En la escena cada vez más caliente del blues británico de principios de los ‘60, un puñado de jovencitos busca reflejarse en las tradiciones más profundas del otro lado del Atlántico. El nombre de Muddy Waters ya había funcionado como contraseña para que el encuentro casual entre Mick Jagger y Keith Richards fuera una más que el cruce de dos viejos compañeros de escuela. Uno observó con fruición los discos que el otro llevaba bajo el brazo, y retomaron su antigua relación con la música como excusa.
El 12 de julio de 1962 se abrió una puerta para tocar en el Marquee Club de Londres. Ese día formaron con el tecladista Ian Stewart, el bajista Dick Taylor, el baterista ocasional Mick Avory y el guitarrista Brian Jones, cuya personalidad y su carisma lo ungieron momentáneamente como líder. Pero para difundir la fecha, necesitaron de un nombre. Y mientras hablaba por teléfono con el de los avisos clasificados, Brian, en un golpe de vista, vio el long play Rollin’ Stone, de Muddy Waters, tirado en el suelo.
Todos estuvieron de acuerdo, y en esa suma de casualidades nacía una leyenda. Y otra vez Muddy se empeñaba en estar en el medio. El hombre nacido como McKinley Morganfield (Mississippi, 1913) funcionaba como el elemento constante entre dos momentos claves del grupo. Debía su apodo Muddy (barroso) a su abuela y cuidadora, por la aprensión que tenía de pequeño a revolcarse en la el fango. De esas aguas turbulentas manaba el sonido que empezaba a dar vueltas al mundo.
Dos años más tarde, The Rolling Stones, ya con un álbum en la calle y una creciente popularidad en la escena londinense, cruzaban el charco para una serie de conciertos. La repercusión todavía era mínima, pero consiguieron unas horas para grabar en los míticos estudios Chess de Chicago, la meca del blues, que tanto había tenido que ver para su incipiente carrera musical. La banda registró 14 canciones en dos jornadas frenéticas y recibió un curso intensivo del género, en el lugar y momento indicados. También se topó con un viejo conocido, en una manera que nunca hubieran imaginado.
Según cuenta Keith Richards en su biografía Vida, al ingresar al estudio ubicado en el 2120 de la South Michigan Avenue había un tipo con un overol pintando el techo. “Ese tipo es Muddy Waters, tiene un hilo de cal corriéndole por la cara y está subido a una escalera”, relata el guitarrista, aunque Marshall Chess, uno de los dueños del estudio lo haya desmentido. Donde hay consenso es que el bluesman les dio una mano para llevar los equipos a la camioneta. En cualquier caso, una muestra de humildad lejos de cualquier divismo y el comienzo de una relación que se fortalecería con el tiempo.
21 de noviembre de 1981. Checkerboard Blues. Chicago. Había pasado el tiempo y la historia y aquella travesura adolescente mutó en la banda más grande de su tiempo. Por entonces, The Rolling Stones encaraban la épica gira americana del álbum Tattoo You, que los paseó por grandes estadios y que quedó documentada en los álbumes en vivo Still life (Todavía vivos) y en la película Let’s spend de night togheter (Pasemos la noche juntos), dos maneras de autorreferenciarse cien por ciento stone.
En el pico de popularidad en suelo americano, la banda había sufrido algunas modificaciones respecto a aquellos seis nombres que se habían estrenado en el Marquee. El liderazgo indudable, en un esquema de yin y yan cada vez más resquebrajado, lo ostentaban Jagger y Richards. Completaban la formación oficial Charlie Watts en batería, Bill Wyman en bajo (casi desde los comienzos) y el por entonces flamante Ron Wood en guitarra, con poco más de cinco años de rodaje en la banda. En las teclas, el silencioso Ian Stewart, el viejo Stu, camarada escocés y auténtico sexto stone, que había sido apartado de las fotos oficiales por decisión del manager Andrew Oldham, porque seis eran muchos y cortó el hilo por el lado más viejo y a su juicio, menos agraciado.
La banda aterrizó en el estado de Illinois para dar tres conciertos en Rosemont, al norte de Chicago en el que reunirían casi 60 mil personas. Una semana antes, un agente de la banda se presentó en el Checkerboard y vio al propietario, LC Thuman. Su objetivo era coordinar un show con Muddy Waters en uno de los pocos huecos que le dejaba la gira, antes de volar para Nueva York. 500 dólares fueron suficientes para cerrar el trato.
Musicalmente, no eran las circunstancias ideales. El escenario era demasiado pequeño y el sistema de sonido del Checkerboard no estaba a la altura de los decibeles que manejaban sus Majestades Satánicas en su gira mágica y majestuosa. Pero eso no fue un problema porque era justamente lo que querían, vivir un poco del auténtico blues de Chicago, en la cuna de sus héroes y a las órdenes del jefe de la ciudad.
La historia se cocinó en el más absoluto secreto y en la cartelera se anunciaba el show de Muddy Waters, sin levantar la perdiz. Pero los Stones estaban en la ciudad el mismo día que tocaba el Jefe, y a alguien se le ocurrió de atar cabos. Se empezó a correr la voz y el dueño del bar tuvo que descolgar el teléfono cansado de los llamados. “¿Es cierto que esta noche tocan los Stones?”, preguntaban los curiosos.
No solo era cierto, sino que habían pedido un aforo de no más de 100 personas. Sin embargo, los fanáticos afuera del recinto se contaban por cientos dispuestos a pagar lo que sea por ser testigos de ese momento histórico. Mientras tanto, en los camarines, nada hacía presagiar lo que estaba por suceder sobre las tablas. De hecho, John Primer, uno de los guitarristas de Muddy, se enteró durante la prueba de sonido. Lógicamente, pensó que se trataba de una broma. La única sospecha era una mesa larga sin ocupar, la mejor del local, a orillas del escenario. ¿Quiénes serían sus dueños?
En 2012 se editó Live at the Checkerboard Lounge, Chicago 1981, la totalidad del concierto remasterizado y con muy buena calidad de imagen, actualmente disponible en YouTube. A la distancia, la filmación se ve como una joya del montaje entre el blues y el rock and roll. Mientras Muddy y su banda tocan sobre el escenario, la imagen va y viene con lo que pasa en las afueras del club. Cuando suena “Baby please don’t go”, hacen su ingreso Mick, Keith, Ronnie y Stu, acompañados por unas cuantas señoritas y otros tantos hombres de gesto adusto y mirada amenazante. Se despatarran en torno a la larga mesa que espera por ellos mientras se esmeran por descorchar las bebidas. De fondo suena ese mágico standard de blues que tantas veces escucharon en su infancia.
A todo esto, la banda sigue tocando, hasta que el jefe llama al frontman. “Mick Jagger”, repite a modo de invocación. El hombre de la boca interminable sube con un insólito conjunto deportivo en tonalidad salmón, desentonando con la indumentaria oficial, pero respetando el look que había adoptado para la gira americana. Sin poder correr de punta a punta del escenario como acostumbra, Mick se mueve y gesticula todo lo que el lugar le permite intercambia miradas cómplices con la leyenda que tiene a su lado.
Pasan unos minutos y el jefe brama otra orden. “¡Keith!”, y el guitarrista obediente trepa al escenario. Él sí, de respetuoso saquito blusero. Al igual que lo haría más tarde Ronnie, se acoplan a la banda como si tuvieran horas de ensayo. Como si se conocieran de toda toda la vida, o incluso de otra. Como si el idioma del blues tuviera ciertos códigos que solo algunos pueden llegar a descifrar.
La improvisada big band tocó en total cinco canciones, con “Hoochie Coochie Man” y “Mannish boy” como momentos inolvidables. Hacia el final, Stu se dio el gusto de castigar las teclas y Buddy Guy, uno de los fundadores del local, se sumó a la zapada. A esa altura, nadie parecía entender demasiado lo que pasaba. Quizás la respuesta esté, nuevamente, en una canción de Muddy Waters. Porque si alguien tenía dudas acerca de que “el blues tuvo un hijo y lo llamaron rock and roll”, viajando en el tiempo hacia un pequeño club en la ciudad de Chicago, podrá encontrar algunas de las respuestas.
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