en paz el cerebro”, y cada vez que le rendían un homenaje aseguraba pícara que no la aplaudían a ella “sino a los años”. Pero en eso se equivocaba: la aplaudían a ella, a Hilda Bernard, la mala más amada de la pantalla argentina.
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