Con 80 años poco queda de ese hombre alto, rubio, de rostro marcado y atracción evidente que enamoraba desde la pantalla allá en la década de los 70. Nick Nolte se ubica en esa franja indescifrable que abarca ser más que un actor de reparto pero menos que una estrella. Quizá porque entregó grandes actuaciones pero también protagonizó unos cuantos bodrios es el integrante más subestimado de una generación en la que brillan De Niro, Al Pacino y Dustin Hoffman. Él asegura que no actúa por vocación sino “porque es catártico”. Y explica: “En cuanto me subo a un escenario me siento en casa mientras que en la realidad vienen los problemas reales”.
Nolte nació el 8 de febrero de 1941. Heredó el gen de la belleza de su padre, Frank, un hombre muy pintón que estudió ingeniería y encontró trabajo como vendedor de bombas. El hijo no había cumplido el año cuando Frank marchó a la guerra. Le tocó ir a Filipinas a combatir por su país en la Segunda Guerra Mundial. Su cuerpo volvió tres años más tarde, su cabeza nunca lo hizo del todo. Regresó convertido en un ser ausente, que hablaba poco y abrazaba menos. “Era el hombre del traje gris: no estaba. Era, en esencia, el hombre desaparecido”, recordaría su hijo.
Para empeorar la situación al volver de combate, Frank no consiguió ningún empleo digno. La familia sobrevivía gracias al trabajo como vendedora de antigüedades de la mamá de Nick, Helen King. La mujer padecía la encerrona de muchas familias: para mantener el hogar debía permanecer muchas horas fuera de su hogar. Y el hijo sentía esa ausencia.
Como estudiante Nolte fue un gran… deportista. En el secundario sus notas eran tan malas como buenas sus actuaciones en los equipos de fútbol americano y béisbol. Además se destacaba en básquet, lucha libre y atletismo. Pese a sus evidentes condiciones atléticas en esa época descubrió que más que entrenar, le gustaba tomar. Tres veces llegó alcoholizado a las prácticas, tres veces le volvieron a dar una oportunidad, hasta que finalmente lo echaron de todos los equipos, algo que no le importó.
Para 1959, con una beca como integrante del equipo de fútbol partió para la Universidad Estatal de Arizona. El problema no fue entrar sino permanecer. Las ausencias a clase y las bajas notas eran constantes y las autoridades prefirieron perder un buen jugador a ganar un mal alumno. Nolte pasó a la Universidad de Phoenix y luego intentó en el Pasadena City College. En todas repitió la conducta: gran deportista, pésimo estudiante. Dejó la universidad pero no de aprender. En los años siguientes y durante toda su vida devoró ensayos, libros y enciclopedias de historia, psicología, filosofía y todo lo que alimentaba su curiosidad. Leyó con pasión a Nietzsche, todas las obras de Shakespeare, del dramaturgo Sam Shepard y el historiador Will Durant. Para su rol en Jefferson en París se leyó los seis tomos de la biografía del tercer presidente estadounidense.
La lectura no le impidió tener su primer gran problema con la ley. Lo atraparon vendiendo tarjetas de excepción al servicio militar, algo muy demandado en tiempos de la guerra de Vietnam. Primero lo condenaron a 40 años de prisión, pero se lo conmutaron por cinco de libertad condicional. Además, le quitaron el derecho a votar y a ser soldado.
Con su salida obligada de la universidad, la única alternativa posible era volver “rendido a la casita de mis viejos”. Se quedó un año recluido en su cuarto. Solo hacía dos actividades: fumar y emborracharse. A los 23 años decidió rumbear para Los Ángeles. No lo hizo porque deseaba ser actor sino porque encontró trabajo en una fundición, pero su belleza no pasó desapercibida y rápido encontró trabajo como modelo.
Le iba bien pero nada lo convencía ni entusiasmaba hasta que se presentó en una prueba para una obra teatral. “Prefería hacer que mataba en un escenario que matar de verdad en Vietnam”, explicó en sus memorias. Comenzó a actuar en pequeñas compañías de teatro. En 1973 se preparaba para estrenar la obra The Last Pad, de William Inge, cuando cuatro días antes de la primera función el autor que tendría el papel principal se suicidó. Esto provocó que la prensa le prestara más atención a la puesta. El trabajo de Nolte impactó y así consiguió un agente, que a su vez le consiguió mejores papeles.
Recién a los 35 años obtuvo el rol de Tom Jordache en la serie Hombre rico, hombre pobre. Su figura, mezcla de hombre vulnerable y rústica, despertaba pasiones. Al estudio llegaba un promedio de dos mil cartas mensuales que escribían sus admiradores, en su mayoría mujeres. En la película Abismo se consolidó su fama de buen actor y seductor irresistible. Vivió un romance con su compañera de rodaje, la bellísima Jaqueline Bisset.
Su carrera iba en ascenso y su adicción al alcohol, también. “Bebía porque quería beber. Tenía que ver más con la celebración que con la depresión o el trago social”, explicó alguna vez. Es célebre la anécdota de cuando a mediados de los 80 filmaba El asesino y la dama, y Katharine Hepburn le deseó que se ahogara porque llegó a filmar por enésima vez alcoholizado. “¿Sabés, Nick? –le dijo–, Spencer Tracy bebía mucho. Pero nunca cuando iba a trabajar. Tenés que controlarte. Ya apareciste borracho en todas las zanjas de esta ciudad.” La respuesta fue: “Casi... Todavía no estuve en todas”.
Así como bebía mucho también amaba demasiado. Desde 1966 hasta 1977 estuvo casado con Sheila Page. En 1978, acodado en la barra de un bar de mala muerte, Sharon Legs Haddad se le acercó y lo saludó con un: “Hola, chupador”. Comenzaron una historia donde la pasión, los celos y el alcohol iban de la mano. Se separaron en 1983. Al año siguiente apareció en su vida Rebecca Becky Linger, una muchacha 20 años menor que con modales suaves pero convicciones fuertes se encargó de encarrilarlo un poco.
Fue ella quien logró alejarlo de la bebida. No recurrió a costosas clínicas de desintoxicación ni a grupos de autoayuda; lo hizo con la ayuda del Hare Krishna, el movimiento hindú. Becky invitó cuatro amigos a su casa que por la noche hacían un círculo de tambores y canto. Las melodías relajaban al actor y lo ayudaban a mantenerse alejado de las botellas. Él no niega la efectividad de los tambores pero asegura que “fue una decisión absolutamente íntima y personal. Llegué a mi marca. Bebí todo lo que me fue posible, hasta alcanzar mi tope. Y cuando uno alcanza su tope simplemente se levanta de la mesa”.
Convencida de que su marido era un actor con una capacidad notable para elegir malas películas, Becky empezó a leer los guiones, a descartar los malos, llevarle la agenda y arreglarle los contratos. También evitaba que rechazara papeles como el de Superman con respuestas incorrectas como que solo lo haría si lo dejaban “interpretar al hombre de acero como un esquizofrénico”.
Así fue que en 1992 le llegó la oportunidad de protagonizar El príncipe de las mareas, dirigido y coprotagonizado por Barbra Streisand. “No fue mi primera opción pero en cuanto lo vi, presentí que era el indicado. Sus ojos estaban llenos de dolor y esa fue una de las razones por las cuales lo elegí. En la superficie es un bromista, pero detrás está el dolor, se esconde bajo su mirada”, explicó la actriz.
La atracción profesional y algo más fue mutua. “Me sentía profundamente atraído por ella de la misma forma que ella hacia mí, tanto que sabía que teníamos que hablar de las razones por las que no debíamos caer en una relación romántica y sexual mientras trabajábamos”. Streisand le pidió al actor que se fueran a vivir juntos pero Nolte no aceptó el convite. Cuando terminó de filmar también terminó su matrimonio con Becky.
Al tiempo inició una relación con Vicky Lewis. Estuvieron juntos hasta 2003. Después se puso en pareja con Clytie Lane con la que tuvo una hija en 2007. Se casaron en 2016. “Las mujeres son la mayor pasión para mí”, asegura el actor. Recorriendo su historial, ni falta hace que lo diga.
En Hollywood se sabe: Nolte siempre fue un rebelde. Suele asistir a las entrevistas vistiendo un pantalón pijama porque “es lo más cómodo que hay”. Eso sí, lo acompaña por un increíble saco de diseñador italiano. Nolte es el que dijo que no iría a una premiación de los Oscar para los que estaba nominado por ser “un cobarde”, y el mismo que años después, en otra ceremonia y mientras las cámaras lo enfocaban, se negó a aplaudir el premio a la trayectoria que se le entregaba a Elia Kazan, director de Nido de ratas, pero también gran delator al servicio del macartismo.
Entre sus excesos es difícil olvidar aquella foto infame del año 2002 cuando fue arrestado en Malibú. “Me dijeron que unos seis conductores llamaron a la policía para denunciarme mientras conducía por el lado contrario de la autopista de la costa”, recuerda.
Se comprobó que había consumido GHB, una poderosa droga que, según justificó, lo hacía sentir “genial”. Nolte debió recurrir a la ayuda de un psiquiatra, “Me llevo 30 días sacudirme de encima los efectos del GHB y después volé a casa. Salí como un hombre nuevo y afortunado”. Sobre la foto, en la que aparece con una camisa de flores y pelo salvaje, él mismo la describe como la de “un loco que se había escapado del manicomio”.
Esa capacidad tan suya de llevar todo hasta los extremos también la llevó a la actuación. Se perdió en las calles y experimentó durante un tiempo la precaria vida de un vagabundo, hasta comió auténtica comida de perro para su personaje en Un loco suelto en Beverly Hills. Se ocultó en la selva para encarnar al desertor del ejército en Adiós al rey, y para interpretar a un adicto a la heroína en el filme Un gran ladrón consumió la droga durante las ocho semanas de grabación. Por suerte, no le tocó actuar de Calígula, Atila o Enrique VIII, porque teniendo en cuenta su compenetración con los personajes, vaya a saber qué estaría dispuesto a experimentar.
El actor tres veces nominado al Oscar por El príncipe de las mareas, Affliction y Warrior reconoce con una sinceridad atípica que “los éxitos siempre fueron lo peor”. Argumenta: “Siempre que tuve éxito, después me corrompieron con las ofertas que suelen surgir como consecuencia. El dinero que me ofrecen me vuelve vulnerable. Cuando me ofrecen millones de dólares siempre me auto convenzo de que tengo en mi mano un proyecto extraordinario”.
Quizá por eso en 1994 aceptó filmar Uno contra otro con Julia Roberts, una comedia romántica que devino en un trabajo odioso. Los dos no encajaron bien en el set, y su falta de química era evidente. Sus peleas obligaron al director Charles Shyer a filmar algunas de sus escenas por separado para mantenerlos alejados.
Roberts dijo que Nolte era “completamente desagradable” y que “parece que se esfuerza por repeler a la gente”, y él respondió: “No es agradable llamar a alguien repugnante. Pero ella no es una buena persona. Todos lo saben”.
Lejos de peleas y adicciones, hoy con 80 años Nick cuenta: “En mi interior me siento como si tuviera 4 años. Eso no cambia. Uno puede envejecer, pasar de los 20 a los 40, a los 60. Y entonces, ¿qué? El tiempo siempre se te escapa, pero el sentimiento de estar vivo es eternamente joven”. Los que se lo cruzan quedan impactados por ese anciano de pelo blanco y un rostro que refleja mucho más que el paso del tiempo.
Pero si el lector quiere descubrir al verdadero Nolte lo invito a ver Grandes amigos, una de esas joyitas que pasan desapercibidas pero que cuando se encuentran se guardan como tesoros en el rincón de lo inolvidable. La coprotagoniza con Robert Redford y la filmó cuando tenía 74 años. Esos actores que fueron los más bellos del mundo muestran sus rostros arrugados y sus cuerpos con achaques. Sin embargo, unos minutos en pantalla alcanzan para comprobar que los mitos no envejecen.
La película se trata básicamente de dos amigos que caminan por el bosque y charlan, pero son tan magnéticos que uno quiere pasar tiempo con ellos. Con Redford compartiríamos una tarde saboreando un café, pero con Nolte saldríamos de noche a recorrer sin temor las calles más sórdidas mientras nos cuenta su vida, una vida en la que “cometí muchos errores pero no me arrepiento. A veces, esa es la única forma de aprender”.
Quizá por eso Nolte es de esos raros seres que se ganó el derecho de mirar las oscuridades de su vida con una sonrisa luminosa.
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