Está el caso de Roberto Pettinato, que -según marcaría cualquier GPS- nació en Buenos Aires, Argentina, y en realidad... no: su madre dio a luz en la Embajada de Ecuador ubicada aquí, pero que se considera territorio de aquel país. Luego de la Revolución Libertadora la familia -con un Roberto Pettinato padre que había sido funcionario de Perón- había solicitado asilo allí, temiendo por su integridad. Petti recién pisaría suelo argentino dos años después, al salir por primera vez del edificio y caminar por la vereda. ¿Pero quién podría dudar que el conductor es tan porteño como el Obelisco?
Pese a sus particularidades, lo suyo no resulta excepcional: Adrián Suar nació en Estados Unidos al igual que María O’Donnell, Luis Ventura lo hizo en Brasil y Liz Solari en Colombia. Sus circunstancias ya han sido contadas aquí mismo. No obstante, hay más personalidades célebres que para el imaginario popular son argentinas, cuando en realidad se asomaron al mundo en otras latitudes.
Si hablamos de mundo, Iván de Pineda le dio varias vueltas. Hombre de vasta cultura -llegó a leer 300 libros en seis años-, es todo un especialista en viajes: ya no hay manera de tener un registro de la cantidad de veces que habrá subido un avión. ¿O sí? “Tengo todo acá- dice el conductor, señalando su cabeza-. Queda todo en mi mente. Cierro los ojos y es increíble: me puedo acordar hasta el olor del primer avión, del primer vuelo, y recuerdo de la persona que tenía al lado y de qué hablé. Si me quedé sin batería en el teléfono, cierro los ojos y puedo rememorar esa foto, esa postal, ese momento”.
Gracias a su prolífica carrera como modelo, De Pineda vivió en París, Nueva York y Londres. También se quedó un tiempo en Tokio, Berlín, Munich, Hamburgo, Barcelona y Los Ángeles. Pero sin importar el país en el cual esté, su reloj siempre marcará la hora de Buenos Aires: “Estoy en otro lado, pero mi cabeza también está con la gente que forma parte de mi vida”. Porque será que uno pertenece al lugar en el que es amado. Y en Argentina a Iván lo quieren -lo queremos- mucho: este es su país, aun cuando nació el 11 de julio de 1977 en Madrid, España.
Cuando tenía siete años sus padres se separaron. Su papá, un hombre bohemio de la clase alta española, permanecería en la Península Ibérica, pero su mamá, argentina, regresaría a su tierra acompañada por su tres hijos. Y en el colegio San Miguel de Recoleta al cual asistió Iván, sus compañeros lo apodaron... El Gallego. La picardía criolla a menudo es bastante predecible.
La historia grande del teatro argentino le guardará un capítulo aparte -y una mención especial en tantos otros- a Pepe Cibrián Campoy, director teatral, autor, dramaturgo y actor. Declarado en 2011 ciudadano ilustre de la Ciudad de Buenos Aires, el creador del musical Drácula es un hombre clave de la escena nacional, al igual que lo fueron sus padres, José Cibrián y la inolvidable Ana María Campoy.
Artistas de raza, de aquellos que realmente escasean, José -oriundo de Buenos Aires- y Ana María -de Bogotá- se conocieron en México en 1947 para un año más tarde casarse en Guatemala y tener a su primer hijo en plena gira por Centroamérica: Pepe nacería en La Habana, Cuba, el 13 de mayo de 1948, luego de que la actriz hubiera recurrido a una faja -hasta las últimas semanas de gestación- para seguir subiendo al escenario sin que su embarazo se notara. En 1949 los tres ya se instalarían definitivamente en Argentina.
De ese modo el niño repetiría la historia de su madre: la Campoy nació en Colombia porque su mamá, la española Anita Tormo, también se encontraba en plena gira teatral, allá por 1925. Cuando Ana María dio luz a Pepe, el padre del niño se hallaba en otra ciudad: había continuado con el recorrido artístico. Apenas se enteró -a través de una carta escrita por su esposa-, José viajó a La Habana para conocer a su hijo.
Pepe tenía apenas un año y medio cuando pisó un escenario por primera vez. Fue en el Teatro Colón de Bogotá. Y ahí supo que su vida transcurriría sobre las tablas, o al lado de ellas. Aunque en rigor lo suyo venía en su sangre: sus tatarabuelos también eran actores.
Polémico y a la vez referente, tan cuestionado como admirado, Bernardo Neustadt ha protagonizado momentos fundamentales del periodismo argentino. Por caso, en 1984 moderó el primer debate televisado, aquel que protagonizaron el por entonces canciller Dante Caputo y el senador catamarqueño Vicente Saadi, quienes expusieron sus posturas sobre la firma de un tratado de paz entre Argentina y Chile para dar fin al conflicto del Canal de Beagle.
Una década después el conductor formaría parte de otra emisión álgida: después del 0-5 contra Colombia, José Sanfilippo le dijo a Sergio Goyochea su clásico “te comiste todos los amagues, pibe” nada menos que en el exitoso ciclo Tiempo Nuevo. Minutos después, un Carlos Bilardo furioso se apersonó en el estudio, y Neustad y Mariano Grondona le hicieron un lugar en su mesa. Política nacional y fútbol argentino en estado puro.
Esas dos situaciones tan nuestras fueron dirigidas por un hombre nacido el 9 de enero de 1925 en Iasi, una de las ciudades más importantes de Rumania. Su papá trabajaba en la Embajada Argentina en Bucarest. Y cuando Bernardo tenía seis años, se asentó en Buenos Aires con toda su familia.
“Yo podría haber sido de otro país, pero la cosa es así: yo soy argentino dos veces -declaró Bernardo en una conferencia-. Mi padre me anotó como argentino sin mi permiso. Y después, había una ley por la que a los 18 años había que presentarse ante un juez y decidir si quería ser argentino, y por segunda vez me victimicé. Así que soy doblemente argentino”.
Bernardo Neustadt, el hombre que dormía cuatro horas por día y que había comenzado en su oficio a los 13 en el diario El Mundo, murió en Martínez en 2008, a sus 83 años. Fue el 7 de junio. Justo la fecha en que se celebra el Día del Periodista.
Sin desmerecer a ninguna otra narrada hasta aquí, puede que la historia de Reina Reech merezca una crónica exclusiva: es propia de una novela o de una serie de streaming.
Difuso entre los recuerdos de su primera infancia, Reina apenas si conserva imágenes, olores, impresiones de un viaje en barco: aquel que hizo con su abuela Juana -su hija mayor, Juana Repetto, se llama así en su honor- para cruzar el Atlántico. Esa niña de apenas un año dejaba su Viena natal para arribar a la Buenos Aires que la cobijaría.
En cambo, la actriz sí conserva la certeza de una sensación que no terminaría siendo tal: creyó que nunca más vería a sus padres. La prestigiosa vedette Ámbar La Fox y el bailarín y coreógrafo Alejandro Maurín -quienes se habían enamorado en una pista de patinaje sobre hielo de Buenos Aires- se habían quedado en Austria. Tiempo después volverían a la Argentina.
Reina tenía siete cuando sus padres se separaron. Se mudó con su abuela y una tía; recién dos años más tarde regresaría con su mamá. Todo lo vivido en aquel primer septenio le provocó a Reech una profunda huella de abandono que resolvería muchas décadas después. Y si bien vivió en Europa unos años -entre fines de los 70 y principios de los 80-, jamás regresó a la Viena que la vio nacer, en la cruda noche de invierno del 19 de febrero de 1958. Esa es la única cuenta pendiente que tiene esta mujer que logró abrazarse con aquella niña.
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