“Si estando en la carretera oyes un ¡Bip-Bip!, ten la seguridad que se trata de mí, y si intentas seguirme te va a anochecer, pues ni el fiero coyote me puede comer…”. Así arrancaba la versión en castellano de la canción principal del dibujo animado El Coyote y el Correcaminos, una de las creaciones más queridas y populares de todos los tiempos.
El genio de la animación Chuck Jones fue el creador de esta serie cuyos episodios originales duraban siete minutos. Ese tiempo le alcanzaba para contar la historia más simple del mundo y, al mismo tiempo, hacer reír a los espectadores. El Coyote tenía hambre y deseaba capturar al Correcaminos para comerlo. Nunca lo conseguía, pero sus planes para atraparlo eran cada vez más complejos y absurdos. Todo el mundo amaba la serie y eso se debía, por supuesto, al Coyote.
La maestría de esta creación consistía en lograr que el agresor fuera el héroe, nuestro héroe, mientras que la víctima del ataque era secretamente el villano. El truco era que el Correcaminos no tenía personalidad, ni objetivos, ni plan alguno. Su papel era completamente funcional al Coyote. En algunos episodios desplegaba cierta crueldad, pero su ausencia total de tridimensionalidad como personaje tampoco tenía maldad. El Correcaminos era algo más profundo: una metáfora de todos los sueños inalcanzables, tan cercanos por un instante, pero finalmente fuera de nuestras posibilidades.
Muchos espectadores al convertirse en adultos creían descubrir la pólvora por sentirse identificados con el Coyote, pero este es claramente el objetivo de la serie. Nosotros vemos pasar al Correcaminos, pero con el Coyote nos quedamos todo el episodio, viendo cómo busca una nueva forma de atrapar su comida. Y claro, lo vemos fracasar de forma estrepitosa, graciosa, inevitable. La única certeza que tenía la serie era esa: el Coyote no lo logrará.
Las trampas de la empresa Acme nunca funcionaban como correspondía, siempre terminaban jugando contra el pobre Coyote. El hermoso mundo absurdo de Chuck Jones incluía el acceso a esos materiales sofisticados y posiblemente caros por parte de un Coyote que estaba muerto de hambre en medio del desierto. Su obsesión le permitía conseguir esos materiales, pero no buscarse otra manera de alimentarse. Por eso es tan perfecta la serie.
Jones dijo con los años que había nueve reglas principales para la serie que debían ser respetadas. Eran las siguientes:
1. El Correcaminos no puede dañar al Coyote excepto haciendo “¡Bip-Bip!”.
2. Ninguna fuerza externa puede dañar al Coyote, solo su propia ineptitud o el fallo de los productos de Acme.
3. El Coyote puede parar en cualquier momento, de lo contrario, se convierte en un fanático. (“Un fanático es aquel que redobla su esfuerzo cuando ha olvidado su objetivo”, George Santayana).
4. No puede haber ningún diálogo, excepto el “¡Bip-Bip!”.
5. El Correcaminos tiene que permanecer en el camino, si no, lógicamente, no se habría llamado Correcaminos.
6. Todas las acciones tienen que realizarse en el entorno natural de los dos personajes: el desierto del suroeste norteamericano.
7. Todos los materiales, herramientas, armas o artilugios mecánicos tienen que obtenerse de la Corporación Acme.
8. Siempre que sea posible, la gravedad debería ser el mayor enemigo del Coyote.
9. El Coyote será más humillado que dañado por sus fallos.
Casi todas estas reglas fueron rotas en algún episodio y no hay pruebas definitivas de que hayan intentado cumplirlas de forma estricta en su momento. Pero el resultado de las mismas es que el Coyote jamás podrá atrapar al Correcaminos y que los espectadores se sentirán de su lado. Todo eso fue alcanzado en la serie original y por eso tuvo éxito.
Los gags más famosos tenían que ver con la ley de gravedad y con las rocas. El surrealismo de la serie permitía que el Coyote quedara suspendido en el aire un instante, muchas veces mirando a cámara, y luego de un segundo cayera al vacío. Era en ese momento que se ganaba nuestro corazón. Para aumentar la efectividad de esta situación, se le agregaban carteles que él mismo levantaba y que contenían una frase para el espectador. Las rocas caían, misteriosamente, más tarde que él.
La violencia era tan exagerada que no resultaba chocante. No era la violencia de Tom y Jerry, sino una mucho menos realista. Nadie creía ni por un momento que el Coyote podía morir, solo era humillado y se quedaba sin comer. La profunda identificación que lograba con los espectadores del mundo era inquebrantable. El supuesto villano era nuestro héroe. El otro, el Correcaminos, era una fuerza ciega, como el destino, que solo pasaba para encender los mecanismos del Coyote.
Esta fórmula se repitió de ahí en más en otros dibujos animados, pero nunca ninguno de ellos logró el mismo efecto. La cara del Coyote cuando descubre que ha quedado flotando en el aire y está a punto de caer llegó al corazón mismo de los espectadores, con humor y con una genuina identificación. Todos somos el Coyote.
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