Hay personas a las que no conocemos, con las que jamás intercambiamos una palabra ni siquiera una mirada y sin embargo están más presentes en nuestra vida que algunos familiares, amigos o conocidos. Nos acompañan sin saber que nos acompañan, seres a los que recurrimos en momentos de bajón, pero también de alegría, que sentimos y elegimos para que formen parte de nuestro camino sin que ellos se enteren. En ese grupo están los artistas. Que levante la mano el lector que pueda refutar si una tarde de bajón no se transformó en otra de alegría luego de ver una buena película. Desafío al lector a desmentir si un libro no lo transportó a otro mundo mejor que este. Propongo al lector que recuerde las veces que una canción musicalizó y mejoró un momento especial. Y en este último grupo, en el de cantantes y canciones que nos acompañan, al menos en mi vida y en la de cientos está Joan Manuel Serrat.
El catalán anunció su retiro de los escenarios y algo parecido a la tristeza se adueñó de los que amamos sus canciones. Es cierto Serrat, en sus recitales nunca fue un showman. Al contrario, apenas un taburete y una luz lo acompañaban. Su voz tampoco es la de Pavarotti, pero canta y lo que canta nos conmueve, identifica, abraza o cualquier verbo con el que lector quiera completar la oración. Serrat es de esos seres bendecidos por la vida -o angelados como le dicen ahora- que tiene el raro don de convertir lo cotidiano en poesía, lo efímero en verso y quedarse en nuestra memoria en forma de canción.
Conocí la música de Serrat en aquel tiempo maravilloso que recordamos como la “primavera alfonsinista”. Llegué a su mundo tarde, para esa época él ya era un cantautor con varias vidas vividas. De hecho, que me guste su música podríamos decir que es un “desfasaje” cronológico; las que se enamoraban de él no eran las chicas de los 80 sino las de fines de los 60 cuando en estas pampas lograba más suspiros que el mismo Mick Jagger.
Se sabe que Serrat nació en 1943, en Pueblo Seco un barrio barcelonés, que su padre era anarquista y su madre, ama de casa. Que mientras de adolescente estudiaba para tornero fresador, tocaba la guitarra. Se sabe que en 1964 se presentó en Radio Barcelona e interpretó unas canciones, ese día se llevó aplausos y a los meses un contrato. Que en 1968 lo eligieron para ser el representante español en el Festival Eurovisión y en vez de cantar un tema cómodo prefirió incomodar con La la la, canción que identificaba a los jóvenes rebeldes y encima dijo que la interpretaría en catalán. No lo dejaron cantar, pero no dejó de cantar y sacó ese discazo “Dedicado a Antonio Machado” donde una de sus poesías se transformó en himno. ¿Quién alguna vez no tarareó el “Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar”? Invito al lector ya no a leer sino a cantar.
Las biografías cuentan del Serrat de los 70 convertido en símbolo de la libertad tanto en su patria como en Latinoamérica. El artista en 1975 fue obligado a exiliarse un año de su país y padeció la peor de las condenas: ni cantar ni ser cantado. Se prohibieron sus canciones, se escondieron sus discos. Pero en 1981 volvió y volvió con la mejor de las venganzas, otro discazo “En tránsito” y logró eso que llamamos joya. Son nueve canciones que es cierto no son obras de excelencia y complejidad rayana en “poderes superiores” como las que escribieron Mozart, Beethoven o Bach, pero son de esas que identifican su tiempo y que se transforman en “una que sepamos todos”.
Y acá, permítame el lector volver a ponerme autorreferencial. Hace casi dos décadas yo era una maestra que se despedía de unos alumnos y familias únicas con los que había compartido un primer grado en una escuela de Haedo. No sabía cómo expresarles a esas mamás y papás lo importante que habían sido sus hijos. Recurrí al único que ponía en palabras lo que sentía: Serrat.
Los reuní en el aula, sentados con sus hijos. No hablé, no podía no me salía, solo puse Esos locos bajitos. Otra vez desafío al lector -sobre todo a aquellos que tienen hijos- a escuchar. Si no se emociona y abandona esta nota para salir corriendo a abrazar a uno de esos “Locos bajitos”, disculpe, pero no le creo.
¿Quién de nosotros papás/mamás no sintió que “nos empeñamos en dirigir sus vidas, sin saber el oficio y sin vocación”? ¿Quién no experimentó después de un día de laburo que “le vamos transmitiendo nuestras frustraciones”? ¿Quién no repitió “niño, que eso no se dice, que eso no se hace, que eso no se toca”? Y sobre todo ¿quién no lloró de impotencia porque sabe que “nada ni nadie puede impedir que sufran”? Serrat puso en verso lo que experimentamos todos los padres del mundo ante ese desafío, milagro, responsabilidad y maravilla que son los hijos.
Pero además el catalán es un artista que cuando la palabra “deconstruido” no figuraba en el vocabulario supo contar/cantar cómo es ese período tan maravilloso como misterioso para algunos hombres que es el embarazo de una mujer. Serrat parió sin necesidad de parir “De parto”. No idealizó el momento “se le hinchan los pies, al cuarto mes le pesa en el vientre” pero le canta a ese poder que sentimos las mujeres que deseamos el embarazo con un “Mirándose, Feliz al espejo...Palpándose el perfil”.
Serrat es el artista que sabe que los amigos son los hermanos que se eligen. El hombre que afirma que “Casi todos mis amigos son un poco locos” ostentaba entre los suyos a Fontanarrosa, Quino, Guinzburg y tanto genio. Por eso, por ellos sintetizó en un verso la esencia de la amistad “gente cumplidora, que acuden cuando saben que yo espero”.
Serrat es el hombre que cuando en el 83 volvió a la Argentina después de nueve años de ausencia forzosa, agotó las funciones en unas horas. Ochenta mil personas lo aplaudieron en Buenos Aires, quince mil en Rosario y catorce mil en Córdoba. El amor era mutuo y eso que era un amor atravesado por el horror.
“Amo a la Argentina porque como dice mi madre, allí comí mucho tiempo. La he amado hasta cuando me apoyaban las itakas en el pecho, cuando tuve amenazas de bombas en el escenario, cuando amenazaban de muerte a los periodistas que recogían en sus diarios mis declaraciones. La he amado, la amo en cada uno de sus habitantes. Hasta en los que no me quieren. Salí a la calle, conocí mucha gente, compartí lo que estaba ocurriendo. Allí tengo amores, desamores y tantos amigos muertos. Una parte de mí mismo está enterrada en la Argentina. Un trocito de mí que mataban cada vez que me mataban un amigo. Un trozo mío por cada desaparecido. Hay que contarles sobre esos días terribles a los muchachos, porque los pueblos que pierden su memoria pierden la llave de su historia. Hay que contarles y recordar a nuestros muertos y entonces sí que no habrá más penas ni olvidos”.
Serrat fue parte de esa generación de los 60 que luchaba por un mundo más justo con métodos -que hoy sabemos equivocados- pero que luchaba. Lo comprendí esa vez, que descubrí a mi entonces novio que siempre cantaba rock tarareando “Para la libertad”; le pregunté cómo la conocía ya que “es de mi palo y no del tuyo”, contestó “la cantaba Virgi”, su hermana que fue secuestrada en 1977 y desde entonces está desaparecida. Y entonces cantar “Porque soy como el árbol talado, que retoño: aún tengo la vida” era una manera de sanar lo que no podía dejar de extrañar.
Serrat es el artista que no cantó para un nicho sino para todos. Por eso hoy hay una generación de millenials que lo conoce porque sus padres los despertaban con la chocolatada y las vainillas en la mesa y Serrat en el tocadiscos. Como le pasaba a Lali Espósito por eso cuando cantaron juntos, la joven con millones de seguidores y que desde nena trajina escenarios sintió que “me temblaba todo”.
Serrat es el hombre que nos asegura que “Hoy puede ser un gran día, no lo dejes escapar” y nos enamora una y mil veces cada vez que nos canta “soy sinceramente tuyo, pero no quiero mi amor ir por tu vida de visita vestido para la ocasión” o nos susurra en catalán “Paraules d’amor senzilles I tendres” y aunque no entendemos nada entendemos todo. Es el que nos deja acompañar a Penélope en un banco en el andén porque todo mortal alguna vez esperó a ese amor que nunca llegó. Es el que busca en el cielo inspiración, pero lo único que descubre es que al “techo le falta una mano de pintura” y que con humor reconoce que “no hago otra cosa que pensar en ti y no se me ocurre nada”.
Serrat es el poeta que en un verso sintetizó esos momentos maravillosos que de vez en cuando nos regala la vida cuando “toma conmigo café y está tan bonita que da gusto verla”. Esos cuando te sorprende y por un rato te olvidás de la inflación, la grieta, la violencia, de que ya se termina el año y simplemente te sentís “feliz como un niño cuando sale de la escuela”.
Para los biógrafos, Serrat es el artista que editó “El sur también existe”, “Bienaventurados”, “Sombras de la China” y que en 1996 realizó una gira histórica con Víctor Manuel, Ana Belén y Miguel Ríos cantando “El gusto es nuestro”. Para los melómanos es uno de los cantautores más importantes y notables de la canción popular. El que en sus presentaciones se destacaba por crear un clima de cercanía más que de show con parafernalia, el que amalgamó profundidad y sensibilidad, letra y música, el que llenó de ternura lo cotidiano. Para sus detractores es un gran letrista, pero no un buen músico, sus presentaciones les resultaban más aburridas que intimistas y lamentaban su actitud más de trovador que de rockero.
Pero para los que no entendemos de música, pero amamos la música, Serrat es el artista que musicalizó muchos momentos de nuestra vida. Es el hombre que se despide de los escenarios, al que ya no podremos ver en vivo ni fantasear que cuando sonreía nos sonreía. Por lo que anunció solo nos queda una última oportunidad para verlo. Seguramente al cerrar el espectáculo cantará, como siempre, “Se acabó, el sol nos dice que llegó el final” y le gritaremos, como siempre, un “Noooooo”. Esta vez no será un grito sino un ruego. Sabemos que no se va, pero sentimos que nos abandona. Con Serrat se despide un poco de nuestra vida y no, no es una tragedia solo son “aquellas pequeñas cosas que nos hacen que lloremos cuando nadie nos ve”.
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