Resiliencia es la capacidad que tiene una persona para superar circunstancias traumáticas como la muerte de un ser querido, un accidente o un gran fracaso. Ante esas situaciones límite para todas las personas -sean famosos o ignotos- solo hay dos opciones: darse por vencidos o enfrentarlas para salir más fortalecidos y sabios. Desde afuera Marcelo Tinelli, Darío Barassi e Iván De Pineda parecen haber conseguido todos sus objetivos. Son exitosos, reconocidos profesionales y lograron una linda situación afectiva, pero también son verdaderos resilientes que lograron superar complejas situaciones con optimismo y coraje.
El niño que se hizo hombre a los 10 años
Desde hace más de tres décadas es el conductor televisivo más famoso de la Argentina. Desde sus primeras salidas en La Oral Deportiva se las ingenió para hacer reír a los que lo siguen. Detrás de ese conductor exitoso, padrazo, al que parece que todo le va bien, se encuentra un hombre que de muy chico conoció el dolor y la tristeza.
Como el animador se encarga de recordar y contar, nació y creció en la ciudad de Bolívar. Su papá, Dino Hugo, era un tipo muy querido. Divertido y buen amigo, fue jugador de fútbol en los clubes zonales, encargado de una florería, de una pequeña textil, de un bar y, finalmente, periodista. Con Marcelo, su único hijo, tenían una relación entrañable y llena de complicidades. En Carnaval, se ponían en la ventana para tirar bombitas de agua. Dino era dueño de un diario, El Mensajero, y tenía otro en sociedad, La Mañana. En tiempos sin web, Marcelo lo ayudaba tomando nota de las formaciones de los equipos de fútbol.
Su mamá, María Esther Domeño, era docente y Marcelo recuerda que estaba “siempre corrigiendo las pruebas en casa”. En la Primaria, sus maestras lo definían como un chico “muy pulcro y fino, un caballerito”. Aunque en la escuela era tranquilo, se desataba con sus amigos del barrio. Una vecina solía correrlos a escobazos porque organizaban partidos a la hora de la siesta. Les gustaba recorrer la manzana pero saltando por los techos de las casas. Se metían en la casa de un bioquímico que había fallecido para jugar con los tubos de ensayo y los animales embalsamados que habían quedado. Otro pasatiempo era robar fruto de los árboles de los vecinos y comerlos escondidos entre los yuyos.
En esa infancia de pueblo casi idílica había un gran nubarrón. Dino contrajo una enfermedad hepática y Bolívar no contaba con el tratamiento adecuado. Su hijo estaba jugando cuando le dijeron “tu papá está enfermo”. A las 4 de la mañana lo subieron a un auto para llevar a Dino a Buenos Aires y ser internado. Falleció a los 15 días. Tenía 38 años. Marcelo nunca más volvió a su casa: se quedó en la de los abuelos maternos. De un día para otro dejó escuela, juguetes, amigos, es decir toda su infancia. Y sobre todo, dejó de tener a su papá.
El contraste entre la Capital y Bolívar fue brutal. Los colectivos, el tránsito por la avenida Pueyrredón, lo paralizaban. En el nuevo colegio no la pasó nada bien. Sus compañeros se burlaban de su candidez pueblerina y su tonada. “Yo me comía todas las ‘s’ y decía todo con ‘j’. Decía palabras raras y los pibes se me cagaban de risa”. Sin su papá, sin sus amigos, tampoco pudo encontrar el apoyo en su mamá. La depresión, esa enfermedad tan compleja como silenciada, comenzó a atrapar a María Esther, quien se recluyó en su casa y no quiso salir más.
“De muy pendejo, a los 17 años, la empecé a llevar a los neuropsiquiátricos. Era un dolor muy grande para mí dejarla internada. Muchas veces trabajaba en la radio para conseguir canjes de la clínica donde podía internarla. De esa manera podía pagar la internación, sino tenía que terminar en hospitales, como también pasaba. Por ejemplo, en el hospital de La Plata, que la llevaba en tren. Para mí era tremendo dejarla ahí”, recordó Marcelo ante Luis Novaresio.
Su mamá falleció en 1994, en pleno éxito de Ritmo de la Noche. Tinelli no solo se convirtió en el conductor más famoso de la Argentina: logró formar una maravillosa familia ensamblada donde “los tuyos, los míos y los nuestros” conviven en armonía, se quieren y miman. El conductor de la risa franca alguna vez dijo: “En este mundo estamos de paso, y lo único que nos queda es tratar de disfrutar el momento”. El también encontró la vuelta para hacérselo disfrutar a los otros, y sobre todo, encontró la clave para jamás darse por vencido ni aún vencido.
Cuando el humor sana y salva
Desde 100 argentinos dicen se consolidó como uno de los grandes animadores que logra atrapar al público con humor, inteligencia y sin golpes bajos. Simpático, gracioso, pasó su infancia y adolescencia en San Juan, donde su familia era muy conocida. Su árbol genealógico cuenta que es bisnieto de un intendente de la ciudad de San Juan y sobrino nieto de Alfonsina Storni. Su abuelo era dueño de las bodegas Graffigna y su papá, Fernando Alberto Pacheco, abogado.
Barassi nació el 5 de noviembre de 1983 y, como sus hermanos Fernando y Leandro, lleva como segundo nombre Tadeo. Es porque Laura Barassi Farrugia, su mamá, le hizo esa promesa a San Judas Tadeo para que nacieran saludables.
Hasta los cinco años, la vida de Barassi era casi la de un niño privilegiado. Una familia sin problemas económicos, padres y abuelos presentes, dos hermanos mayores para jugar y pelear, y una ciudad donde andar por la calle no era un peligro. Todavía recuerda los paseos con su papá por las canchas de Jockey Club San Juan y los abrazos inmensos cuando el hombre llegaba de trabajar.
Todo iba bien cuando su papá tuvo que someterse a una cirugía de rotación de cadera. La intervención no parecía complicada, pero le quedó una hemorragia interna que los médicos no detectaron y al poco tiempo falleció. Darío se quedó huérfano con solo cinco años.
Su mamá, viuda a los 32 años y con tres hijos, comenzó a trabajar en el sistema judicial y el abuelo materno, Alfonso, al que todos le decían Toto, pasó a convertirse en una figura muy importante. Construyeron un gran vínculo. Nadaban y cocinaban juntos. “Nos respetábamos mucho. Era un gordo divino. Llegabas a su casa y te recibía tan italiano: en boxer, la camiseta manchada de tuco, se abría un buen vino y ponía sus óperas al palo. Pero para nosotros era la ley: él aprobaba o desaprobaba las decisiones. Cuando empecé a trabajar en AM me escribía mails asesorándome sobre lo que estaba bien y lo que no. Una vez, haciendo un sketch, me travestí. Y recibí su: ‘¿Era necesario...?’”.
Con el tiempo, la mamá de Barassi se volvió a enamorar y Antonio entró a la vida de Darío. Aprendió a querer a ese hombre que hacía feliz a su mamá, pero cuando el conductor tenía 17 años, la muerte volvió a noquearlo: Antonio falleció por el cáncer.
Estas despedidas tan tempranas como inexplicables podrían haberlo convertido en un ser taciturno y pesimista. Descubrió que “el humor es como un aliado en todo sentido, es sanador y facilita todo en la vida y el límite lo pone el otro”. En sus programas no duda en ejercer con naturalidad el humor negro y desacralizar temas que a otros pueden poner incómodos. “Un saludo a mi padre muerto” o “Mi mamá nos perseguía con la manguera cuando nos portábamos mal”, son algunos de sus chistes recurrentes. “Es el tipo de humor que tengo, que lo hago en casa desde que soy chico y si me permito hacer humor es porque son temas que tengo elaboradísimos y en un asado con amigos también los charlo así”, contó en Teleshow.
Hoy Barassi es uno de los conductores mimados por las audiencias, disfruta del reconocimiento y el éxito. Para él los aprendizajes pasan por otro lado. “Aprendí a vivir con el dolor. Aprendí que tengo una familia hermosa, con una vieja que se la súper bancó. Y que por más humor que pueda hacer sobre mí mismo, siento mucho amor propio. Miro 30 años hacia atrás y me dan ganas de abrazarme. De aplaudirme. De decirme: ‘Tuviste una vida complicada y de vaivenes, y mirá dónde estás hoy. ¡Bien, gordo, estamos en camino!’”.
Un desarraigo del cual salir fortalecido
Más de un muchacho argentino pagaría por ser Iván de Pineda por un día. Las razones saltan a la vista: pintón, canchero pero no sobrador, de modelo no solo trabajó con las modelos más lindas, tuvo a la mismísima Sharon Stone sentada toda una tarde sobre sus piernas mientras tomaban fotos para una publicidad. Pero además del envase, De Pineda es un contenido. Cultísimo, habla cuatro idiomas y es un lector voraz que en seis años leyó 300 libros.
Detrás de ese hombre culto y exitoso hay un chico tímido al que en la escuela primaria le costaba hacer amigos. Iván nació el 11 de julio de 1977 en Madrid. Su papá era un hombre bohemio de la clase alta española y su mamá es argentina. Vivían en España, pero cuan cuando Iván cumplió siete años sus padres se separaron; con su mamá y sus dos hermanos se mudaron a la Argentina.
El cambio fue muy fuerte, Iván paso de consumir Tigreton y Pantera Rosa, los famosos pastelitos españoles, a descubrir los alfajores de dulce de leche. De vivir en Madrid y Sevilla a la Ciudad de Buenos Aires. Del elegante Barrio de Salamanca, donde residía en Madrid pasó a la elegante Recoleta porteña. En la Argentina siguió jugando a los autitos pero abandonó su sueño de ser torero. Pasaba horas leyendo a sus autores favoritos: Salgari, Dickens, Dumas, Sabatini, Conan Doyle, Julio Verne y Mark Twain. El conde de Montecristo lo terminó cinco veces. Su personaje favorito de historietas es El Corto Maltés.
Su mamá lo anotó en el colegio San Miguel donde sus compañeros lo cargaban por su acento español, pronto lo apodaron el Gallego aunque él explicaba que había nacido en Madrid. Esos “chicos” y no “niños” lo miraban extrañados: mientras ellos se anotaban en fútbol, él asistía a talleres literarios y representaba obras clásicas con marionetas. Intentando conseguir amigos tuvo una idea. “Para generar la interacción con mis compañeros, se me ocurrió armar la biblioteca de mi clase”. Le pidió cinco libros a cada uno y se juntaban a pensar palabras nuevas.
A los 16 años una tragedia puso patas arriba su vida. Su papá falleció de una embolia. Fue entonces que su tío Alejandro le hizo una broma: mandó una foto suya a una agencia llamada Elencos. Al tiempo lo llamaron y les dijo que no. Lo volvieron a convocar y luego de una sesión de fotos de apenas diez minutos cobró 200 pesos, un montón para la época. “Era adolescente, jugaba al rugby, salía con mis amigos y no tenía un peso en el bolsillo. De pronto me vi con semejante cantidad de guita y todo a cambio de una foto pedorra que publicó una revista. Lo que me pagaron equivalía a unas…¡120 cervezas! Terminé invitando a todos mis amigos a una vuelta de birra. Fue una locura”.
Los rasgos exóticos de su cara, su figura lánguida y boca llamativa le abrieron un lugar en el mundo del modelaje. El hombre que protagonizó campañas internacionales, trabajó con modelos tops, viajó por el mundo y que asombra a todos por su cultura y buen trato hoy se define como un “tipo sencillo y muy feliz”. Nada mal para ese niño que parecía que los únicos amigos que deseaba tener eran los que se escondían en los libros de su biblioteca.
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