Esa tarde de 1967 una adolescente está dispuesta a torcer su destino. Cumple 15 años y sueña ser ombliguista, como llaman a las vedetes. No es un deseo como para pedirle a la Virgen de Guadalupe, mejor recurrir a alguien más terrenal: un político en campaña. Pedro Bartilotti se encuentra en la plaza pidiendo que lo voten. “Antes arregle mi vereda”, le exige un vecino. “Precisamos una nueva parada de colectivos”, le grita otro. El político sonríe, toma nota, asiente. “Quiero que sea mi padrino artístico. Necesito trabajar”, le pide esa adolescente menuda pero con ojos que son la definición misma de la belleza.
Impactado, le consigue una beca en una escuela de teatro, una para ella y otra para su hermana. 50 años después pocos recuerdan a ese político pero millones la veneran a ella: Verónica Castro. La adolescente de 1,50 que se convirtió en una artista gigante que protagonizó 19 telenovelas, 20 películas y grabó 25 discos. Fue “la reina de la telenovela”, “el rostro del año en Latinoamérica” y el “corchito erótico”. Fue amada, fue amante, fue madre soltera, fue hija, fue poderosa. Fue todo. Es única.
La infancia de Verónica Castro no tuvo gusto a cuento de hadas. Nació en 1952. Su padre era ingeniero y su mamá, ama de casa. Parecían un matrimonio feliz con cuatro hijos, hasta que un día doña Socorro descubrió que Fausto le había sido infiel. Pelea, gritos, traición y traicionada. Lejos de pedir perdón, el hombre decidió abandonar a su familia. Verónica tenía ocho años y su mundo se puso patas para arriba.
De vivir en una casa cómoda a acomodarse cinco personas en un cuarto de servicio alquilado. Su mamá no tenía estudios ni formación. Solo encontraba trabajos precarios o mal pagos, hasta que estudió taquigrafía y consiguió un puesto de secretaria académica. Cuando su madre trabajaba o estudiaba, Verónica dejaba de ser la hermana para convertirse en la mamá de sus hermanos. Vivían encerrados porque doña Socorro tenía terror de que en la calle les pasara algo.
En la escuela, Verónica recobraba su lugar de niña. Quizá porque su abuela paterna integró una compañía de actores o porque su tío participó en algunas películas, cuando sus compañeros decían que serían maestros, médicos o policías, ella deseaba ser ombliguista o artista. En cada acto, en cada festival escolar, era protagonista.
Con 15 años y gracias a la beca de aquel diputado, estaba en la escuela de actuación cuando con su hermana decidieron presentarse en el concurso Orquídeas del cine nacional. El premio era participar en alguna película. No ganó ninguna de las dos, pero el rostro de Verónica era imposible de olvidar. La contrataron para una fotonovela.
Con una determinación única decidió instalarse en Televisa. Todos los días, en un largo e impersonal pasillo se sentaba junto a otras postulantes. Cada tanto se abría una puerta y algún productor pedía: “¿Quién sabe locución?”, “¿Quién baila?”, “¿Alguna estudió canto?”. Verónica había hecho cursos de todo, levantaba la mano y decía: “¡Yo!”. La apodaron “Comodín”, pero pocas veces la convocaban para trabajar. En tiempos de televisión en blanco y negro y cámaras simples, su metro cincuenta generaba desconfianza en los productores.
Hasta que un día la oportunidad llegó. Entró a trabajar en Operación Ja ja. Ahí conoció a Manuel el Loco Valdés. “Quedé como sonsa, me quedaba viéndolo y la baba se me caía, pero realmente cuando empecé a salir ya con él fue cuando empezamos a salir de gira teatral con Ensalada de locos. Ahí empezamos a salir más juntitos...”. Pese a los 22 años que los separaban, se amaron. Verónica quedó embarazada.
“Pregúntale a tu mamá a ver qué quiere que hagamos. Porque lo más que puedo ofrecerte es ponerte un lugarcito donde vivas e irte a ver de vez en cuando”, respondió Valdés al saber que esperaba un hijo suyo. Fue un shock. Verónica se enteró que su primer hijo era el número 13 para el hermano de Ramón Valdés (o Don Ramón en el Chavo del 8). Ese hombre al que siempre veía solo, que no dormía en su casa y era su primer amor, ya había tenido ocho parejas.
Decidió tener a su bebé sola. Cuando se lo contó a su madre pensó que le llegaría el reto, el reproche. “Hijita, donde comen dos, comen tres. Le iremos echando agüita a la sopa, para que alcance...”, fue su respuesta. Se abrazaron, lloraron, se comprendieron. Vendieron el auto para pagar el hospital. El parto se complicó y hubo que recurrir a una cesárea. La herida se infectó, sin estar completamente curada con su bebé de días, volvió a trabajar. A su hijo lo bautizó Cristian Castro. Se negó a revelar el nombre del padre pese a que arreciaron las versiones y, sobre todo, las acusaciones.
Más “Comodín” que nunca participó en algunas telenovelas y en distintos programas de entretenimientos. Hasta que el productor Valentín Pimsteim la llamó para ofrecerle lo que sería el personaje más importante de su vida: Mariana, la protagonista de Los ricos también lloran.
Se volvió a enamorar, esta vez de Enrique Niembro, un empresario bodeguero. Quedó embarazada y la historia se repitió. Niembro era casado y tenía varios hijos con otras mujeres. Con un templanza única y cuando el término sororidad ni se soñaba, se presentó a la mujer de Niembro: “Perdóname. Nunca pensé que estuviera casado y que yo pudiera hacerte daño. Nunca le haría daño a una mujer, y menos a un hombre. Nunca más me voy a acercar a él”.
Parió a su segundo hijo, Michael Castro. No le importó el escándalo que en esa época era ser “madre soltera”: ella solo era madre. Siguió trabajando y ganando admiradores. Su madre declaraba. “Por desgracia, mi hija ha tenido mala suerte en el amor. Ella se entrega mucho. ¡Tendría que ser más reservada y no demostrar que está tan enamorada!”.
Fue entonces que llegó una propuesta desde el sur del continente, de la Argentina. Irse de México requería valor, pero dolía menos que quedarse. Era 1982, la Dictadura todavía decidía quiénes morían, quiénes vivían y qué se veía. El interventor de ese momento en Canal 11 la contrató por 300 mil dólares para protagonizar Verónica, el rostro del amor, con Jorge Martínez y Germán Kraus. Hubo escándalo, enojo de la colonia artística, renuncia del interventor y éxito de audiencia.
Fue en ese verano que estalló un nuevo romance: Verónica y Martínez. El actor no estaba solo sino en pareja con Tití Rodríguez. Se decía que estaba armado para promocionar la obra teatral, que era amor, que no lo era. Años después ella le contaría a Renee Salas. “No fue tanto enamoramiento, sino que yo estaba sola en Buenos Aires, y no encontraba mi lugar. Él se soltó como muy platicador conmigo y yo me aferré a él porque me sentía acompañada. Me confundí. Fue un espejismo”. El romance trajo una consecuencia impensada. El rating de la telenovela descendió diez puntos. La gente deseaba verla como heroína pero no como la mujer que no encontraba el amor, y mucho menos como la que le “robaba” el amor a otra.
Volvió a México y conoció a Omar Fierro. Él empezaba la carrera de actor y ella lo ayudó. Estuvieron juntos tres años, pero un día Verónica comprobó la maldición gitana, esa que asegura que “de los cuernos y de la muerte nadie se salva”. Omar le fue infiel, ella lo dejó.
En 1984, Verónica volvió a la Argentina. Protagonizó Yolanda Luján con Víctor Laplace y Cara a Cara con Pablo Alarcón. Le inventaban romances y ella los desmentía. Una complicación en su salud -dicen que luego de una cirugía estética sobre su abdomen- la obligó a volver a su patria.
Siguió protagonizando novelas y conduciendo programas periodísticos. Cada vez que viajaba a alguno de los países donde la idolatraban lo hacía acompañada por su hermano que oficiaba de productor, su otro hermano que manejaba las finanzas y su hermana Beatriz que la asistía en todo. Si viajaba por alguno de sus ciclos la seguía un equipo de producción que ocupaba 20 habitaciones dobles en un hotel. Allá en México su mamá quedaba al cuidado de Cristian y Michel. Si su hija alguna vez se hizo cargo de los hermanos, ahora la abuela se hacía cargo de los hijos de su hija.
Se consagró al trabajo. Además de estrella de los teleteatros, cantaba, hacía teatro y animaba su propio programa en la televisión mexicana. Llegó a vivir -literalmente- en los estudios de Televisa. Grababa la novela desde las ocho de la mañana hasta las ocho y medio de la noche. Descansaba un rato y trabajaba para su programa La Tocada desde las 11 de la noche hasta las dos o tres de la mañana. Dormía en una cama instalada en su camarín.
Michel había decidido terminar la secundaria en Canadá y un joven Cristian se había instalado en Miami. Verónica se tomaba un avión para verlos, se llamaban por teléfono todos los días y sí o sí pasaban Año Nuevo los tres juntos, en Acapulco.
En los últimos años, después de tantas desilusiones, la “Chaparrita de Oro” afirmó estar totalmente retirada del amor. “No tengo ninguna relación y estoy muy feliz porque estoy casada con Dios, con la Virgen. Estoy viviendo una etapa muy interesante, estoy disfrutando pensar, leer, darme el tiempo de hacer las estupideces que hago, desbaratar y volver a coser, tejer y zurcir y volver a hacer todo lo que me gusta y que no hacía antes porque no me daba tiempo. Entonces, ahora estoy feliz”.
Parecía haber encontrado la paz, pero en 2019 volvió a ser noticia cuando trascendió que habría tenido un romance con Yolanda Andrade. La versión aseguraba que, después de estar varios años sola, conoció a Yolanda y se volvieron inseparables, tanto que en 2004 tuvieron una boda simbólica en Ámsterdam. Los detalles de la supuesta relación parecían salidos de un melodrama mexicano, y siguieron. Así se supo que en 1992, Yolanda y Cristian tuvieron un encuentro en los sets de grabaciones que culminó en la primera experiencia sexual de Andrade.
Aunque La Vero -como la llaman los mexicanos- negó la realización de la boda y llamó “demonio” a Andrade, el tema no se agotó. Agobiada, decidió anunciar su retiro. “Por 53 años entregué mi vida, con todo mi amor. Gracias por todo, pero estoy agotada de tanto mal y, como lo vengo diciendo hace ya muchos años, quiero mi paz”. Es que después de tantas penurias comprobó que, como asegura el dicho, a veces es preferible estar solo que mal acompañado.
Si los amores le fueron esquivos, en los últimos tiempos además enfrentó un complicado problema de salud. La historia es entre insólita y fatal. En 2004 fue la encargada de conducir la tercera temporada de Big Brother VIP. Buscando el impacto, a los productores no se les ocurrió mejor idea que apareciera montando a un elefante en medio de la multitud que esperaba ver quién sería el siguiente ganador.
El animal se asustó ante el griterío del público, comenzó a correr y casi tira a la conductora, que atinó a sostenerse con fuerza. La transmisión no se detuvo. Cuando se apagaron las cámaras el rostro de Verónica demostraba que algo andaba muy mal. Tenía una fractura en las vértebras cervicales y una lesión en el brazo izquierdo. Casi queda paralítica. Se sometió a varias intervenciones y hasta le implantaron titanio en la columna.
En junio de este año, la Chaparrita volvió a rendirle homenaje a la vida. A los 68 años apareció disfrutando de su edad y al natural. No promocionaba milagrosas cremas antiarrugas, tratamientos maravillosos para el pelo ni entregaba la fórmula mágica para detener el tiempo. Nada de eso. Apareció feliz con su cabello rizado y cubierto de canas, con un rostro que refleja que aprendió todo, pero que no se las sabe todas. Al mirarla no hay forma de no reconocer que la Castro es de esos seres privilegiados que tuvo, si no lo que más quiso en la vida, la vida que más quiso.
No es poco.
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