Tipeo la clave en la computadora para ingresar a la plataforma virtual por donde haremos la entrevista y segundos después, del otro lado de la pantalla, me recibe con su sonrisa y calidez: “Hola Paola, un gusto saludarte, tenemos 45 minutos”. Pienso en la tentación de tener tan cerca al psicoanalista más popular del país; el que llena aulas y teatros con sus conferencias en todo el mundo; el que se convierte en best seller cada vez que lanza un libro; el que acumula horas de experiencia en columnas radiales y televisivas; el que desde hace años ya no tiene en su agenda lugar para nuevos pacientes. Y está ahí, tan solo al alcance de un click. Podría comenzar a desgranar mi vida en esto que se asemeja a un turno online de terapia pero no estamos para eso: no será quien escribe estas líneas quien se siente en esta especie de diván cibernético.
Será él, Gabriel Rolón, el hombre que nació el 1° de noviembre de 1961 en una clínica de Ramos Mejía y que hoy cumple 60 años, el que repase su vida. Siempre en movimiento, acaba de publicar una reedición renovada de su libro Palabras cruzadas, que ya a semanas de salir se encuentra entre los más pedidos del país -lleva vendidos más de un millón y medio de libros en toda su carrera editorial- y se prepara para volver al teatro con Palabra plena -estrena el 2 de diciembre en el Metropolitan y se presentará durante tres únicas semanas-. Padre de Lucas y Malena, flamante abuelo de Zoe -de siete meses- y desde 2017, casado con la escritora y psicoanalista Cynthia Wila.
Son estas seis décadas motivo más que suficiente para esta charla amena e intimista con Teleshow que rondará alrededor de su recorrido y de las experiencias que lo marcaron y determinaron su vida: la música que alegraba la modesta vivienda familiar en los primeros años, los libros que salvaron su adolescencia y su actual compañera que lo volvió una persona más feliz y sonriente.
—Cumplís un número redondo y un nuevo cambio de década, ¿cómo te pega? ¿Sos de hacer balances?
—Bien, pero que te agarre el cambio de década justo en pandemia tiene una consecuencia porque los últimos dos años fueron muy atípicos, entonces es difícil hacer un balance. Yo esperaba estar haciendo mucho teatro, teníamos previsto estrenar en la calle Corrientes de la mano de Carlos Rottemberg y han quedado los proyectos y los sueños detenidos, no digo destruidos porque seguramente vamos a rearmar muchas cosas, pero han sido años complejos. Los aproveché para escribir más y para inspeccionar este ámbito del streaming y de la tecnología que eran temas que tenia ignorados en mi vida. Así que estos 60 años me encuentran trabajando, con muchas ganas, con mucho deseo, con muchos sueños por cumplir, y eso me parece lo más importante. Yo creo que uno realmente muere cuando empieza a buscar la felicidad en el pasado. Y eso es algo que yo no quiero permitir que me pase. Como dice Pablo Milanés: “Adiós niñez, ojalá te encuentre en la vejez con amor”. Me encanta recordar con cariño y ternura mi niñez, pero no quiero ir a buscar mi felicidad allá. Entonces, de esa manera encaro mi comienzo de década, con ganas de seguir construyendo felicidad en el presente y en el futuro.
—¿Y sentís que lo lográs, que conseguís esa felicidad que tanto buscás?
—Sí, se me viene siempre una respuesta borgeana. A Borges le preguntaron si era feliz y él respondió: “soy humano, ¿cómo puedo serlo?”. Como que hay una cierta tragedia existencial que recorre al ser humano de la cual yo no escapo: muchas de las personas que he amado ya no están, se han muerto; algunos de mis sueños no se han cumplido; he pasado por momentos difíciles como todo el mundo y me esperan todavía dolores que son existenciales y son parte de la vida. Pero yo hace rato que perdí la ingenuidad de creer en la felicidad como un estado de completud, entonces en la medida en la que se puede ser feliz, yo soy un hombre feliz. Amo mucho a la mujer con la que comparto mi vida, amo mucho a mis hijos con los que me llevo muy bien, acabo de ser abuelo y tengo una nieta que es increíblemente bella, mi madre está viva y bien, mi hermana está bien. Tengo trabajo, de lo que amo y vivo de él, recibo ciertos reconocimientos familiares, personales, profesionales, así que si yo no pudiera ser feliz con todo lo que me está pasando sería una prueba de que el psicoanálisis no sirve para nada. Porque si a una persona le pasan todas las cosas que me pasan a mí y no puede ser feliz, está en un problema (risas). Lo que sí, no tengo esa felicidad ingenua.
—¿Tenés una más terrenal, más real?
—Sí, no tengo esa sonrisa inmotivada del que quiere ser feliz ante cada cosa y que le busca el costado bueno de la vida a todo lo que ocurre. Soy de los que piensan que hay cosas en la vida que no tienen ni un sentido ni una explicación, ni un costado bueno, como por ejemplo, la pandemia. No hay que buscar gestos de justicia divina ni motivos ocultos: es una desgracia que nos ha tocado y hay que pasarla, es igual que cuando se muere joven un ser querido, no tienen explicación, ni razón ni sucede para algo, simplemente hay que seguir viviendo a pesar de las tragedias.
—Uno de los motivos de tu felicidad dijiste que era tu nuevo rol de abuelo, ¿cómo te llevás con este papel?
—Muy bien, disfrutando mucho de Zoe y de este rol que es hermoso, es nuevo como decís, lo estoy aprendiendo a conocer. No creo tampoco que los abuelos tengamos que ser malcriadores seriales aunque yo he sido malcriador como padre así que imaginate, pero siempre tengo una cosa de mucha contención y de comunicación afectiva con las personas que quiero, lo fui con mis hijos y ahora con ella. Trato de conectarme desde ahi, de ser un dador de afecto, de cariño, de contención. Veremos cuando sea más grande y pida cosas si también soy un abuelo mimador en otros aspectos. Lo que tiene que ver con la presencia, con estimularla , estoy. Que ya le guste la música, sentarla y que ponga sus deditos de siete meses sobre una tecla del piano y empiece a ver que hay un mundo de sonidos, me hace feliz, me divierte. Y me gusta ver cómo la vida no solo te quita cosas, sino que te trae cosas. Por eso, si bien soy de los que piensan que más nos marcan nuestras pérdidas que nuestros logros por una razón muy sencilla, el dolor es más fuerte que la felicidad, entonces creo que la felicidad está allí para que, a pesar de las heridas, podamos transitar la vida con un sentido.
—Siempre que te consultan se pone el foco en el amor y en el duelo. ¿Somos nosotros, los argentinos, nostálgicos como sociedad o pasa en todo el mundo?
—Son los dos únicos temas que importan en la vida de todo ser humano: la vida y la muerte. El amor y las pérdidas. La sexualidad y la angustia. Llamalo como quieras, en sus distintos nombres, pero son los dos grandes temas. ¿Por qué va a jugarse la vida alguien si no es por algo que ama? ¿Por qué nos aterraríamos si no es porque existe la muerte? Y digo la muerte en todas sus variantes: la muerte del amor, de un sueño, de la juventud, de un ser querido o mucho más, tu propia muerte. Lo que pasa es que para valorar la vida es indispensable pensar en la muerte. Lejos de callarla, me parece que hay que instalar la palabra muerte porque es lo que te hace valorar el tiempo, cada segundo que tenés para construir un sueño, cada minuto en el que podés pedir perdón o decir te quiero. Si fuéramos eternos no estaríamos teniendo esta charla ni haríamos arte, no haríamos nada. Y por otro lado, el amor es importante porque, justamente las cosas que amás son aquellas que te permiten transitar las heridas, las pequeñas muertes que hay antes de la gran muerte. Hay un montón de muertes en el medio, de pérdidas, y las podemos atravesar justamente porque hay situaciones de amor que contienen y le dan un sentido a la vida a pesar de los duelos. El amor y la muerte todo el tiempo se entrelazan entre nosotros, son factores determinantes de lo que estamos constituidos.
— Sos un psicólogo popular que llega a todo tipo de público, incluso a aquel que tal vez no pueda pagar una sesión de terapia. También fuiste muy criticado por eso, ¿por qué lo hacés?
— A veces me dicen “vos bajás bien el discurso” y es un error, porque uno no baja sino que sube, porque la gente que está necesitando ayuda, está por encima de los libros. Llegar a esa gente es un trabajo que cuesta mucho, aquel que solo habla de lo académico habla para colegas y no es que no puede bajar hasta dónde está la gente sino que le falta la habilidad de subir a donde está la gente Valoro muchísimo todo lo que tiene que ver con la posibilidad, desde mi lugar, que alguien se piense como una persona con derecho a su dolor, a tratar lo que le pasa.
—En dónde te sentís más cómodo, cuando escribís, con tus pacientes, dando charlas, siendo músico, hablando en radio o en la televisión, ¿cuál es el ámbito que más disfrutás?
—En realidad me parece que los necesito a todos para sentirme cómodo pero creo que el lugar exacto donde se combinan todas mis pasiones es el teatro, porque ahí se conjuga mi vocación de artista. Yo a los cinco años no quería ser psicólogo, quería ser artista, estudié teatro, mucha música, composición. Incluso compuse la música de muchas de mis obras con Gabriel Mores. Imaginate nada menos que compartir un “Mores y Rolón” (risas). También escribo la dramaturgia de mis obras con la ayuda de mi amigo Carlos Nieto que sabe mucho de teatro, con mi mujer cuando escribimos El amor y las pasiones. Entonces actúo, compongo música, hablo de psicoanálisis, a veces expongo casos clínicos por lo que le puedo mostrarle a la gente cómo son mis intervenciones, así que te diría que es el ámbito casi en el que se unen todas mis pasiones.
—Mencionaste a ese chico que quería ser artista, ¿cómo era esa casa, se escuchaba mucha música?
—Celedonio Flores escribió un poema que se llama Por qué canto así, para explicar por qué canta así y dice: “porque cuando chico me acunaba en tangos la canción materna para llamar al sueño, y escuché el rezongo de los bandoneones bajo el emparrado de mi patio viejo”. Yo me identifico mucho con ello, yo no recuerdo un momento en el que no hubiera música en mi oído. Mamá me cantaba mucho, mi papá y mi mamá cantaban bien. O sea, no eran cantantes pero cantaban muy bien los dos.
—¿Qué cantaban?
—Mi papá era más del folclore y mamá era más del tango, entonces para dormirme, para acunarme, para bañarme, mientras me llevaban al colegio, cuando caminábamos, todo el tiempo estuvo mi infancia rodeada de música. Por eso yo me incliné muy rápidamente por el arte y, sobre todo, por la música. Les manifesté a los 3 o 4 años mi deseo de hacer música y por suerte mis padres lo escucharon. Porque todos los chicos a los cinco quieren jugar al fútbol, ser artistas, ser bomberos. Quería un piano y no se podía, no había teclados y el piano era un objeto muy caro para una familia mantenida por un albañil, pero sí hubo lugar para una guitarra usada que me trajo papá y mirá, la trajo un sábado al mediodía y el lunes yo tomé mi primera clase. Imaginate lo que la debo haber molestado a mi madre para que en un fin de semana me consiguiera una profesora. Terminábamos de comer y mamá o papá me decían: “bueno dale, trae la guitarra, ¿qué aprendiste hoy? Cantanos algo”. Y después llegó mi hermana que tiene una voz preciosa y un talento increíble, Sonita tenía 2 o 3 años y ella cantaba y yo la acompañaba en la guitarra. Y era hermoso. Mi infancia estuvo rodeada de música siempre.
—Te iba a preguntar por un recuerdo inolvidable de tu infancia pero imagino que podría ser alguna de esas noches compartiendo guitarreada en familia
—Pero sí, claro. El momento en el que me regalaron la guitarra y abrí ese paquete que era en sí misma una alegría y una desilusión: el piano no, pero la guitarra sí. Me acuerdo cuando empecé a entender el instrumento y empezaron a salir los sonidos fue una cosa muy impactante, el descubrimiento del un mundo. Yo creo que hay cosas que te hacen ver el mundo de una manera diferente y te juro que no estoy exagerando nada. Schopenhauer decía que “en definitiva el universo no era más que música” y yo comparto con él. Somos distintas maneras de vibrar de un modo musical y yo lo siento en la vida. La gente sufre con una melodía, ama con una melodía, habla con un ritmo. Las parejas componen una armonía que a veces decís que fea suena, bajemos un tono o qué lindo que circula. Hacer el amor con alguien es lo más parecido a cantar a duo. La música recorre todo.
—¿Tenés alguna canción que te represente o una banda de tu vida que siempre musicalice momentos importantes?
—Sí, hay dos melodías que me definen, las que mejor riman con mi alma. Una de ellas es de Astor Piazzolla y se llama Oblivion. Y la otra, una que escuché siendo muy chiquito me hizo percibir que la felicidad era algo posible si eso existía: era el Adagio de Albinoni. Me enamoré y desesperado le queria decir a mi mamá lo que había escuchado pero cómo le explicaba a los 4 años qué melodía era hasta que la hice ir al lugar donde la había escuchado. La estaba estudiando un chico pianista del barrio y bueno, me impactó mucho. Son las dos melodías que siempre me acompañan en momentos de creación, de soledad, de tristeza, e intimidad, todavía, siempre.
—¿Por qué entonces decidiste estudiar psicología a los 27 años? Venias muy decidido con la música, con un camino recorrido, dando clases, ¿qué te despertó ese interés?
—Yo estaba estudiando el profesora de matemáticas y dando clases de música en un colegio secundario, y en un momento me di cuenta de que a mí no me gustaba enseñarles a los chicos, a mí me gustaba escucharlos. Si veía una cara triste pedía silencio y le preguntaba qué le pasaba, o citaba a los padres. Era el profe al que todos le iban a contar cosas. Y en un momento me cayó la ficha y dije “bueno yo no quiero ser profesor, yo quiero ser psicólogo”. Más allá de que la obra de Freud me había pegado allá por los 14 años, en mi adolescencia, cuando tuve una relación muy fuerte con lectura. Me había mudado a un barrio en el que no conocía a nadie, no tenia ningún amigo y los fines de semana me subía al tren, hacía combinaciones del subte, y me leía la mitad de una novela en el transporte público porque era algo que disfrutaba, así que había algo dando vueltas.
—También mencionaste que te preocupaba la tristeza de tu padre...
— Sí, siempre digo que había un acercamiento con la tristeza de mi parte porque mi viejo era un hombre muy triste, había tenido una infancia muy dura, por suerte apareció mi madre en su camino y le permitió muchos años de felicidad. Pero lo recorría igual, las tristezas de la infancia dejan marcas que no se borran nunca de tu rostro. Entonces yo estaba acostumbrado a estar cerca de la tristeza y de querer hacer algo por las personas que están tristes. Entre eso, la fascinación de Freud y esto de los chicos y escucharlos, ahí se me anudó el punto de capitón, se me anudaron los botones del almohadón. En ese momento lo concienticé.
—Con el tiempo y el psicoanálisis, tomando distancia, ¿pudiste entender a tus padres, comprender ese dolor de tu papá que quizás de chico no entendías tanto?
—Sí, tanto el psicoanálisis como materia de estudio como mí psicoanálisis personal, en el diván, me ayudaron a entender un montón de cosas, a comprender mucho, sino no podría ser analista. Un analista, necesariamente, se tiene que haber analizado, un buen análisis y para recorrer un muy buen análisis hay que haber estado un poco lastimado. Una vez le dije a mi maestro Horario Manfredi, hablando de algunas cosas que nos habían pasado en la infancia, “nosotros con todos estos dramas somos psicoanalistas”. Y el me dijo “¿y cómo lo seriamos si no los hubiéramos pasado? ¿cómo hubiéramos recorrido el camino del psicoanálisis si nuestra propia angustia no nos hubiera llevado y no nos hubiera enseñado ese camino”.
—¿Cómo es el amor en la vida adulta, cuando no hay hijos que criar y solo se trata de compartir momentos? Ese amor después del amor, cuando uno se separa y tiene que volver a empezar pero tal vez no se anima, ¿cómo se disfruta?
—Mirá, yo no sé cómo es en general pero sé cómo es para mí, únicamente. No lo quiero volver algo universal, para mí es maravilloso. No dejo de asombrarme cada mañana cuando me despierto y veo a Cynthia a mi lado. Ella, por lo general, se acuesta antes y se levanta antes, es muy tempranera y a veces se duerme y me quedo mirándola. Y se da vuelta y me pesca, y me dice: “¿qué hacés?”. “Nada, te miro”. Porque me gusta, me hace bien, porque tenemos una relación muy pasional, muy compañera. Cyn también es psicoanalista, escritora, somos muy diferentes igual a pesar de eso, pero hay un camino donde nos podemos acompañar: ella es la primera en leer mis libros y yo el primero en leer los suyos. Discutimos mucho, nos peleamos mucho por literatura, por esto que me gusta, o “lo estás diciendo mal”, “¿vos me decís a mí que lo digo mal?” y todas esas cosas que también forman parte de la pasión por el otro. Para mí es una experiencia maravillosa, agradezco no habérmela perdido en esta vida esta experiencia, me gusta y ojalá sea siempre así.
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