Entre las tantas leyendas que orbitan la vida de Los Beatles, hay por lo menos dos que se le atribuyen a Stuart Sutcliffe. Suerte de héroe anónimo o enviado divino, el escocés tiene que ver con el nombre del grupo y con la estética de sus primeros años, ni más ni menos que eso. Imposible imaginar hoy a The Beatles con otro nombre que ese y con otro look que no fuera el de los flequillos, y en el origen de cada caso estuvo Stu. Su voracidad lectora, su capacidad de atar diferentes cabos sueltos en el panorama artístico, su inquietud estética y su corazón dispuesto a todo ayudaron a formatear la génesis del grupo que cambió la música del siglo XX.
Stuart Sutcliffe nació en Edimburgo el 23 de septiembre de 1940, en una Europa en guerra que llevó a la familia a instalarse en Liverpool antes que el niño cumpla tres años. Su padre Charles era ingeniero naval y su madre Martha era maestra de escuela, y el niño creció en un hogar disfuncional, entra los prolongados viajes del padre y los maltratos y las discusiones que escuchaba a su regreso. El arte fue su refugio y no tardó en mostrar talento para el dibujo que lo llevaron a anotarse en el Liverpool College of Art. Allí sobresalieron sus dotes para la pintura, donde se convirtió en uno de los preferidos de profesores, y su carisma y atracción irresistibles que lo hicieron popular entre los alumnos. Su amigo Bill Harry, periodista y agitador clave en la movida merseybeat, le presentó a otro estudiante, igualmente inquieto pero con otros horizontes, que le iba a cambiar la vida para siempre.
El conflictuado John Lennon encontró en Stuart un compañero con el que poder llevar un paso más allá sus inquietudes y quien iba a terminar moldeando su personalidad de Teddy Boy. Si con Paul McCartney intercambiaban sus talentos musicales en la casa de su tía Mimi, no iba a tardar en mudarse con Stu para divagar sobre pintores existencialistas y escritores beatniks. Los estudiantes se hicieron amigos y no tardaron en volverse compinches, en una relación basada en un improvisado y abrumador trueque artístico, en el que Stu ofrecía técnicas sobre cómo componer un cuadro o planificar una obra, mientras que John le mostraba en su guitarra cómo sabía tocar los nuevos sonidos del rock and roll. Esto provocó el primer cortocircuito entre Lennon y McCartney, otro ingrediente clave en el mundo beatle que podemos atribuir a Stu, ya que en él, Paul veía un competidor en la atención del por entonces líder indiscutible de un grupo al que le faltaban unas cuantas cosas por definir.
Sin el menor interés en convertirse en músico, Stuart fue cayendo de a poco en la trampa del destino. Cautivó a los muchachos por su porte de artista y por su onda de vanguardia, en una Londres que empezaba a dejar atrás su estela gris de la guerra y se preparaba para brillar en colores a mitad de la década. Corría 1959 y Lennon, McCartney y George Harrison eran tres guitarristas enloquecidos con los sonidos del rock and roll que llegaban del otro lado del Atlántico. Se hacían llamar Johnny and the Moondogs pero no les convencía del todo, mientras buscaban resolver el recurrente asunto del baterista. Otro casillero a llenar era el del bajista, del que nadie quería hacerse cargo y para el que convencieron a Stu. Más que un instrumentista, la banda soñaba con un instrumento, un bajo Höfner President 500/5 que costaba un dineral y que solo podía solventar él gracias al dinero que había obtenido en la subasta de una de sus obras.
Su ascendencia sobre Lennon y la química de la relación entre ambos quedó plasmada en la versión oficial sobre el origen del nombre que fue leyenda. Atrás había quedado The Quarrymen y Johnny and the Moondogs tenía los días contados. Una noche de habitación, en esas charlas de adolescentes llenas de sueños y delirios, conversaban sobre su admiración por The Crickets, el grupo que lideraba Buddy Holly, y de quienes tocaban temas como “That’ll be the day” desde las épocas de los Quarrymen. En ese brainstorming improvisado, Stu propuso seguir en la línea de los insectos y propuso los beetles (escarabajos) como homenaje a los crickets (grillos). El resto es historia conocida.
Aunque la música no era un terreno desconocido para él y había tomado clases de piano y guitarra durante su infancia, Stu tenía claro que quería ser pintor. Y era bueno en eso, disciplinado y prolífico, según dieron cuenta compañeros y profesores del instituto. Pero la relación simbiótica con Lennon lo fue empujando hacia una escena que estaba a punto de explotar y a comienzos de los ‘60 ya era parte del grupo. Con ellos se fue de gira a Escocia, como backing band de Johnny Gentle y bajo el pseudónimo de Stuart de Sael. Al regresar, firmaron un contrato que iba a cambiar sus vidas.
De puerto en puerto
Su manager de entonces, Allan Williams, les puso en contacto con Bruno Koschmider que manejaba parte de la movida rockera de Hamburgo y necesitaba una formación buena y barata. Ya con Pete Best en la batería, sumado de urgencia para emprender la aventura, se embarcaron rumbo a Hamburgo el 16 de agosto de 1960, donde al día siguiente debutaron en el Indra, ante un público hostil que prefería ver los habituales espectáculos de striptease antes que a cinco británicos tocando rock and roll.
Los Beatles llegaron a una ciudad que estaba lejos del puerto floreciente de antaño. La guerra había dejado su huella y la ciudad se reconstruyó en torno a los tugurios, los cabarets, la marginalidad que suele asociarse a los ambientes portuarios absolutamente exacerbada. Si esto podía ser un impedimento para los jóvenes músicos, y sobre todo para sus familiares que trataron de disuadirlos de todas las maneras, el temor desapareció a la hora de escuchar la paga. 100 libras por semana, mucho más que la plata que podían ver en Liverpool.
Lejos de cualquier lujo, dormían en la trastienda de un cine, cerca de los baños, y comían en los buffets baratos. A cada paso, todo lo que veían les recordaba a la guerra. Las tumbas, los edificios destrozados, los mutilados. Entre ellos, su nuevo jefe, que había quedado maltrecho y se ganaba la vida regenteando un par de clubs nocturnos. En el Indra la experiencia no fue la mejor, y entre el poco público que asistía y las denuncias por ruidos molestos, el manager los llevó con la música a otra parte.
En el Kaiserkeller la cosa cambió definitivamente de color. Allí tocaban hasta seis horas por noche, y lo duplicaban los fines de semana. Su repertorio era el de sus héroes del rock and roll: Buddy Holly, Little Richard, Chuck Berry, Fats Domino y Elvis Presley, de quien Stu solía interpretar “Love me tender” en sus escasas aproximaciones al micrófono. Versiones kilométricas y zigzagueantes, matizadas con improvisados números de comedia, que los hicieron crecer a los golpes, y que lograban sostener gracias al consumo de alcohol y anfetaminas.
El público iba un poco a beber y mucho a pelear y las esquirlas de la guerra todavía estaban presentes, incluso en algunos alegatos provocadores de Lennon: “En Hamburgo aprendimos muchas cosas. Llegamos siendo unos chicos y regresamos siendo...unos chicos maduros”, resumió Paul McCartney. En esta fauna, el pintor devenido en bajista se contagió de sus compañeros. Se dejó llevar por esos días alocados, de sexo, droga y rock and roll en los que sangraban las manos por tocar durante horas y horas; sí, esas manos que habían nacido para otro arte. Algo que nunca se le fue de la cabeza.
Love me tender
Klaus Voormann era un joven alemán con inquietudes artísticas, muy diferente a la media que asistía al Kaiserkeller. Pero una vez que entró, quedó tan fascinado con lo que había visto en escena, que les insistió a su novia Astrid Kirchherr y su amigo Jurgen Vollmer para que lo acompañaran. Los tres se hicieron habitués, atraídos más con el concepto y con la estética que con la música y quizás por eso pusieron sus ojos en Stu, seductor nato, casi inconsciente; con un desdén en parte genuino por estar parado sobre un escenario sin saber bien todavía por qué.
El resto de los Beatles tomaron con recelo la avanzada alemana. Apenas podían con los marineros y los criminales, y se presentaban estos tres personajes con sus vestimentas siempre negras, sus peinados de avanzada y su abrumadora verborragia. “Los exis”, fue el apodo despectivo con el que los referían. Pero no era más que una postura adolescente y necesariamente pendenciera. De fondo había una atracción natural y mutua que era innecesario reprimir. Al fin y al cabo, unos y otros eran artistas.
Con el bajista como punta de lanza, los muchachos de Liverpool se entregaron visualmente a la vanguardia alemana. Adoptaron para siempre el negro como dress code y se dejaron llevar ante la cámara de Astrid para tomar algunas de sus fotos más icónicas. Ella los hizo posar en un parque de diversiones en una improvisada sesión que terminó con los músicos conociendo su casa. Stu iba más allá, y mientras captaba cada detalle estético que andaba dando vueltas, se enamoraba casi sin darse cuenta de esa joven alemana, que pronto iba a romper con Klaus para vivir con el escocés un cuento de hadas en medio de toda esa locura.
Siempre atento a captar las señales, Stu también le había echado el ojo al peinado de Klaus. Estaba cansado de ese jopo engominado, que había pasado de vanguardia a demodée en tiempo récord. Astrid tomó las tijeras y moldeó su cabellera, dejando caer el pelo sobre la frente y sosteniéndolo abultado en la cima de la cabeza. Esa noche, cuando lo vieron llegar para el show, Lennon no pudo con su genio y se burló a más no poder del look de su amigo. Pero a los pocos días, George le pidió a Astrid si le podía hacer el mismo corte. Y tiempo después, John y Paul se encontraron en París con Jurgen y se rindieron a la tentación.
Stu empezó a pasar cada vez más tiempo en la casa de Astrid, y la mímesis fue en aumento. Aprovechando que la talla coincidía, empezó a usarle la ropa, con debilidad especial por los pantalones de cuero y la ropa de corderoy. Pero mientras ellos vivían su historia de amor, las cosas se empezaron a complicar para el grupo, que entró en crisis con el promotor y se quiso ir a un lugar con mejor paga. La venganza fue revisar el documento de Harrison y como era menor de edad, lo deportaron. El contraataque fue una travesura que casi se vuelve tragedia, cuando prendieron fuego un preservativo y por poco incendian el local. La denuncia policial los devolvió a Liverpool. Pero uno de ellos eligió quedarse en Hamburgo.
Siempre adelantado a su tiempo, con la velocidad con la que se iba a vivir en la década, Stu y Astrid se comprometieron a finales del ‘60. Durante un tiempo, el joven fue y vino de puerto en puerto, tocando con los Beatles y visitando a su novia, con la que mantenía el contacto por correspondencia. En enero de 1961, en el Lathom Hall, se produjo una de las tantas peleas que ocurrían a las salida de sus conciertos y Stu se trenzó en un combate. Era común que lo provocaran y en una situación confusa, le habrían golpeado la cabeza contra la pared, hasta que Lennon y Best acudieron en su ayuda. Los estudios no mostraron motivos para preocuparse y volvió a las andadas hasta que tomó una decisión que venía postergando.
En junio de ese año, se inscribió Hamburg College of Art como paso decisivo para instalarse en la ciudad alemana. Poco tiempo después, puso fin formalmente a su relación con Los Beatles luego de un año. Paul McCartney pasaría a tocar el bajo, su bajo Hofner que había significado su pasaporte al grupo. Stuart se adaptó de lleno a la vida de Hamburgo, tanto en la relación con Astrid y su familia como en los estudios. Se puso bajo las órdenes de Eduardo Paolozzi y mostró que su talento no había perdido pulso. En esos meses que parecieron siglos, Astrid viajó a Liverpool para conocer a la familia de su prometido. Todo marchaba según el guion del cuento de hadas. Pero algunos indicios sobre salud empezaron a preocuparlo y torcieron la trama hasta volverla tragedia.
Mientras pasaba horas y horas enfrascado en su creación artística, el joven empezó a notar una persistente sensibilidad a la luz, que le provocaba dolores de cabeza cada vez más frecuentes. Al principio no le dio mayor importancia, pero lejos de irse, aumentaban al punto de tener que abandonar todo lo que estuviera haciendo para caer rendido en la cama. En febrero de 1962 colapsó durante una clase en el instituto. Los doctores nunca pudieron determinar la causa, y le sugirieron tratarse en Liverpool. Pero allí tampoco lograron diagnosticarlo y él no quería saber nada con estar lejos de su vida en Alemania.
A su regreso, continuaron las molestias y el 10 de abril volvió a descompensarse, esta vez en la casa familiar de Astrid. Su novia lo llevó al hospital, pero falleció antes que los médicos pudieran atenderlo. La letra fría marcó muerte por una hemorragia cerebral. Nunca se supieron los motivos de los dolores, aunque muchas teorías apuntaron a aquella pelea después de un concierto en el que unos matones golpearon su cabeza contra una pared.
El destino quiso que tres días después, Los Beatles llegaban a Hamburgo para realizar su tercera gira. Primero arribaron Paul y George y se sorprendieron al ver a Astrid con la mirada desencajada. Así se enteraron de la noticia que nunca hubieran querido escuchar y que afectó notablemente a John. Al día siguiente, Martha fue a buscar el cuerpo de su hijo, en un amargo viaje que compartió con Harrison y el manager Brian Epstein, ya a cargo de los Fab Four. Charles recién lo supo semanas más tardes, cuando el barco en el que trabajaba amarró en Buenos Aires. En una carta, Astrid le explicó a Martha que estaba tan destrozada como para asistir al entierro, y exculpó a su amigo: “John no se puede creer que nuestro querido Stuart nunca vaya a regresar. Sencillamente no deja de llorar”. Astrid siguió ligada al grupo durante un tiempo y documentó su experiencia en un libro. Para los Sutcliffe no hubo consuelo y durante mucho tiempo Pauline, hermana de Stu, repitió que de no haberse unido a los Beatles, su hermano estaría vivo
Imposible saber qué hubiera elegido Stu de haber visto su propia película. ¿Resignaría el amor intenso y fugaz que vivió con Astrid por una prometedora carrera como artista plástico en Liverpool? De la misma manera, no se puede imaginar qué hubiera sido del grupo si no hubieran existido ni ese falso bajista inquieto y voraz ni la experiencia de Hamburgo, clave en todo lo que vendría después. Lo cierto es que aun en los márgenes de cierta retrospectiva, Stuart Sutcliffe fue un personaje decisivo en la historia musical más fascinante de la música moderna. El nombre, la estética y esa búsqueda que siempre fue más allá de letras, melodías y canciones tienen su sello inconfundible. Cinco años después de su muerte, su imagen apareció en la galería de personajes de la icónica portada del Sgt. Pepper.
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