Sin lugar a dudas cuando se trata de escribir sobre la historia del espectáculo argentino y de la televisión en particular, Alejandro Romay es uno de sus próceres. Alcanza hablar con cualquier persona que haya trabajado con él, desde grandes artistas como Susana Giménez o Natalia Oreiro hasta un simple ordenanza del “viejo Canal 9″ para que todos recuerden su generosidad, su carácter volcánico, su olfato para descubrir nuevos talentos, el respeto por las personas que lo acompañaban detrás de cámaras y su pasión por su trabajo. A Romay no lo motivaba ser un CEO de la televisión ni una carrera empresarial, los que lo conocieron aseguran que era un enamorado del ambiente artístico, un hombre tan único como irrepetible.
Nació en Tucumán, el 20 de enero de enero de 1927. Al igual que otros tucumanos famosos, como Palito Ortega y Mercedes Sosa, vivió una infancia pobre pero rodeada por el cariño de una familia numerosa con siete hermanos. A todos ellos se encargó de ayudar. La mayoría terminaron trabajando a su lado en los medios: Selma fue jefa de Vestuario, Yaco estaba en el departamento de Cobranzas, Alejandro proveía la utilería, Vicente fue jefe de Ventas de Radio Libertad, detallaba en Memorizar, su autobiografía.
De su infancia tucumana la anécdota que le gustaba contar era la del tren que no tomó. Su familia se mudaba a Buenos Aires, él terminaba el primario, había conseguido una beca para el secundario y no quería partir. “Mi madre nos ordenó subir al tren, pero cuando el guarda anunció la partida, yo me largué del vagón. Nunca más miré para atrás y eso se convirtió en una metáfora de mi vida. Lloraba como un loco y tenía ganas de gritar, pero sabía muy bien que no podía retroceder”.
Romay se quedó con una familia de apellido Pérez, y al tiempo y becado empezó su secundaria. A los 16 años entró al mundo de los medios cuando se inició como locutor en Radio Tucumán. A Buenos Aires llegó en 1947. Estuvo en radio Rivadavia, Belgrano y El Mundo. En 1958 ganó la licitación de Radio Libertad y ya dio muestras de su espíritu transgresor: incorporó personajes prohibidos por los militares de entonces como Fioravanti y Borocotó, revitalizó los radioteatros y fue pionero al comenzar a transmitir los partidos del Ascenso. Incursionó en el teatro y llegó a dirigir nueve salas, donde promovió obras rupturistas como Hair, Cabaret, Equus y Rugantino, entre más de cien puestas.
En 1963 asumió la dirección general de Canal 9, se lo expropiaron en 1974 y lo recuperó en 1984. Bajo su batuta el canal tuvo una impronta única y hoy añorada: el 84,4% de lo la producción era nacional. Programas como Jacinta Pichimahuida, Tato siempre en domingo, Cuatro hombres para Eva, Almorzando con Mirtha Legrand, Nuevediario y Alta Comedia eran fenómenos de audiencia pero también demostraban la mente de un creador único y un productor que se atrevía al riesgo para cosechar aplausos. Todavía hoy impresiona el listado de algunas de las figuras que “descubrió”: Raúl Taibo, Guillermo Andino, Pablo Echarri, Germán Kraus, Horacio Ranieri, Cristina Pérez, Carolina Papaleo, Sofía Gala, Natalia Oreiro...
La “pica” entre Canal 9 y el 13, o entre sus dos popes, Romay y Goar Mestre, era legendaria. Como reconoció el mismo Zar en una entrevista con Jorge Guinzburg: “El 13 me copiaba a mí y yo los copiaba a ellos, nos robábamos las figuras”. Esta circunstancia generó algunas situaciones desopilantes.
“Rodolfo Bebán estaba contratado para hacer Cuatro hombres para Eva -le contó su hijo Omar Romay a Teleshow-. Su padre, Miguel Bebán, era un actor de prestigio del teatro San Martín, por eso su hijo, vaya a saber por qué identificación, soñaba con interpretar las obras de Shakespeare”. Para convencerlo de cambiar de canal, Goar le ofreció interpretar Otelo. Bebán encaró a Romay y le anunció: “Me voy para hacer un teatro superior”. Goar además se llevó a Evangelina Salazar que protagonizaba otro éxito del 9, Jacinta Pichimahuida, y le ofreció coprotagonizarla.
“Mi papá vio las promos y enloqueció. Solía decir: ‘Si no puedes contra tu enemigo, sacale una pata’. Decidió grabar Otelito con Alberto Olmedo de protagonista, Rolo Puente como Yago y Porcel como Désmona. Imaginate al Gordo vestido de mujer. El 13 llevaba meses ensayando y grabando, y esto se armó en unos días”.
Cuando salieron las promos llovieron las críticas. “Acusaban a mi viejo de destruir la cultura, los valores”, recuerda. Hasta hubo llamados de la Presidencia de la Nación para suspender Otelito y pasarlo a otro horario. Romay no cedió. Los dos programas salieron el mismo día y a la misma hora. “Empezamos perdiendo. Ellos 40 puntos de rating contra 5 puntos nuestros. Terrible, no solo nos había destrozado la crítica sino que el público nos abandonaba. Pero a la media hora ya empatábamos y en la segunda hora le ganamos 40 contra cinco puntos. Nunca más nadie se atrevió a competir con Alta comedia”.
La sensibilidad que Romay tenía para captar el gusto popular es legendaria, pero también su capacidad de tratar con la misma amabilidad a los más altos funcionarios, las celebridades y a todos sus empleados desde el gerente al ordenanza.
Era frecuente verlo el sentado en la tarima del estudio tomando un té y comiendo galletitas con los trabajadores mientras les contaba algún proyecto para el canal. Una vez uno comentó: “Acá tendría que haber una cámara para mostrar lo que hablamos durante el almuerzo”. Romay se quedó en silencio pero esa frase fue el disparador para crear Almorzando con las estrellas, que se transformaría en Almorzando con Mirtha Legrand.
En otra ocasión un cliente de la radio le propuso auspiciar con su publicidad las carreras de caballos transmitidas desde Palermo. Aceptó pero se dio cuenta que no contaba con un periodista especializado. ¿Qué hizo? Nombró cronistas de carreras al portero, que era jugador empedernido y especialista de turf.
En la misma línea, Omar compartió otra anécdota. “Mis padres estaban invitados al cumpleaños de Mirtha. En medio del festejo él desaparece. Mi madre no se preocupa, cree que fue al baño, pero luego de un rato mi viejo sigue ausente. Le pide ayuda a (el productor teatral) Carlos Rottemberg porque cree que quizá se descompuso. Lo encuentran en la cocina conversando con las empleadas sobre la programación del canal”.
Romay era muy riguroso con el trabajo, pero a sus empleados no los hacía sentir un número: los hacía sentir una persona. Sabía el nombre y la situación que atravesaban. No dudaba en interceder para conseguir ese remedio imposible y hasta podía ir al kiosco con alguno de los hijos a comprar golosinas. Con todos los productos que le ofrecían de canje organizaba un gran festejo de fin de año y cada empleado se llevaba un premio.
Generoso con todos, Nora Cárpena recordó que cuando nació Lorena, su hija mayor, su marido Guillermo Bredeston estaba contratado en Canal 9. “Nos obsequió dos pasajes alrededor del mundo. Fuimos a Japón, Hawái, Los Ángeles. Cuando hicimos Con pecado concebidas pagó todo para grabar el final de la novela en el Vaticano”.
Romay estaba en todo: discutía contratos, supervisaba guiones, miraba la competencia y hasta podía barrer un estudio si hacia falta. No le esquivaba el cuerpo a los conflictos y era capaz de medidas que mostraban su autoridad, pero también coraje. Al asumir por primera vez en Canal 9 comprendió que los costos de producir ficción eran imposibles y buscó abaratarlos. Ideó jornadas de grabación con un límite de tiempo: seis horas con 25 minutos e introdujo “la regla de tres”. Se empleaba tres días: uno para ensayar la letra, otro para la puesta y un último para grabar, y solo se usaban tres escenografías, una al lado de otra. Enojados, los técnicos decidieron tomar el canal. ¿Qué hizo Romay? Primero pidió la intervención de la Infantería y luego la conciliación obligatoria. Pero el conflicto seguía.
El expediente había sido cajoneado en el Ministerio de Trabajo. El único que podía solucionar el problema era Arturo Illia. Alguien le contó que el Presidente caminaba todos los días por Plaza de Mayo para darle de comer a las palomas. Así que fue hasta allí y se sentó en un banco a esperarlo. Al verlo, se identificó con la custodia, le dijo quién era y qué le ocurría. Illia intervino y le dio una solución inmediata.
Para uno de sus espectáculos teatrales contrató a Zulma Faiad y Nélida Lobato. Era algo inédito porque hasta ese momento para las revistas se convocaba una sola vedete, y él llamó a dos. Como sabía que habría problemas de cartel diseñó una marquesina con dos aspas que se cruzaban y se encendían de modo intermitente: entonces se podía leer Zulma Lobato y Nélida Faiad.
Lobato, reconocida por su perfeccionismo, el día anterior al estreno y luego de miles de horas de ensayo, se plantó y dijo que no haría la función porque no salía todo impecable. Romay intentó convencerla, pero no hubo caso. Al día siguiente, un cartel en la boletería advertía que la vedete no estaría y que, al que lo deseaba, le devolvían el dinero. Comienza la función y en un momento que Faiad está en el escenario alguien grita: “¡Traigan a la Lobato!”. Gritos, insultos.
Sin amedrentarse, Romay ordena prender las luces y ubica al elenco en el escenario, a los técnicos, vestuaristas, a todos. Serían 50 personas y él adelante, mirando al público. Siguen los gritos. Él aguanta hasta que en un momento habla con un tramoyista, un hombre de brazos fornidos de subir y bajar el telón. El hombre va hasta una platea y agarra a un tipo que gritaba como loco y lo saca del teatro. Se hace un silencio que dura unos segundos y vuelven los gritos. Otra vez Romay habla con el tramoyista que saca a otro espectador. Así cinco veces. ¿Cómo termina el cuento? A la quinta vez, la gente cambia los gritos por los aplausos de reconocimiento y la obra sigue y termina en paz. Conclusión: al día siguiente la Lobato dijo que estaba en condiciones de hacer la obra. Nunca se pudo comprobar si los gritones habían sido amigos comedidos de la vedete, pero jamás hubo otro disturbio.
Así como Romay era amable en el trato podía enojarse, y mucho. Son legendarios sus gritos que se escuchaban por todo el canal. Más de una vez, su hijo o alguna persona de mucha confianza llegó hasta su oficina preocupado y el Zar los tranquilizaba con una frase bien suya: “No quiero verlo nunca más… hasta que lo necesite”. Transitaba “odios temporales” pero luego recuperaba la relación.
Con Susana Giménez vivió una pelea enorme cuando la diva dejo Canal 9 para irse a Telefe. Romay contó su verdad sobre el pase en una entrevista para una revista. “Los dueños de Telefe querían que fuera al canal y comenzaron una campaña muy dura. Se hizo una tapa doble, con ‘Xuxa todo bien, Susana todo mal’. Estaba todo el periodismo hablando mal de ella. Yo siempre le mandaba el contrato con una rosa. El último año ella me mandó un mensaje: ‘Por favor, déjame salir de este tormento’. Para firmar en Telefe le aconsejé que exigiera no menos de 25 tapas anuales, avisos, y ella tomaba nota de todo y lo pedía”.
Con Bernardo Neustadt también protagonizó una gran pelea. “Neustadt tenía un programa en el canal y en una emisión empezó a hablar en favor de un golpe al presidente Illia. Mi papá decide despedirlo y Neustadt denunció censura. Mi viejo sale al aire y lo acusa de ser un camaleón que se vendía al mejor postor. Conclusión, el periodista le hizo un juicio por calumnias”, recordaba su hijo.
La última anécdota tiene mucho de lección de vida. En pleno éxito de La extraña dama, Omar lo vio -como se dice en la jerga- “apagando incendios”. Desde el comienzo del proyecto la cosa pintaba compleja con una protagonista que a último momento decidió no ser protagonista. Todos los días el productor debía solucionar problemas de libreto, pedidos de los actores, reclamos de los técnicos. Pero además era 1989, tiempos convulsionados para la Argentina, con cortes de luz programados, hiperinflación y crisis política y social.
“Mi papá veía mi tarea pero también mi estado. Un día se acerca: ‘Si vos no disfrutás tu trabajo no lo podés hacer’. Me preguntó si veía los capítulos terminados y respondí que no”. Romay le aconsejó que todos los días invitara a un amigo a verlo mientras comían algo rico. “Así vas a poder notar si el libro está bien escrito, qué se puede mejorar, qué salió bien”. El hijo obedeció. A partir de ese día, cada tarde se reunía con Raúl Rossi a mirar el capítulo. Pedían un té. Rossi lo acompañaba con galletitas, y él con una porción de queso fresco y dulce de batata. “Aprendí que aunque el día sea frustrante hay que buscar el momento para terminarlo con satisfacción”.
Alberto Ure escribió que “Romay es nostalgia reivindicada con alegría”, pero su hijo asegura que es “nostalgia reivindicada con esperanza”. “Todo lo que hacía mi papá era para lograr que ese tipo que llegaba cansado, roto después de un día frustrante, tuviera un momento de satisfacción. No era el pum para arriba sino la certeza que los buenos al final siempre tienen una oportunidad, que la vida les da revancha”. Y sí, Romay es sinónimo de un tiempo lejano donde los empleados eran personas y no recursos humanos, donde la pasión era más importante que el marketing y los sueños le ganaban al Excel.
El 25 de junio de 2015 Romay se despidió, y con él, una época de gloria para la televisión. “Los tropiezos, las debilidades, los triunfos y las derrotas que coseché no fueron más que los juegos de acertijo que me propuso la vida” escribió. Lo que lo conocieron y recuerdan a ese hombre pura pasión que se “jugaba” por sus actores, por sus equipos y la producción nacional no dejan de extrañarlo y con mucha melancolía parafrasear el dicho y decir: “¡Qué felices éramos con Romay!, y no nos dábamos cuenta...”.
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