“Buenos Aires, sábado 20 de enero de 1996.
Es la mañana y recién llego a mi hotel. Es grandioso de una forma decadente: techos altos, ventanas enormes y un balcón precioso. Mi única queja es que mi cuarto está en el segundo piso, y mis fans están afuera cantando ‘Eva/Madonna’ y las letras de mis temas. Es muy halagador de día, pero no tan genial a la noche cuando intente dormir.
En el camino desde el aeropuerto vi dos graffiti pintados en las paredes que decían: “EVITA VIVE, FUERA MADONNA”. ¿Qué tal eso como bienvenida? También leí en los diarios locales que Alan Parker, Antonio Banderas –que hace del Che–, y yo, fuimos declarados personas no gratas, que es una manera amable de decir que somos basura podrida. Por supuesto, eso viene de un pequeño grupo de peronistas que están desesperados por atención y realmente no saben bien contra qué protestan. Estoy segura de que vendrían a tomar el té conmigo si los invitara.
Nada de esto me desalienta.”
Fue hace 26 años. Madonna Louise Ciccone acababa de registrarse en lo que entonces era la mansión del Park Hyatt de Buenos Aires bajo el nombre de Lola, un apócope cariñoso de su segundo nombre, con el que sabía que pasaría inadvertida ante las hordas de fans y también ante sus detractores, que amenazaban con matarla en cuanto pisara la Argentina.
Para el peronismo más católico y nacionalista, que esa cantante libertina y yankee que hacía sólo tres años había editado un disco tan explícito como Erótica –cuyos videos “pornográficos” junto con el libro Sex (publicado en 1992), le habían valido la prohibición de ingreso al Vaticano– ahora quisiera hacer de Evita, era una afrenta intolerable. Y se lo hicieron saber desde el principio.
La reina del pop se había prometido escribir todo lo que sintiera, pensara y soñara sobre “el gran viaje de su vida” un mes antes del rodaje, ya con “mariposas en la panza”. Esa bitácora sería publicada en exclusiva unos meses más tarde, en noviembre de 1996, en la revista Vanity Fair como parte de la promoción de la película, y narra con humor, sensibilidad, nombres y detalles la aventura que había comenzado dos años antes, en la Navidad de 1994, cuando le mandó –”poseída por una fuerza involuntaria”– una carta a Alan Parker explicándole por qué ella era la única que podía representar bien el papel de la abanderada de los humildes: “Sólo yo puedo entender su pasión y su dolor”, le dijo. Y lo convenció.
El proyecto llevaba años pasando de un director a otro por lo mismo que notó Madonna en cuanto pisóla Argentina: producir una película en medio de la hostilidad del oficialismo en un país con poca tradición cívica y de respeto por la libertad de expresión –a sólo una década de la recuperación de la Democracia–, podía ser un infierno. El último en bajarse había sido Oliver Stone, que había llegado a viajar para ver locaciones. Parker, en cambio, estaba tan determinado como ella a rodar el film basado en el guión del musical de Tim Rice y Andrew Lloyd Webber. Contra viento y marea.
El viento, huracanado, era la furia de quienes consideraban que la versión de Broadway de la santa patrona del peronismo la pintaba como una mujer superficial y trepadora en lugar de como una mártir de la oligarquía, algo que la elección de la chica material como protagonista parecía confirmar. La marea, los fans. De hecho, lo que la reina del pop no había visto de camino al hotel eran las pintadas de los que repetían –en esa grieta eterna de la Argentina–: “Si Evita viviera, sería Madonna”.
El amor desmedido de los grupos que coreaban sus canciones en la puerta lateral del que hoy es el Four Seasons, sobre la calle Cerrito, no era menos amenazador que el odio de los que pedían que se fuera: todos querían verla, tocarla, quedarse con algo de ella. Sin contar con la guardia permanente de los paparazzi dispuestos a todo por una foto de la diva, desde persecuciones a toda velocidad, hasta tirarse sobre su auto para detenerlo y robarle una foto. Madonna lo supo y lo escribió en su diario desde el principio: su suite era una cárcel, y por eso tenía que ser lo más confortable posible.
El equipo de producción local se había ocupado de que todo estuviera dispuesto de acuerdo a sus requerimientos: un gimnasio de una tecnología que en aquel tiempo era impensada en la Argentina –una cinta contínua, una Stair Master, un Life Cycle, un escalador Versa y mancuernas de última generación– para su ritual de ocho horas de entrenamiento por día; únicamente flores blancas y frescas –lirios, rosas y orquídeas con sus tallos cortados en 15,24 centímetros rigurosos, y gardenias flotantes en el baño–; decenas de botellas de agua Evian para cumplir con su meta diaria de tomar tres litros –hoy las reemplazó por agua bendita de Kabbalah, en las que se dice que gasta más de US$10.000 al mes–; vajilla de cristal y porcelana; una licuadora con frutas frescas –en especial, sandía, manzana y mango, difícil de conseguir en la Buenos Aires de los noventa–; además de pochoclo, papas fritas, cereales, y gomitas masticables con forma de osos marca Haribo.
Nada de eso evitó que, en cuanto entró a la exclusiva suite del segundo piso de lo que fue el Palacio Alzaga Unzué, se quejara de un hilito de luz que se filtraba entre las cortinas blackout: si iba a cumplir su sueño de convertirse en Evita, necesitaba dormir bien. Las cambiaron, aunque no fue suficiente; las cortinas no podían contra los gritos permanentes de los fanáticos, y Madonna terminó mudándose por las noches a un cuarto en un altillo “del tamaño de un placard para guardar escobas” para evitar los ruidos. Sólo así logró conciliar el sueño; el otro estaba en marcha: sentía la presencia de Eva Duarte en cada golpe de las pesadas ventanas de la suite.
Para cuando llegó a la Argentina, hacía meses que la intuía en su cuerpo, y esa sensación aumentó en el set, al empezar a caracterizarse como ella: las lentes de contacto marrones para esconder sus ojos verdes, una funda en los dientes para que no se viera la separación característica que tiene la artista entre sus paletas, y la peluca castaña por encima del rodete platinado que exigía el papel, para encarnarla también en su juventud, una elección que le llevó horas de pruebas para no verse como “un cocker spaniel” –cualquier semejanza con las señoras que aún hoy desprecian a Evita, es pura coincidencia–.
El rodaje recién comenzaría el 13 de febrero, en la estación de Uribelarrea, donde, como la aspirante a actriz en Los Toldos, se despidió de sus hermanas antes de subirse al tren de la historia. Pero Madonna había insistido a la producción para llegar veinte días antes: necesitaba ese tiempo para terminar de empaparse con el personaje, entrevistarse con quienes la habían conocido, recorrer sus lugares. De todo lo que tenía en común con ella, nada le era más propio que el deseo de consagrarse como actriz. Necesitaba demostrar que su talento excedía lo musical, y se entregó por completo a las órdenes de Parker.
En esas semanas previas, se reunió con historiadores, empresarios, políticos y diplomáticos cercanos a Eva, fue a algunos cocktails con “la creme de la creme” porteña –donde se sorprendió de que le dieran agua caliente en vez de champagne, se incomodó con la costumbre criolla prepandémica de besarse para saludar en vez de dar la mano (“me llevé los gérmenes de todos”), y dejó pasar la oferta evidente de sus anfitriones, que mezclaron entre los invitados a “unos chicos de aspecto promiscuo, pelo largo y miradas lujuriosas que creo que se suponía que tenían que volver conmigo al hotel”–.
También se dejó encantar por la magia del Cementerio de la Recoleta y sus mausoleos “como pequeñas mansiones con ventanales que dan a los ataúdes, rodeadas de gárgolas, estatuas, fotos y pinturas religiosas, donde los muertos viven con estilo”; recorrió la Biblioteca Nacional –y quedó pasmada por la imprudente manía argentina de demoler el pasado, al descubrir que no quedaba ni un ladrillo de la casa original en la que murió Evita–; aprendió a bailar el tango reo en las milongas –exigió que su partenaire en la película fuera el argentino Luis Bocchia–; y probó los gustos de la “jefa espiritual de la Nación”. Incluso el lomito completo con huevo y papas fritas, que era prácticamente un atentado para su dieta.
“La única manera de comer con sensatez en este país es no comer. El concepto ‘sin grasa’ parece no haber llegado todavía”, escribió la estrella, que invariablemente pedía a la producción de la película que le sirviera sushi, otra rareza para la época: por entonces, fuera de los restaurantes tradicionales japoneses, sólo podía pedirse en Furusato, Morizono y el Soul Café.
Fue a la salida de una de sus primeras entrevistas, con el ministro de Relaciones Exteriores de Perón, Tuco Paz, cuando terminó literalmente de rodillas ante la fiebre de sus admiradores. En su diario escribe que eran más de 500 y que tuvo que hacerse paso gateando mientras su guardaespaldas, Bob –un adonis negro y aceitado– trataba de contener la barbarie. El resultado: “Cuando logré llegar al auto y cerré la puerta, me di cuenta de que había perdido un zapato y se me había roto el taco del otro. Eran Versace, no se preocupen”.
Por eso urdió un plan mejor para visitar la Recoleta y poder hacer un poco de turismo: su asistente personal, Caresse, saldría en lugar de ella en su Mercedes Benz azul polarizado, para engañar a la prensa y a los fanáticos, y ella escaparía escondida en la van de la seguridad, hasta que “no hubiera moros en la costa”. Funcionó para Madonna, pero no para Caresse, porque “al descubrir que yo no estaba en el auto, los paparazzi se le tiraron encima y le empezaron a gritar ‘puta’”. Cuando la asistente volvió al hotel, la esperaba la policía, que la acusó de atropellar a dos adolescentes en su huída –según Madonna, estaban contratados para hacerle una emboscada–. Estuvo detenida cinco horas y fue recibida en la comisaría al grito de “asesina”.
Fue por eso, y por las reiteradas amenazas de muerte que preocupaban sobre todo a su manager, que seguía todo desde los Estados Unidos, que Madonna terminó reunida con el entonces jefe de Policía porteño, que le dio la explicación más convincente para la violencia que les generaba su presencia tanto a sus fanáticos como a los que se oponían al rodaje: “Son las mismas razones por las que perseguían a Evita, las dos son mujeres con éxito y poder”.
Como Eva, la cantante sentía que se enfrentaba al conservadurismo. Lo escribe en la víspera de la conferencia de prensa: “Van a hacerme preguntas estúpidas. Van a ser rudos, reaccionarios e ignorantes. Van a preguntarme si soy católica, si uso ropa interior y si soy una persona solitaria: Sí. Sí. A veces”.
En esa conferencia se sintió protegida por la inteligencia de su marido de la ficción, Johnatan Price, en el papel de Juan Domingo Perón. Pero en el set montado en las inmediaciones de la Casa Rosada –para la filmación se cortaron todos los alrededores de la Plaza de Mayo–, apenas si interactuaba con los miembros del equipo.
Se encerraba en su camarín –que fue primero una motorhome traída de Montana y decorada con una moquette, una cama inmaculada, flores blancas, y luces de neón para poder verse mejor y poder corregir su maquillaje; y luego, cuando le quedó chico, un container fabricado por Juan Lepes, el padre de Narda– a estudiar el libreto, y, al salir, se movía siempre con una sombrilla para evitar broncearse. Le parecía ridículo que la prensa urdiera chismes sobre sus supuestos celos de Melanie Griffith, la entonces mujer de Banderas: “Cualquiera sabe que jamás saldría con un hombre que usa botas de cowboy”.
En cambio, sí la sedujo desde el minuto cero el productor argentino Pablo Bossi, fundador de Patagonik y Pampa Films, pese al look que enervaba a su vestuarista, Penny Rose: “¿Cómo te va a gustar un tipo que usa traje y zapatillas?”, le repetía.
Madonna se acercó a él en cuanto su novio del momento, el bailarín y personal trainer cubano Carlos León, dejó la Argentina, y algunos dicen que antes también. El 11 de febrero escribió en su diario que, por primera vez desde que estaba en el país, había tenido un día “soñado”. Con Bossi al volante de una camioneta, había logrado escapar de su cárcel escondida debajo de una manta en el asiento trasero, para pasar un día de campo en las afueras, “sin escolta policial, sin guardaespaldas, sin cámaras y sin ruidos”.
Y, por primera vez, pero en su vida, entre los petisos de polo del responsable de Nueve Reinas (2000) –que montó “vestida con pantalones satinados y zapatos de Prada”–, pensó que un mundo como ese era posible para ella: “Galopar sin que me importe nada de nada, con el pelo al viento. Tener hijos y un marido que me esperen para almorzar”.
No lo sabía aún, pero ya estaba embarazada de Lourdes, su primogénita. Durante todo el viaje había sentido náuseas y un cansancio feroz –”como si me hubiera picado una mosca Tsé-Tsé”–, pero lo atribuyó, al igual que la falta de su período, al estrés de la filmación. Fue en Argentina donde se hizo el test casero que luego confirmaría con su médico en Nueva York en un alto del rodaje, antes de viajar a Budapest para grabar las escenas finales. Pero tenía tanto miedo de perder el papel por eso, o de que la noticia intensificara el acoso de la prensa, que no se lo dijo a nadie más que a su asistente.
Una obsesión la perseguía entonces mucho más que la prensa: quería cantar Don’t cry for me Argentina desde el balcón de la casa de Gobierno, pero el presidente de entonces, Carlos Menem –aconsejado por sus asesores de Comunicación para no generar mayores conflictos con el ala dura del peronismo–, se negaba no sólo a concederle la autorización a Alan Parker, sino a entrevistarse con la diva. El entonces dueño de Editorial Atlántida, Constancio Vigil, muy cercano al riojano, se ofreció a interceder.
Madonna supo así, con amargura, que Menem había almorzado con la modelo Claudia Schiffer y había entretenido a los Rolling Stones en su visita al país, pero parecía no tener tiempo para ella. “Una vez más compruebo que, en este mundo, cuando defendés una opinión te convertís en una amenaza. Te tienen miedo”, escribió en su diario.
El encuentro finalmente ocurrió el 8 de febrero, gracias a los buenos oficios de Vigil y a la recordada debilidad por los famosos de Menem. Madonna voló con Bossi en helicóptero hasta la isla El Descanso, en el medio del Delta de Tigre –luego volverían solos–, para esa primera reunión secreta, y se sorprendió a sí misma por lo encantador que le resultó el presidente.
“Pequeño, desafiante y bronceado, con sus pies diminutos y el pelo teñido de negro, es un hombre muy seductor”, escribió. Entre caviar y champagne –”que no pude resistir”–, la diva le hizo escuchar el soundtrack de la película mientras él no dejaba de mirarle la tirita del corpiño. “Cuando lo sorprendí, me sostuvo la mirada”, dice su diario quien prohibía por contrato al staff y a los actores de Evita que cruzaran sus ojos con los de ella.
En esas páginas también cuenta que hablaron desde la reencarnación, hasta de mambo y de Mao. Menem le dijo que creía en la magia y en que “si uno realmente cree en algo, toda la tierra conspira para que suceda”. “Por eso creo que nos va a dejar usar el balcón de la Casa Rosada”, retrucó ella. “Todo es posible”, respondió el presidente, que hasta le corrió la silla para que se sentara a la mesa, en un gesto de caballerosidad que conquistó a la pop star. “Cuando volamos de regreso, yo flotaba en la cabina: él había hecho su magia en mí. Espero haberla hecho yo también en él”.
Por esos días, Madonna también se reunió con la empresaria Amalita Fortabat, que le confió entre sus cuadros que en su momento le había recomendado una masajista a Juan Duarte para su madre, Juana Ibarguren. Esa masajista le había contado a la dama del cemento –que dijo ser antiperonista, pero adorar a Evita–, que cuando Eva estaba enferma, Perón apenas si la visitaba, porque le daban asco el olor de su cuarto, su cuerpo y el cáncer. También que una noche la primera dama despertó aterrorizada de una pesadilla y corrió al cuarto del General, pero él la echó después de olerla, mientras le gritaba: “Salí y sacá esa cosa de acá”. Esa cosa era el cáncer, y Madonna se fue llorando de la cita con Amalita. La escena le recordaba a su propia madre, que había muerto de cáncer de mama en 1963, cuando ella tenía apenas cinco años.
No imaginaba entonces que todos esos devaneos sobre la maternidad, sus sueños vívidos, y sus cambios de humor no eran solamente a causa de que su cuerpo había sido sido tomado por la fuerza de lo que para ella era el espíritu de Eva, sino porque llevaba en la panza a su hija: Lourdes nacería el 14 de octubre, dos meses antes del preestreno de la película, el 25 de diciembre de 1996 –a dos años exactos de la primera carta que le envió a Alan Parker ofreciéndose para el papel de su vida–.
Tendría que llegar a Budapest, a donde también viajó Bossi –que recientemente admitió ante el periodista y jefe de Redacción de la revista Gente Leo Ibáñez que vivió “una historia de amor” con Madonna y que se las arreglaba para entrar en forma clandestina al Hyatt–, para confirmarle al director que estaba embarazada.
Penny Rose, su estilista, ya había llamado a Buenos Aires desesperada: ninguno de los cientos de trajes que le habían mandado –Madonna rompió en Evita el récord de cambios de vestuario en una película– le quedaba. Hasta el diario La Nación dio cuenta entonces del rumor que corría en el equipo de producción argentino: el padre del hijo de Madonna podía ser Bossi, ese marido que había imaginado en el campo. Las especulaciones terminaron cuando el tabloide inglés The Sun publicó el nombre del verdadero responsable, Carlos León, con quien la diva no tenía intención alguna de casarse.
Madonna había dejado la Argentina el 15 de marzo, seis días después de cumplir la que para entonces se había transformado en la razón de su vida: cantar en el balcón de la Casa Rosada. Menem había accedido a cederlo tras un segundo encuentro en Olivos, esta vez con Parker, todo el elenco protagónico de la película, y algunos referentes peronistas, y de la cultura, como María Elena Walsh y Sara Facio. La propia artista se encargó entonces de presionarlo para que les diera una respuesta –”Pero, por supuesto, no va a haber ningún problema”, dijo por fin el mandatario–, y, después, de convencer al director de usarlo aunque ya hubiera gastado una fortuna en una réplica.
“Fue como un sueño, todavía me estoy pellizcando –escribió en su diario el 10 de marzo de 1996–. Anoche salí al balcón presidencial y canté frente a miles de personas Don’t cry for me Argentina. En el lugar exacto en el que se paró antes tantas veces ella, levanté mis brazos, miré a los ojos hambrientos de la humanidad, y en ese momento la sentí entrar en mi cuerpo como un misil, desde los pies, atravesándome la columna vertebral y volando desde la punta de mis dedos hacia el aire, hacia la gente, y de regreso al cielo. Después no podía hablar de la felicidad. Pero también sentí una enorme tristeza, porque ella, que me estuvo hechizando todo este tiempo, me empujó a sentir todo esto. Y es que cuando uno realmente quiere algo, toda la tierra conspira para que suceda.”
Los que estuvieron presentes esa noche, también la recuerdan como un momento mágico. La Plaza de Mayo repleta de extras –entre ellos la actriz que en su momento había seleccionado Stone para el papel de Evita, y la presidenta del club de fans local de Madonna que, por su look casi exacto, fue elegida en el casting como doble de luz de su ídola– que enmudecieron para escucharla.
Cuando dejó Buenos Aires, Madonna estaba “un poco triste, pero no tanto”. Había trabajado sin parar: hasta filmó en la Confitería El Molino el clip Love don’t live here anymore en un día de descanso de la filmación.
Su sufrimiento, escribió antes de partir rumbo a Ezeiza, no había sido en vano. “Me pregunto por qué Ios argentinos hicieron tanto escándalo. Nadie protestó cuando salí al balcón. No hubo ira, ni periodismo amarillo. Creo que sólo querían ver qué tan lejos estaba dispuesta a arrastrarme y rogar por algo. Obviamente no me conocen. Creo que me gané algo de su respeto. Y es que a todas las cosas importantes en la vida hay que ganárselas”.
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