Un viejo cuento narra la historia de un sabio que vivía en un jardín encantado repleto de rosas. Al verlo, la gente exclamaba: “Todo le va bien, siempre vive entre rosas”. Ignoraban que las espinas lo herían y lastimaban. Este cuento, algo simple, podemos asociarlo con varias de las mujeres más exitosas y conocidas de la Argentina. En eventos, galas y programas las vemos siempre impecables y espléndidas; sonríen y se nota que no es solo para la cámara; nos comparten sus fotos de viajes y momentos únicos. Sin embargo, detrás del éxito que supieron conseguir, guardan un pasado donde el dolor les dejó huellas profundas, tristezas que lograron superar a fuerza de coraje y resiliencia. Más que grandes divas, se convirtieron en grandes mujeres.
Flavia y el abandono de su papá
Con 55 años y 35 de carrera, la actriz parece haber encontrado la fórmula para detener el tiempo. A Flavia Palmiero se la ve espléndida, y feliz junto a su novio, Luis Scalella, y orgullosa de sus hijos. Pero este presente luminoso seguramente fue imposible de soñar cuando era chica.
Sus padres se separaron de muy mala manera cuando ella tenía apenas cinco años, y en esa época no era algo común. Pero si para esa nena el divorcio fue difícil de comprender mucho más lo fue que su papá rompiera el vínculo. Durante años no supo nada de él. Con el divorcio, su mamá tuvo que salir a trabajar para mantener la precaria economía familiar. Flavia pasaba casi todo el día sola. “A los 8 años, jugaba a que tenía mi propio programa de televisión para chicos. Jugaba a ser cantante, a ser actriz... Siempre desde la soledad, porque soy hija única. Estudiaba sola porque mi mamá trabajaba todo el día. Por eso, no había una rutina de cocina en mi casa, porque en realidad no había tiempo de cocinar”, comentó en el programa Agarrate Catalina (La Once Diez). Ante la ausencia por trabajo de su mamá y sin hermanos, Flavia contó que su niñera fue la televisión.
El divorcio de sus papás la marcó muy profundo. Se casó joven con Marco Batellini y, cuando a los 28 decidió separarse, fue complejo: “Yo sufrí mucho con el divorcio de mis padres y por eso me costó mucho separarme del padre de mis hijos. Era muy chica y pasó todo muy de golpe. Es muy dolorosa la crianza de los hijos tras una separación. En ese momento, Gianni tenía dos años y Giuliana, siete″.
Pese a que no tuvo la mejor relación con su papá ni le quedó el mejor de los recuerdos, Flavia se encargó de ayudarlo económicamente y acompañarlo cuando su organismo se fue deteriorando por el Parkinson. Su padre falleció en abril de 2020 y Flavia, en el contexto de la pandemia, no pudo despedirlo. Se tuvo que conformar con decirle adiós a través de sus redes sociales. “Papá. No encuentro las palabras. Hoy es un día muy triste. Que encuentres la paz. Soltar el dolor y lo que no pudo ser. A pesar de todo. Nunca te olvidaré”.
Susana, la niña que se enfermó de frío y tristeza
Si algo destacan todos los que conocen a una de las grandes divas argentinas es su optimismo y buen humor constante. Sin embargo, su vida no siempre fue éxito, brillo y reconocimiento. Susana Giménez nació en una familia de clase media alta. Su papá era gerente de una importante compañía, pero también una persona iracunda, un hombre duro y recto que jamás le dijo “te quiero” ni le dio un beso. “Mi papá era violento con mi madre, porque era muy celosa, él era mujeriego, entonces he escuchado cosas espantosas y he tenido que separar, y eso es horrible”, dijo la diva en un video que realizó para la revista Susana en el marco de la campaña #TerminemosConElMachismo. Si los portazos y los gritos arreciaban, se acurrucaba en la cama, se tapaba la cabeza y dormía hasta el otro día para olvidarse.
En una casa donde la palabra del hombre no se cuestionaba, Susana nada pudo hacer cuando su papá decidió anotarla pupila en un colegio de Quilmes porque consideraba que era el mejor lugar para que aprendiera inglés. Con siete años, aquella niña se encontró en una institución donde nadie hablaba español. Quería estar con su mamá, con su abuela, pero estaba en un lugar gélido y con poco de humano.
Ante esta situación, lejos de apichonarse Susana decidió que transformaría lo malo en bueno. Comenzó a mostrar su veta artística: con sábanas y toallas improvisaba escenas teatrales o desfilaba ante sus compañeras. Intentaba buscarle el lado bueno a todo, pero a veces era imposible. En invierno, el edificio antiguo no contaba con buena calefacción y para dormir le daban una frazada que apenas la abrigaba. Se enfermó de los bronquios y solo así su papá accedió a que volviera a su casa. Había estado tres años pupila.
La convivencia siguió siendo compleja. Susana tenía 13 años cuando su abuela le compró sus primeros zapatos de taco; al verlos, su padre se los tiró por el incinerador. A los 17, quedó embarazada de Mercedes. Mucho tiempo después, Susana recordó qué la había enamorado de Mario Sarrabayrouse: “Era el hombre más lindo del país… pero también un pobre chico. Embarazada, tuve que casarme con él. Casi me suicido. Todo fue un desastre… En mi casa lo bancaron, sí. Pero esa noche, cuando mi papá llegó y hubo que decirle que estaba embarazada, creí que me mataba”.
A los tres años se separó y con una nena chiquita pensó: “Tengo que trabajar”. Empezó en la fábrica de su papá como secretaria. Pero como se aburría y no ganaba mucho decidió probar como modelo. Lo que sigue ya es más conocido. Un ¡shock! y una propaganda de jabón la llevó a la fama. Nunca más paró de trabajar. Hoy es una de las mujeres más importantes de la Argentina y su fama trascendió las fronteras. Hizo del optimismo su bandera, ese optimismo que descubrió cuando era una niña pequeña perdida en un colegio demasiado grande y en un mundo demasiado ajeno.
Graciela, esa hija desamparada
Durante años fue dueña de las fantasías de gran parte de los hombres argentinos. Era una adolescente de 18 años cuando se coronó Miss Siete Días el 14 de marzo de 1971. Antes había sido portada de las revistas Gente y Siete Días Ilustrados. Pronto se multiplicaron las notas con ella. Simpática, locuaz, si le preguntaban sobre su familia aseguraba que era funcional maravillosa, y si la consultaban sobre sus padres, se limitaba a decir nombre y oficio. “Después rápidamente pasaba al colegio donde había sido medalla de oro, la mejor alumna. Más que mentir, omitía”.
Lo que parecía solo un resguardo de su vida privada en realidad era mucho más. Era su forma de ocultar o quizás olvidar el dolor al recordarse esa nena infeliz, abusada y abandonada. Sus padres estuvieron 14 años juntos pero cuando ella nació, el hombre se había ido a vivir a Chaco y su madre se había quedado en Buenos Aires.
“Al residir en Resistencia, al estar tanto tiempo ahí, ya había desarrollado un vínculo con otra mujer. Y mi madre también se había puesto de novia con otra persona. Pero ella tenía una cosa manipulativa muy fuerte y quedó embarazada de mí. Yo fui un instrumento para la manipulación y el uso de esa relación, que ya había terminado cuando yo nací”, contó Graciela en Infobae.
Sus padres pasaban juntos un mes en la playa en cada verano: cada uno dejaba su pareja y simulaban la convención de una familia feliz. Pero no había felicidad. “Había muchas peleas, eran permanente porque mi madre le recriminaba tener otra pareja. El tipo de manipulación que ella manejaba era maligna”.
Su mamá, Lilly, era narcisista y cruel. “Yo era un artículo, un objeto de uso, de manipulación. Entonces cuando se tenía que ir un fin de semana con su pareja, por ejemplo, se iba y yo me quedaba en mi casa siendo muy chiquitita. No éramos pobres, no sufrí abandono de recursos, yo padecí abandono de persona”.
Con cuatro años, su mamá la dejaba sola. Graciela se acercaba hasta la heladera para ver con qué podía alimentarse. “Me comía una lata de leche condensada en un fin de semana. Y trataba de ver cómo comer un huevo. Me acuerdo que se me caían al piso y se me rompían hasta que aprendí a hacerles un agujerito con un cuchillito y me los chupaba, me los comía crudos”.
Todo empeoraría. Enfrente de su casa en Palermo había un colegio y un jardín de infantes. Su madre, muchas veces, no iba a buscarla a la salida. Lo hacía un vecino, que vivía en la casa de al lado. Él tenía llaves. La retiraba y la acompañaba hasta que volviera su mamá. Graciela no había dejado el delantal a cuadritos cuando el hombre que debía cuidarla abusó de ella. “Pasó de las caricias, los mimos en la cabeza, los cariños que se le pueden hacer a un niño, a la genitalidad, a tocarme de la manera que quisiera”.
A los siete años se animó a decirle a su papá cómo la tocaba su vecino y esa misma semana las mudó a Belgrano. La tragedia sin embargo seguiría rondándola. Su padre apareció muerto en Chaco y lo calificaron como suicidio. Sin embargo, su hija asegura que fue un asesinato. Cuando fueron a recoger el cadáver con su madre, desde el juzgado le aconsejaron: “Señora, usted tiene una hija. Por favor, olvídese de esto y llévese a su marido muerto”.
Esa hija sin padre y con una madre cruel, creció y se transformó en una de las mujeres más lindas del país. Aprendió el juego mediático, protagonizó decenas de portadas, hizo cientos de producciones de fotos. Se hizo experta en mirar la cámara y posar con su mejor sonrisa, con su mejor pose. Construyó un muro imposible de romper sobre su pasado que recién se animó a derrumbar el 25 de diciembre de 2019, la Navidad que nació Nina, su única nieta. No lo hizo por revancha. Ella, la mujer de las mil luces y las mil tapas, lo hizo para iluminar la vida de muchos chicos que atraviesan situaciones similares a las que soportó. Y para demostrar que se puede caer en los pozos más profundos, pero también salir de ellos.
Mónica, víctima de la violencia de género
Uno de los momentos más lindos de la vida de Mónica Ayos está lleno de dolor. Tenía 19 años cuando fue mamá de su primer hijo, Federico. Apenas había salido de la adolescencia cuando decidió irse a vivir a Chile, donde conoció a Mario, un coreógrafo y bailarín que la cautivó. “Cuando estaba sobrio, era una persona maravillosa, pero era muy depresivo y las drogas lo llevaron a ponerse agresivo”, asegura la actriz.
Mónica pensó que él iba a cambiar; por eso habían decidido tener un hijo juntos. Soñaba con una familia, pero con el embarazo todo empeoró. “Recibí muchas golpizas durante el embarazo, pensé que podía perderlo, no tenía cobertura médica, fue un parto difícil y estuve internada mucho tiempo”, contó en Los ángeles de la mañana.
Luego del nacimiento de su bebé, su ex le prometió que no tomaría más, para lo cual, vivía prácticamente encerrado en su casa y con la plata justa. La mejor amiga de Mónica, Alejandra, los ayudaba llevándoles comida y algo de dinero.
“Esto termina con mi amiga quedándose en mi casa y él intentando tener relaciones con ella, a la fuerza. Fede era bebé y ya había pasado el episodio en el que él me revoleó un zapato en la cara, que le cayó al nene en la cabeza. Ese día, escucho que Ale dice: ‘No, no, no’, entonces voy, lo agarro y le digo: ‘A mi amiga, no’. Sabía que se venía una hecatombe, medía más de un metro ochenta”, recordaría Ayos.
Mónica solo atinó a pedirle a su amiga que se llevara al bebé. Aquella noche fue un antes y un después: “Ahí dije: ‘Lo tengo que sacar de mi vida’. Le pedí plata a mi abuela, saqué un pasaje para Chile, de donde él era, y volví a mi casa con mi mejor cara, diciéndole que debía estar nervioso y que estaría bueno que fuera a ver a su familia. ‘¡Qué bueno!’ me dijo, y se despidió de Fede. Yo por dentro pensaba que no lo iba a ver nunca más”.
Así fue. Él la buscó, pero ella se había mudado y, como aún no era conocida, no pudo encontrarla. Cuatro años después la actriz se enteró que su ex se había suicidado.
Mónica logró rehacer su vida. Está en pareja desde hace 20 años con Diego Olivera. Tienen una hija y se llama Victoria, que no es el nombre de su mamá pero debería serlo.
Si sufrís violencia de género o conocés a alguna víctima, llamá al 144: es gratis y atiende las 24 horas.
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