Vivía en España cuando le preguntaron si extrañaba su país. Desde el tango al dulce de leche, devolvió con un “no” cada uno de los iconos de la supuesta argentinidad que se le planteaba. Fue entonces que el entrevistador, “con esa costumbre del periodismo de ir siempre a lo más fácil”, la sentenció: “¡Ah, pero eres una desarraigada!”. Se le ocurrió así la respuesta que, con los años, sería una definición de sí misma “tan genial” que hasta pide disculpas por la inmodestia. “Nací en Entre Ríos. En una época del año, el Paraná baja desde el Amazonas cubierto por una vegetación enmarañada y tan sólida que sobre ella viajan nutrias, mulitas, carpinchos y víboras”, dijo. “Y yo siento que eso es lo que soy. Tengo fuertes raíces que se extienden sobre algo que, como aquel gran camalotal, siempre está en continuo movimiento”. Hablamos del sentido de pertenencia. Algo de lo que siempre ha preferido escuchar desde muy de lejos. Jamás encontró (ni quiso encontrar) sitio en los parámetros de la maternidad “correcta y convencional”. Ni entre quienes dicen amar sin saber qué es el amor. Ni en el porcentual de ninguna estadística que dicte cómo debe ser una persona de ochenta años. Ni siquiera en un “banal” medio artístico de gente insegura que persigue, araña y exhibe la “popularidad inocua, sin finalidad”. Y mucho menos, en un “absurdo e inadmisible” star-system, si es que aquí eso existe. Bienvenidos a un encuentro con Luisa Leonor Benedetto Cardozo (80), outsider a mucha honra: la de “ser con verdad”.
Benedetto es una de las mujeres públicas más misteriosas de este país. Respecto de esta apreciación personal que comparto mientras sirvo el té al que la invito, articula una suerte de coartada sin ensayo. “Tal vez sea el resultado de un probable exceso de defensa de mi vida ante una fama salvaje que me llegó en un momento y para la que yo no estaba preparada”, dice. Es demasiado “presentista” para desandar los 80 con entusiasmo, pero se refiere a Rosa... de lejos, y al “infierno” al que todos se empecinaban en llamar “fenómeno social”. Vivió con guardaespaldas que evitaban que su auto fuese balanceado por las masas o que los más osados intentasen saltar la medianera de su casa. En definitiva, llegó a cantar los temas de un único (y último) disco en el Madison Square Garden, de New York, ante 80 mil personas, un hecho al que hoy titula como “un gran papelón de mi vida”. Fue en ese viaje que dice haber reaccionado “de repente y frente a un algo” que debía resistirse a la exigencia de vestir el disfraz (literal) de Rosa para esa presentación. El vestido hippie y el pelo suelto con los que irrumpió en el escenario, fueron rebeldías que desataron la ira de Alejandro Romay, quien a su regreso la condenó con un grito: “¡Acabás de arruinar tu carrera!”.
A la gran demanda de roles eróticos –”de trazo grueso y tan fáciles de ofrecer a una cámara”– desatada tras su paso por Rolando Rivas, taxista (1972), se sumaba la efervescencia de una popularidad de la que no se había percatado porque “entraba y salía de noche de los estudios de grabación”, recuerda. En ese contexto de situaciones azarosas o, al menos, de elecciones ajenas que ingenuamente creyó poder pilotear, María Herminia Avellaneda (por aquel entonces directora artística de ATC) le abrió las puertas a “un estilo de intelectualidad” que jamás cerró ni cerrará hasta su último suspiro, como advierte. “Ella me puso sobre carriles de la construcción personal”, define Leonor. “Un día me preguntó: ´¿Leíste El segundo sexo, de Simone de Beauvoir?´. ´Sí, claro, a mis 16 años´, le respondí. ´¡Volvé a leerlo, pero ya! ¡Empezá hoy mismo!´, me dijo. “Y fue como si nunca lo hubiese leído. La posibilidad no solo de ampliar lo que tu cabeza, espíritu o corazón puedan entender, sino también la de darlo, es la aventura más fascinante que existe”.
En resumidas cuentas, la noche de la presentación oficial de Las Lobas (1986, Aníbal Di Salvo), resultó definitoria. “¡Un mamarracho todo!”, recuerda. “Había llegado en un vestido blanco de plumas, plenamente grotesco. Vivía rodeada de asesores de vestuario, peinador... Toda esa gente que siempre me decía que estaba ¡di-vi-na!”, pronuncia con ironía. “Esa vez, sentada en esa butaca de aquel cine de la vieja Lavalle, tuve una epifanía, un plaf de historieta. Dije: ´No es por acá. No sé por dónde será, pero por acá no es´. De repente se me apareció mi abuela. Y fue algo así como sentir que estaba cometiendo una traición. Mientras se sucedían las escenas de esa película nada buena, ni mucho menos, dije: ´No es por acá´.” Así germinó la decisión de huir. “‘¡No puedo con esto!’, me repetía. Y no se trataba de aguante, sino de entendimiento. No lograba entender que algún otro que me encontrase en la calle creyera que yo le debía el derecho a una foto, a un café, a un beso o tan solo a hablar sobre mí”, relata. Y entonces, ese mismo año y muy a pesar de los “pero tenés tres hijos”, “pero no hay trabajo”, se radicó en El Escorial, a 57 kilómetros y medio de Madrid, España, “donde cultivé una huerta preciosa y llegué a tener 11 perros y no sé cuántos gatos”, dice. Una determinación que a los ojos de hoy deduce “un acto de inmadurez o cobardía”, pero que por entonces pudo haber sido el fin. Porque como revela: “Real y sinceramente pensé en dejar todo. Estaba decidida a abandonar mi carrera”. Leonor abrazaba una “libertad gozosa”, pero la vocación, celosa y obstinada, sería demasiado caprichosa.
Volviendo al tema en cuestión y aún reconociendo cuánto detesta contar anécdotas, suelta una que, considera, ilustra bien “esa fama sin marco contenedor que yo padecí”, describe. “Me había separado (de José Sacristán, 84). Y la revista Gente publicó ciertas cosas materiales que supuestamente estaban en disputa entre nosotros. Y de repente apareció la foto de un juego de té de plata. Mi madre me llamó de inmediato: `¿Dónde está ese juego?´. Le respondí: ´Ese juego no existe´. ´¡Vamos, a mi podés decírmelo!´, insistió. ´No mamá, aunque pudiera comprármelo, los juegos de plata me parecen horrorosos. No lo tengo´, le dije. A lo que ella remató: ´Si lo dice la revista, es la verdad´. Uff... En ese momento sentí tanto enojo, tanto dolor. No solo porque mi propia madre no me creyera, sino por haber sido víctima de eso”, relata.
“Más de 20 años después, sigo sin verle el beneficio a la fama”, asegura. “Excepto que se la use como estoy intentando hacerlo en este momento: que es devolviéndola en arte, en creatividad, en ética, en estética. Esa es una razón. La otra, que es una sinrazón, es tan peligrosa para quien la porta como para quien la recibe. Porque es de una vacuidad curiosa frente a lo que no se puede sentir ni deseo, ni envidia. Salvo que se sea muy estúpido”, señala. Porque está convencida: “Hay que ser muy inteligente para ser famoso y no convertirse en un imbécil”. Define al llamado ambiente artístico como “banal y aburrido”. Casi un reservorio de “gente con demasiada inseguridad personal y una gran necesidad de permanente reconocimiento, que si no llega en determinado momento o circunstancia, los hace estallar por algún lado”. Y entre otras certezas, erige una principal: la de no sentir el mínimo apego, ni identificación, ni pertenencia. “Los actores somos una especie con encuadres muy inconstantes: nos amamos y nos separamos todo el tiempo”, dice. “Yo provoco el amor entre mis compañeros, si tengo que ser amigo o tengo que ser enemigo, voy ahí, al baúl de los recuerdos y busco en mí aquello que se parezca a lo que debo sentir. Lo encuentro. Pero termina eso y `¡Te llamo!´, ´¡Nos encontramos!´. No... En mi caso, por suerte, no lo necesité. De hecho, jamás he vuelto a encontrarme con mis compañeras de colegio. No me seduce para nada”, declara.
Leonor tiene pocas amigas en el círculo laboral. Y decir “pocas” es, tal vez, un desmedido rapto de generosa. Cita a María Herminia pero, “para ser justa”, la reubica entre maestros. Pero trae el recuerdo de Elena Tasisto, recategorizada como “una hermana más” con quien dice, curiosamente, no haber tenido charlas sobre la profesión que compartían. “A nosotras nos ocupaba la vida”, subraya. “Fue, de quienes he conocido, la persona más inútil para todo. Un día me llamó para preguntarme cómo es que se hacía un huevo duro: ´¿Lo echo en agua caliente? ¿Cuántos minutos se deja?´”, cuenta con gracia. “Aún sigo sin creerlo. Como sigo sin creer lo que ella fue sobre el escenario de Las Troyanas. Sus pies no se apoyaban. Elena levitaba. Pocas veces he visto actrices de ese calibre. Decirse ´actriz´ al lado de ella se sentía casi como ser una farsante”.
Dice tener muy poco conocimiento respecto de la nostalgia, aunque podría admitir renuencia. De todos modos, acepta mi invitación a pasear por Paraná. Solo si comenzamos por la casa de su abuela. “Luisa Maginer. Nunca más volví a encontrar a una mujer que se llamase Maginer. ¡Que es de mágico, eso! ¡Luisa Maginer Sánchez, loca! Sin dudas, uno de los grandes personajes de mi vida”, cuenta. “Al volver a Entre Ríos, 15 o 20 años después de que mis padres me trajeran a Buenos Aires (a sus 13, en un trayecto que hizo en llanto permanente y hoy señala como ‘uno de los momentos de mayor sufrimiento en mi vida’), me di cuenta de lo terriblemente pobre que era mi abuela. ¡Y jamás la escuché quejarse!”, recuerda. “Cada vez que yo llegaba, me daba café con leche, con pan y manteca. Y si era la hora de la cena, hígado frito con cebolla. Siempre me pregunté: ´¿Cómo hace para saber lo que me gusta?´. Por ese entonces me resultaba un poder sobrenatural. Pero no, no hacía nada. Eso era lo único que tenía”, revela. No olvida las dos heladeras convivientes y hasta contiguas en esa casa: la de su tía y la de su abuela. “La de mi tía atestada de comida; la de mi abuela, una lágrima. Y ante mis visitas, ella robaba algunas cositas para darme de comer”, describe. “Esa es una imagen que siempre me ha tenido muy atenta, porque me ha hecho pensar sobre cómo sería el cerebro, el corazón y el espíritu de alguien que viviendo con su propia madre, separaba los alimentos... ¡Ah, mierda! Sin embargo, de ahí vengo”.
¿Fue una niña feliz? “En todo caso podría asegurar que no fui lo contrario”, dice. Recuerda haber crecido con exigencias que hoy traduce, tal vez, como el resultado de la “extraña forma de inteligencia que es la intuición”. Habla de su madre, quien, según cuenta, la convirtió en una de esas niñas insoportables a las que suben a las sillas para que escupan versitos. “A los cuatro años yo quería aprender a bailar, y más luego ser cocinera, pero ella me llevaba del cogote a estudiar declamación... Esa mujer sí que sabía lo que hacía. Un día me dijo: ´Lo tuyo es la palabra´. Ese era mi camino y ella lo tuvo claro mucho tiempo antes que yo”, relata. Honoria Leonor Cardozo Sánchez “se dedicaba a todo y a nada”, describe. “Tenía a una mujer en el patio de casa, de modo permanente, bordando los vestidos que ella misma ideaba. En la época en la que todas vestían como repollos blancos o rosados, mi madre diseñaba prendas que bien podrían haber sido obra de Cocó Chanel: túnicas marrones con moños en verde o azul marino, y puntillas, algo muy extraño. Y a medida que pasa el tiempo más extraño resulta lo que ella hizo con nosotras”. Honoria la instó a rendir libre el primer año de secundaria (en el Colegio Nacional, de San Isidro) y terminarla antes que cualquiera. Siempre bajo el lema “¡Vos podés!”, lo que en Leonor forjaría para siempre el valor de la atención. Y, más tarde, fue cómplice del silencio durante los ocho meses en los que ella ocultó a papá su deserción en la Facultad de Medicina. Ya había comenzado sus clases en el Conservatorio de Arte Dramático, según cuenta, “por la insoportable insistencia de quien fuera luego el padre de mis hijos”.
Así aparece Victorio Benedetto en este relato. “Un hombre nómade y ardientemente dedicado a todo lo que tuviese que ver con autos”, cuenta. “Los hacía. Los arreglaba. Los recibía en su taller o en su estación de servicio. ¡Y hasta los manejaba! Porque papá fue piloto de TC en Entre Ríos. Corría en el Parque Urquiza en épocas de Fangio y los Gálvez”. Seguramente habrá soñado con ganar mucho dinero vendiendo esos “cuasi coches primitivos”, como además, la máquina trilladora de su autoría que cierta vez probaron juntos en algún campo. Claro que lo habrá soñado. Pero, tal vez, no tanto como el hecho de colgar en la puerta de casa la placa de farmacéutica con el nombre de su hija mayor grabado en ella. “Quería mi diploma para vender él las aspirinas. Un plan que le frustré”, dispara con gracia. Sin embargo, nada empañaría ese vínculo tan visceral entre los dos. “Tuvimos con mi padre un amor perdido. Completamente irracional. Seguramente no debe haberle hecho bien a mi madre esa preferencia por mí, tan pero tan a la vista”, asegura Leonor. “Fue una realidad que transité con naturalidad pero que hoy cuestionaría, aún sin saber si tengo derecho”.
Nada que haya sido combustible de disputas ni reyertas. “Si mis padres discutían era por celos razonables de una mujer con un marido al que le gustaba salir mucho de noche”, revela. Pero ahora nos ocuparán otros reproches, los de sus hermanas. Victoria (75) y Pilar (70) heredaban la ropa de Leonor. Ropa que su madre “craneaba” como lo hacía con su propio futuro. “Digamos que mamá no se empeñaba en demostrar el mismo interés por lo que ellas hacían”, advierte. “Sé que todo ese tránsito no ha sido fácil, al menos para mi hermana menor, a quien le llevo diez años. Ella siente que se perdió lo mejor de sus padres y que fui yo quien se quedó con todo eso”, dice. “Quizás tenga que ver con una habilidad muy propia que despunto desde que tengo memoria, la de robar de la gente aquello que me gusta y que me sirve: sabiduría, inteligencia, alegría, facilidad de perdón. Admiro esas cualidades y me ocupo de archivarlas de inmediato”.
Recuerda haber sido aún muy niña cuando un señor –”de esos que se creen ocurrentes”– le preguntó: “¿Qué serás al crecer?”. Ella contestó: “No tengo idea, pero sé que tendré un buen destino”. Y su entorno más íntimo se encargó de él. “A lo largo de mi historia una concatenación de gente, que todo mucho antes que yo, decidió por mí”, asegura. “A estas alturas siento que entre el destino y yo existe un matrimonio bien avenido. Ninguno de los dos hace algo sin la anuencia o el acuerdo del otro”. En fin, llegamos hasta estas reflexiones de camino a otro se sus giros más inesperados e intentando responder si también eso fue parte de un “debía estar ahí y en ese preciso momento”. Escapando tal vez de los coletazos de esa fama que la arrolló a principio de los 80, refugiándose de ella, pretendiendo o ansiando conectar con algo de humanidad, Leonor se enroló en el voluntariado del Hospital General de Niños Pedro de Elizalde.
“Las autoridades decidieron que no me pondrían a trabajar en las salas de los chicos infecciosos, pero sí con los padres de los que padecían cáncer”, relata. “Ahí tuve la sensación clara y palpable de que yo iba a ser útil en algo. Porque ahí había muchas necesidades que cubrir”. De hecho recuerda los tantos bracitos violetas por la falta de agujas especiales para vías, como así también la primera entrega que pudo comprar. “Fue una experiencia maravillosa”, describe. Hasta que un día, “una de las enfermeras se me acercó con cierta sorna a preguntarme: ´En el piso de abajo hay una nena abandonada, ¿quiere conocerla?´. La miré y le respondí: ´No´”, narra. “Al otro día volvió con el mismo tonito de quien quiere manipular la voluntad, en ese caso la mía: ´Esta vez es un nene, ¿tampoco va a conocerlo?´, me dijo. No pude contestar. Y lo vi. Era un enanito rubio de dos años y medio que atravesó ese inmenso salón corriendo hacia mí. Al llegar se abrazó muy fuerte a mis rodillas y me dijo: ´¡Llevame con vos!´. Estaba conociendo a Marcos, mi tercer hijo”.
“Esa noche, mientras manejaba hacia casa pensé: ‘Una persona acaba de decirme que la llevase conmigo. ¿Cómo ser indiferente a eso? ¡Yo no puedo desatender ese pedido!’”, cuenta. Desde entonces, presenció un desfile de prejuicios, mezquindades y frases de lo más descabelladas. “Todos me imploraban: ´¡No te metas ahí, loca!´, ´¿Un niño adoptado?, ‘¿Pero vos sabés de dónde sale?´. Marcos y yo ya nos habíamos elegido. Bah, en realidad sería una tramposa sin medidas si dijese que fui yo. Me dejé elegir”, asegura. Así fue como Leonor se presentó ante un juez. “Y supongo que al contar esto puedo ser blanco del odio, y con razón, de tantas personas que hoy, en este país, están haciendo una cola inhumana para ser padres. Pero admito que jamás tuve problema alguno. Fui clara. ´Mire -lo increpé-, la situación es esta: tengo dos hijos biológicos, estoy divorciada y soy actriz, por lo que entenderá que no tengo un sueldo fijo. Lo mío es con este niño. No estoy buscando otro. Es él y yo, o nada’. Y me acuerdo que le dije algo que pudo haber sonado amenazante: ‘Eso sí. Si me responde un no, lo único que deberá demostrarme es que enviará a este chiquito a un lugar en el que estará mejor que conmigo’. Y ese señor, del que no recuerdo nombre ni apellido y al que quisiera reencontrar, siempre dijo que sí a todo. Porque al poco tiempo me llevé a Marcos a España y él firmó la autorización y mi guarda provisoria. Y lo hizo en una época difícil en la que se estaban expropiando niños y otro tantos nacían en cautiverio”, explica. No recibió la adopción plena hasta su regreso al país y fue entonces que estuvo cara a cara con la madre biológica del pequeño. “Fue raro”, describe. “Ella aceptó firmar con la condición de no perder el contacto con él. Algo a lo que, por supuesto, no me negaría jamás. Pero hasta el día de hoy nunca apareció, ni llamó. Para nada”, cuenta. “A lo mejor eso también fue suerte, ¿no?”.
Cuenta la charla que tuvo con su psicólogo terapeuta –”un freudiano muy freudiano, de los ortodoxos”– respecto del ensamblaje de sus, ahora, tres hijos. “Ni bien le planteé la situación, él me preguntó: ´¿Cómo lo hablará con ellos?´. ‘¡¿Hablar?! ¡No voy a hacerlo!’, respondí yo, frente a su perplejidad. ‘Esto es algo demasiado grande como para que alguno de mis hijos se atreva a negarse’, dije. ‘Les daré el hecho consumado al que deberán adaptarse’. Como así había sido en otras tantas circunstancias, como con algún novio que pude haber tenido después de la separación de su papá. Nunca consulté ninguno de todos esos sucesos: una regla en mi vida”, cuenta. “Desde entonces, y hasta hoy, son tres hermanos fantásticos que se adoran, que discuten y que hasta se putean.” María Antonieta Tuozzo (57) es bailarina profesional de tango, vive en España, donde dicta clases y realiza exhibiciones de ese arte. Tiene una hija llamada Olimpia (14). Nicolás Tuozzo (52), es cineasta, copropietario con Leonor de una compañía productora precisamente llamada El buen destino, y es padre de Matilda (11). Y Marcos Bendetto (40), está radicado en Asunción (Paraguay), donde gerencia una señal subsidiaria sueca que transmite deportes.
Admite llevar “tan desmitificada” la maternidad que al escuchar de otras mujeres frases como “el momento más maravilloso de mi vida fue el nacimiento de mi hijo”, concluye “para mí, ha sido tan solo la naturaleza haciendo lo suyo”. Y el “acomodar” la distancia física que hoy tiene con sus hijos resulta una partida más en el juego recurrente de su “adaptabilidad”. Respecto de si es buena madre, Leonor responde segura: “Creo que no. No lo soy. He roto la tradición y ese halo casi sacro de tantos preceptos psicológicos sobre lo que se debe hacer con los chicos, algo como de suplemento dominical”, cuenta. “Tal vez por mi profesión, toda mi vida supe que no sería una mamá convencional. Siempre preferí ser una madre ausente que trabaja para ellos defendiendo lo que ama, aunque luego les lleve algunos años de terapia. Un ejemplo que considero inapelable, sobre todo para una hija”, declara. “Porque creo en la crianza diferenciada. ‘El cuarto propio’, de Virginia Woolf: eso es lo que hay que darle a una niña desde su nacimiento. La única manera de que se convierta en una persona libre, sin la imperiosa necesidad de salir por ahí a pescar un marido que le dé la buena vida”.
Eso sí. “El rol más importante de mi vida, sin lugar a dudas, es el de abuela”, revela. “Vivo consciente de estar fabricando, descaradamente, el recuerdo que quiero que mis nietas tengan de mí cuando ya no esté”. Nos adentra así en un episodio cotidiano de los más recientes. “Mientras Matilda estaba en casa, escuché una de sus charlas con amigas conectadas a un Zoom. Se reían de los errores que los abuelos cometemos respecto de la tecnología. Al finalizar, la senté y le propuse una especie de intercambio de saberes. Ella me solucionaría los problemas que yo tuviese con el uso del celular o la computadora, y yo la ayudaría ante sus posibles dificultades con la historia, el inglés o las conductas de las demás personas. Y eso hacemos”, cuenta. El feminismo no escapa al marco de sus vastas e inagotables conversaciones. “Ahora se usan las cositas por acá (hace una seña por encima de su ombligo) llevando la panza desnuda... Y el lema de ellas es: ´Tengo derecho a vestirme como me dé la gana´. Sí, es verdad. Pero, ¿estamos atentas a las consecuencias? Porque el otro también puede decirte: ´Es mi libertad´. La libertad que se cree para sí. Siempre les doy el mismo ejemplo: ´¿Se meterían en la jaula de leones hambrientos sin saber qué hacer con ellos?´. Pueden estar entre amigos que conozcan bien, ¿pero qué pasa luego en las calles? Hay hombres que no están educados para ser humanos, razonables y racionales”, sostiene. Es entonces que hago un alto para poner el acento en el “adiestramiento de esas fieras” y no en las elecciones de guardarropa de las chicas. “Puede ser... –responde Leonor–, pero en ese ´mientras tanto´, ¿qué hacemos? Lo lamento, pero no veo otra salida mejor que explicarles a mis nietas que se cuiden. Tampoco es tan grave, vamos”.
Claro que Leonor es feminista. Y sumamente ocupada de sus causas. Pero considera al movimiento “como un árbol con infinitas ramas y ramitas”, y entre ellas, hay algunas con las que no concuerda. No obstante asegura que es inadmisible no apoyar la lucha de las mujeres, admite que no asiste a ninguna marcha. “Creo que como todo propósito, como toda causa relativamente nueva, se cometen errores, excesos, que conducen a acciones que, por lo general, provocan lo mismo o algo peor a eso que se pretende combatir”, sostiene. La militancia, para ella, “es lo más parecido a dejar de ser un ser pensante, con libre albedrío”. Y precisamente en esta suite en la que estamos, la 41 del Meliã Recoleta, que entre 1941 y 1944 fuera la residencia de Eva Perón (cuando el edificio se llamaba Residence Golden Home), Benedetto suelta otro recuerdo en relación a este modo de pertenencia del que charlamos. Tendría entre 26 y 27 años cuando dejó la adhesión activa en la JP (Juventud Peronista) por esas cosas de las tranzas, alianzas e imposiciones de adhesiones que no la representaban. Entonces señala una cuestión empírica: “En Estados Unidos, los negros llegaron al poder porque fueron apoyados por los blancos”. Y, también, una reflexión: “En esta lucha, las mujeres nunca llegaremos a lo que queremos, que no sé qué es lo que queremos, sin la ayuda de los hombres. No se puede derribar de un plumazo tantos años de dominación masculina en términos de legalidades o estructuras políticas”, asegura. “Como dice Iván Jablonka, los hombres han acompañado todas las revoluciones, menos las de las mujeres. Esa es su deuda con nosotras. Cuando los hombres buenos la asuman, avanzaremos. Mientras tanto, me resulta algo difícil”.
“¿Qué aprendiste del amor?”, pregunto dando un giro a esta conversación. “Que lo que yo creí que era amor, finalmente no lo fue”, responde Leonor. “Hannah Arendt escribió un tratado extraordinario llamado ‘Amor Mundi’, qué es el gran amor. El que no pone condiciones. El que acepta. El que entiende. Yo no he sentido eso por ningún hombre. Y estoy segura de que ningún hombre lo ha sentido por mí. A lo largo de toda mi vida, creo que me ha movido el deseo y no el amor”, cuenta. Reconoce y establece un parámetro muy claro. “Entendí que la experiencia más cercana al amor absoluto es eso que vivo con mis nietas. Ni siquiera con mis hijos... ¡Mirá lo que estoy diciendo!”, dispara. “En mis vínculos con los hombres siempre esperé. Ellos también. Y al final, ninguno terminaba recibiendo nada. Hoy sí sé de qué va el amor”, reflexiona.
Le aburre hablar de sus ex, tanto o más como revisar esa lista de “bodrios espantosos” que fueron sus relaciones, entre las que, asegura, no encontrar “recuerdos hermosos”. Alguna vez, hablando de estos hombres en cuestión (José Sacristán, 84, Gerardo Romano, 75, y Santo Biasatti, 78, entre algunos otros), dijo: “A veces miro hacia atrás, los pongo a todos en fila y pienso: ´¡Ay Dios mío, de lo que me salvé!´”. Pero en esta conversación concluye que “en realidad, los que se salvaron fueron ellos”. Porque como analiza: “Ninguno ha corrido el riesgo de tener una mujer que pudiese hacerles la más mínima sombra. Siempre hay un chica por detrás. Algunas de las cuales, me consta, son inteligentes, talentosas y guapísimas, pero siguen ahí, un paso atrás”. Respecto de la existencia o la continuidad de un vínculo con aquellos de los que habla, Benedetto esgrima una respuesta con la contundencia de quien ha rumiado muy bien el tema: “Claro que les he propuesto la posibilidad de tomar un café, de hablar mansamente de lo que significamos el uno en la vida del otro. Pero son ellos los que no quieren. Huyen bastante y, a lo mejor, hacen muy bien”, señala. “No creo que haya en ellos demasiada vocación de conversaciones reales. La afición por la verdad es algo muy difícil de encontrar. Porque romper tantos globos de colores que siguen estando por ahí, puede doler”, dice. “Debe ser por eso que se niegan”.
“Del enamoramiento no tengo una buena opinión”, explica. “Porque cada vez que me pareció estar enamorada, me puse estúpida y he perdido, seriamente, la inteligencia. Como si mi mente se deshilachara por completo. Gracias a Dios, estoy muy alejada de ese estado”. El último registro de una suerte similar fue en 2014. “Lo que sí tengo y he tenido en las últimas décadas –y parece pronunciarlo con cierto orgullo– son atracciones fatales intelectuales, por algunos intelectos. De esas que parecen aniquilar el tiempo. Las de: ´Sentate ahí y hablame. Solo hablame´. Han sido tránsitos casi paranormales y a las que, curiosamente, considero verdaderas infidelidades”, desliza. “He tenido dos experiencias pero de una poderosísima atracción por hombres inteligentes y cultos con los que me encontraba a solas para hablar durante horas. Yo buscaba eso como quien busca el sexo. Además, eran hombres que, como yo, estaban en pareja. Sentía y pensaba: ‘Huy, aquí estoy metiendo unos cuernos... ¡pero colosales!’”, revela.
Y entonces, entre sorbos de un té que agoniza, anuncia una revelación que hará liviana, sin que pretenda yo mucho más detalles. “Lo que sí tengo es a alguien... con quien estamos ahí, el uno para el otro. Nos contamos nuestros actuales estados: afectivos, sexuales, intelectuales. Proyectamos. Compartimos nuestros miedos. Y eso es realmente fantástico”, relata. “Me gusta muchísimo. Y me congratulo de tener en mi vida a alguien así. Está desde hace mucho, sigue estando y creo que así será para siempre”. ¿Es amor? “Sí, es amor. Sin condiciones, sin pelotudeces, sin: ´¿A quién miraste?´, ´¿Por qué llegaste tarde?´ y ´¿Con quién estuviste?´”, aunque echa sobre la mesa una salvedad: “¡Pero no estoy enamorada de nadie y, repito, gracias a Dios!”.
Miami, finales de 1981. Con un sinfín de fantasmas en andas llegó a esa plaza pública atestada de fanáticos, en la que managers y ejecutivos habían decidido celebrar su cumpleaños. “Y lo pasé horriblemente mal”, recuerda. “Cumplía 40 años en el pico de aquella tremenda fama de la que hablábamos. ¡40! Un delito. Porque yo sentía la culpa de estar cometiendo un delito. Una atrocidad. ¡Tenía que mantenerme joven! ¡Sería vieja! ¡Nadie volvería a desearme ni me ofrecería más trabajos! Esa fue la primera y única crisis de edad que he tenido. Pero luego, cuando uno va volviéndose menos tonto, llega el perdón”, dice. “Claro que se le teme a la vejez, y las mujeres mucho más. Si tu única finalidad en la vida es enganchar a un hombre y estar colgada del brazo de él como la cocarda que se les coloca a las vacas al entrar en La Rural... Y, el día que un señor te mire un poco menos vas a querer suicidarte”, reflexiona. “Yo no digo que sea fácil, eh. Pero creo que teniendo un resto de cabeza, hay que ponerlo en funcionamiento o estaremos jodidos”. Entre tanto, cuestiono: ¿qué espera el mundo de una mujer de 80 años? Y Leonor resuelve: “¡Que se muera! Aunque de ninguna manera es mi cuestión lo que espere o piense el mundo... Además, un mundo que está en guerra, evidentemente no es espera nada de nada. Yo estoy absolutamente enfocada en lo que puedo dar y hacer”, asegura. “Mientras haya clientela para eso, habrá vida para mí”. Ella, una mujer de 80, tampoco espera. “Hay espacio para ese porcentual minoritario. No me importa que aquel 92 por ciento de la gente de 80, 90 y 100 años estén en asilos o muertos o como deshechos inútiles. En todo caso prefiero pensar en Edgar Morin, el filósofo francés que a sus 100 años sigue marcando la línea intelectual de Francia. Y yo siempre dije: ‘¡Quiero ser parte de la excepción! De la excepción de aquel 92 por ciento y de todo, en todos los órdenes de la vida’. Y lo estoy logrando. ¿Cómo me llevo con el tiempo? Me llevo bien, como creo que se lleva el conmigo. Y debe ser porque no pienso tanto en él”.
Subraya una clave personal que le ha dado resultado. “Cuido mucho mi vida física, mental y emocional. Huyo como rata de los pusilánimes esos que te dicen: ´De esta no se sale´. ¡Andá a cagar! ¡No salgas vos, a mí déjame de joder! Procuro rodearme de gente inteligente, piola, que defienda, tanto como yo, el disfrute de producir creatividad: el producto más humano”. Su cabeza se abre paso más allá (años luz más allá) de las tablas de Perdida mente (de José María Muscari, en el Multiteatro). Por estos días, recorre el país junto a un grupo de juristas autoras del libro Igualdad real de las mujeres, sobre la necesidad de adecuar la Constitución Nacional a la nueva mirada de las mujeres. Texto que contiene el capítulo “El patriarcado en la ficción”, de su “orgullosa” autoría. Además, las repercusiones que dispararon las perspectivas personales que expresa en “esa especie de boca maravillosa”, como le llama a su cuenta de Instagram, la alientan a fraguar la apertura de su propio canal de Youtube.
“¿Cuándo se es viejo, Leonor?”, le pregunto aún descreído de su edad. Algo que ella, y con buen tino, no toma como un cumplido sino como gran prejuicio respecto de los prototipos y modelos. Pero enseguida retoma la pregunta. “Se es viejo cuando los recuerdos son más fuertes o importantes que los proyectos, dicen los japoneses. Y lo mío es una especie de caldero que hierve muy muy lejos de cualquier miramiento o frustración”, dice antes de revelar otro de los planes que echa leña a su motivación. “Quiero contar mi vida, que no la sabe nadie. Y no es una cuestión de vanidad”, advierte. “Porque si existe un gran trabajo que he hecho a lo largo de mi historia personal es haber batallado cuerpo a cuerpo contra mi vanidad. Creo que he experimentado, transitado y aprendido cosas que pueden resultar útiles a los demás”. Benedetto se jacta de haber tenido una vida alimentada a fuerza de entusiasmo, pasión y, por sobre todo, alegría. “Poca gente conoce el poder fenomenal que tiene la alegría cuando el disfrute es verdadero. Ese que sabe detenerte: ´¡Huy, escuchá, escuchá! ¿Qué pájaro es ese que está cantando?´. Ahí hay algo de conexión con el centro de la vida que conservo desde muy chica. Tal vez sea la provincia... No lo sé”.
Agradecimientos: Meliā Recoleta Plaza y agencia F+F
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