Hace poco una revista se preguntaba: “¿Cuántos Benedict Cumberbatchs caben en un Benedict Cumberbatch?”. Repasando los trabajos del actor inglés de apellido difícil, el espectador avezado no puede menos que asombrarse/admirarlo por la versatilidad de sus actuaciones y la inteligencia de sus decisiones. Cumberbatch es el hacendado soberbio y silencioso de El poder del perro y el comerciante ordinario en circunstancias extraordinarias de El espía inglés. Es el Sherlock Holmes en la versión que Steven Spielberg consideró la mejor de la historia y el fiscal militar en El Mauritano. Es el Doctor Strange en esa fábrica de super héroes en serie de series que es Marvel y el que representaba obras de Shakespeare en las plazas de Londres.
¿Cuántos Benedict Cumberbatchs caben en un Benedict Cumberbatch? La respuesta sin duda es ¡varios! Es el “chico bien” que nació en un hogar de clase media alta, con un bisabuelo cónsul británico y un abuelo condecorado por su participación en la Segunda Guerra Mundial, miembro de la alta sociedad londinense. Es el hijo de padres actores que lo que menos querían es que su hijo fuera… actor, por eso convencieron a la abuela para que pagara las cuotas de dos colegios privados tan caros como elitistas. Lo anotaron pupilo con la esperanza de un hijo doctor y no lo lograron.
VER TAMBIÉN: “Doctor Strange in the Multiverse of Madness” presentó su primer avance oficial
Su primer papel fue precisamente en el colegio: a los 13 años interpretó a Titania, la reina de las hadas, en Sueño de una Noche de Verano, de Shakespeare. Es cierto que el hijo, en un momento y al ver lo duro que trabajaban sus padres, evaluó estudiar Abogacía, pero cuando se dio cuenta de que la competitividad era similar, decidió tomar el camino que en realidad lo apasionaba. Si la vas a pasar mal que sea haciendo algo que te gusta y no lo que te disgusta. Hoy Cumberbatch es de ese tipo de actores que nunca entrega un trabajo aburrido, esos que aunque uno no recuerde su nombre, sí recuerda la escena.
Los que entrevistan al actor aseguran que se muestra relajado, sin aires de divo y con una mezcla muy seductora de caballero inglés y señor accesible. Lo suyo no es una postura sino una decisión porque como él mismo narra: “Un par de coqueteos con la mortalidad me hicieron decir: ‘Realmente quiero aprovechar este breve e insignificante momento que es la vida para hacer algo’”.
Era apenas un bebé cuando la muerte coqueteó con él por primera vez. Lo dejaron al cuidado de Tracy, su media hermana 17 años mayor. La muchacha lo puso en el cochecito y salió al parque; en un momento sonó el teléfono y entró a la casa. La conversación duró más de lo que esperaba y “olvidó” que su hermano estaba afuera. Era invierno y el pequeño terminó internado con un cuadro de hipotermia aguda.
La segunda vez que la muerte lo rondó fue el 26 de julio de 1994. Tenía 18 años y cursaba el último año en Harrow. Aburrido pero responsable estudiaba en el dormitorio de su casa en Kensington. A punto de quedarse dormido de tedio sintió que el piso se estremecía por una explosión. No había llegado a darse cuenta qué pasaba cuando las ventanas se hicieron añicos y los vidrios estallaron. Una nube de polvo lo envolvió, sus oídos zumbaron. Asustado, desesperado, corrió hasta la habitación de sus padres. “Me preguntaban: ‘¿Estás bien?’, ‘¿Estás bien?’. Les respondí que no, que no podía escuchar con un oído”.
Un coche bomba había estallado frente a la Embajada de Israel, hiriendo a 30 personas. La zona se llenó de sirenas y gritos, pero alrededor de Benedict todo era silencio. Con el tiempo recuperaría la audición; pasaría mucho más tiempo para que recuperara su fe en la humanidad.
La tercera vez que la muerte quiso sacarlo a bailar fue al terminar sus estudios secundarios. Como tantos jóvenes privilegiados decidió tomarse un año sabático, pero en vez de salir a recorrer el mundo con una mochila se le ocurrió instalarse en un monasterio del Tibet. Los monjes le enseñarían sabiduría y él les enseñaría inglés. Construyó un pizarrón y comenzó a dar clases a 12 monjes de entre ocho y 40 años. Les explicaba los verbos, y ellos a él, que no se necesita ser aburrido para tomar en serio la profesión o la espiritualidad. Aprendió que el humor es una parte no solo necesaria sino fundamental de la vida. Lo comprendió ese día que los monjes no paraban de reír cuando vieron a un perro montando a otro en medio del patio del monasterio. “‘¡Señor, señor, rápido, venga, señor, señor, rápido! Estos dos perros están pegados como un pushmi-pullyu (el animal de dos cabezas en Dr. Doolittle)’. Los monjes reían sin parar. Fue tan gracioso. Eran como: ‘¡Momento Kodak, señor, momento Kodak!’. ¡Brillante!”, recordó el actor.
Todo iba bien entre alumnos y teacher cuando el británico decidió salir a explorar las montañas con cuatro amigos. Con una mezcla de valentía e imprudencia partieron para la aventura sin la ropa ni los elementos adecuados. Como la plata no alcanzaba tampoco contrataron un guía.
Aun sin experiencia todo parecía marchar, pero en un momento se perdieron. Caminaron sin rumbo durante casi dos días. Al borde de la deshidratación exprimieron los musgos que encontraron en algunas piedras para lograr un poco de agua. A la noche durmieron en una especie de retablo de animales que olía a excremento y tuvieron sueños alucinógenos provocados por el mal de altura. La odisea terminó cuando un sherpa los encontró, alimentó y los condujo sanos y salvos hasta el monasterio.
La cuarta y última vez -por ahora- que Cumberbatch sintió a la muerte respirándole en la nuca ocurrió en el año 2005 cuando filmaba Hasta los confines de la Tierra, una serie para la BBC.
En un alto del rodaje, junto a Theo Landey y Denise Black, dos de sus compañeros de filmación, decidió conocer las playas del lugar. Les habían dicho que eran hermosas, pero también les advirtieron que la zona era peligrosa y que mejor no andar paseando. Decidieron probar lo primero e ignorar lo segundo.
Iban por la ruta mirando el paisaje e intercambiando bromas cuando pincharon un neumático. Se bajaron lamentando su mala suerte pero sin desesperar cuando apareció otro coche. Pensaron que alguien se acercaba a ayudar pero se equivocaban, del vehículo bajaron seis hombres enmascarados y con fusiles. No había que ser muy inteligente para darse cuenta que la situación era algo más que un asalto.
Paralizados, sin resistirse, obedecieron cuando los atacantes los obligaron a entregarles sus teléfonos y tarjetas de crédito. Durante dos horas los llevaron a distintos cajeros electrónicos para extraer dinero.
No se conformaron con eso. A los gritos, empujándolos los forzaron a apiñarse dentro del baúl del auto. Cumberbatch mide 1,83. Imagine el lector no solo el pánico, el terror, también el ahogo que experimentaron esos tres apilados en el baúl.
La pesadilla siguió. El auto arrancó. Cumberbatch comenzó a patear el capot y gritar pidiendo ayuda. Su desesperación crecía tanto como su miedo. En un momento el auto se detuvo. El baúl se abrió y llegaría lo peor.
A los gritos y siempre apuntándolos con los fusiles, los conminaron a caminar. Debajo de un puente les ordenaron detenerse y arrodillarse. Indefensos y aterrorizados, les ataron manos y pies con los cordones de sus propios zapatos además de cubrirles la cabeza con una inmunda frazada. El británico pensó: “Ya está, acá se termina todo”. Cerró los ojos, se estremeció y esperó el disparo que estallaría en su cabeza. Pero antes decidió actuar.
Comenzó a hablarles a sus atacantes. Les dijo que era una tontería dispararles, que matarlos solo les traería dificultades. “Tendrás un inglés muerto en tu auto. Eso no es bueno”, y les aseguró que padecía una enfermedad en el corazón que podía provocarle un ataque en ese mismo instante. No se sabe si fue mejor actuación de su vida pero sí la que se la salvó. Los delincuentes creyeron que lo mejor era liberarlos y escapar.
La experiencia le dejó una maravillosa enseñanza: “Decidí que quería tener una vida más sencilla. Quería nadar en el océano que vi a la mañana siguiente. Cuando piensas que vas a morir, das por hecho que no volverás a tener esas sensaciones ni vivir esas experiencias. Una cerveza fría, un cigarro, la sensación del sol quemando tu piel. Hasta cierto punto, ese fue un nuevo inicio para mí”, concluye Cumberbatch.
Después de burlar a la muerte cuatro veces, hoy el británico es de ese tipo de personas que muestra que la gente valiosa no es una especie en extinción. Como lo describió la revista Esquiere, mientras muchas estrellas del cine piensan que lo más interesante que ocurre en el mundo son ellos mismos y pueden hablar durante horas de lo que más les gusta, su ego, Cumberbatch utiliza su fama para involucrarse en causas que valen la pena. Participó en el cortometraje La ayuda está en camino, destinado a recaudar fondos para los niños sirios refugiados recitando un estremecedor poema. “Nadie abandona su hogar a no ser que viva en la boca de un tiburón (...) tienes que entender que nadie pone a sus hijos en un bote a no ser que el agua sea más segura que la tierra”, entona/interpela el actor.
En 2015 cada noche se agotaban las entradas en el teatro Barbican de Londres para verlo actuar en Hamlet. Él terminaba la función expresando su indignación con el gobierno británico “por no hacer lo necesario para aliviar la crisis de los refugiados” y le recordaba al público que Gran Bretaña había aprobado acoger 20.000 refugiados a lo largo de cinco años.
Como sabe que los fotógrafos lo persiguen suele cubrir su rostro con papeles que manifiestan sus opiniones, por ejemplo: “Vayan a fotografiar Egipto (por la guerra con Libia) y muestren al mundo lo que es importante”. Cuando detuvieron a David Miranda uno de los periodistas que colaboró en la difusión de los documentos desclasificados por Edward Snowden apareció con varios carteles escrito de su puño y letra que cuestionaban: “Preguntas que tenemos derecho a hacer en una democracia. Discos duros destruidos, periodistas detenidos en aeropuertos ¿democracia? ¿Esta erosión de las libertades civiles está ganando la guerra contra el terrorismo? ¿Qué es lo que no quieren que sepas y ellos saben? ¿La exposición de sus técnicas causa una amenaza a nuestra seguridad o simplemente les causa vergüenza?”.
De sus últimos personajes quizá su Greville Wynne, en El espía inglés, es el que se acerca más a explicar por qué Cumberbatch se involucra como se involucra. “Es un hombre que acaba arriesgando todo y no lo hace por nacionalismo, raza y mucho menos por política, lo hizo por amor a la libertad y a su familia, por encontrar paz y estabilidad”, explica.
Terminando la nota no sabemos cuántos Benedict Cumberbatchs caben en un Benedict Cumberbatch. Lo que sí sabemos es que son todos muy interesantes, tanto que hasta la misma Parca se rindió ante sus encantos y lo dejó seguir andando.
SEGUIR LEYENDO