Hace más de 75 años que está en el mundo del espectáculo haciendo reír. Ese es su trabajo y lo hace bien. De todas las formas posibles. Ha conquistado cada uno de los terrenos conocidos. El cine, la televisión, el teatro musical, los shows unipersonales, los discos. Mel Brooks, un ícono del humor, cumple hoy 95 años.
“Durante años en el mundo de la comedia había una sola certeza: nadie era tan gracioso como Mel Brooks”, escribe Judd Apatow en el libro Sick in the Head, en el que entrevista a los genios del humorismo norteamericano. Sus colegas, los contemporáneos y los de varias generaciones posteriores, reconocen a Mel Brooks como el gran cerebro cómico de los últimos 75 años. “A nadie se le ocurren tantas situaciones cómicas por minuto como a él, es inhumano”, dicen.
Mel Brooks es un EGOT. Uno de los 15 que dio el mundo del espectáculo norteamericano. Uno de los que ganó, al menos en una oportunidad, los cuatro grandes premios de la industria: Emmy, Grammy, Oscar y Tony. Premios que obtuvo, no en rush de inspiración y éxito (en sus décadas más taquilleras, las de los grandes tanques de taquilla cinematográficos no fue galardonado, como si el medio pensara que bastaba con haberse convertido en millonario) sino a lo largo de tres décadas.
Melvin James Kaminsky nació en Brooklyn el 28 de junio de 1926. Sus padres eran inmigrantes. Desde joven quedó deslumbrado con los artistas. Su vida cambió para siempre el día que una tía lo llevó a ver una función de Anything Goes de Cole Porter. Con 9 años supo que eso era lo que él quería hacer. “Ese día me enamoré de Broadway”.
A los 14 tuvo que hacer un reemplazo en una obra en su barrio. El que hacía el papel todas las noches se enfermó y lo llamaron a último momento. No tenía parlamento. Sólo debía servir una taza de té. Esa acción era importante para la trama porque desencadenaba el final: el protagonista moría envenado. Él no estaba nervioso. Sin embargo cuando entró a escena, se tropezó luego de servir la taza. De ahí en adelante, todo pareció un gag escrito por el Mel adulto. La tetera voló por el aire y se destrozó contra el escenario. Desesperado por enmendar su error, se lanzó sobre ella pero sólo consiguió derribar al actor principal y romper la taza y volcar el líquido antes de que sea bebido. No había envenenamiento posible. El público no sabía si reír o llorar. Los actores quedaron petrificados. Se instaló un silencio tenso. El joven Melvin fue el primero en reaccionar. Hizo lo que tantas veces haría después, rompió la cuarta pared. Se sacó la peluca, miró a la platea y dijo: “Tengo 14 años. Y nunca hice esto. Creo que no es mi culpa”. El público se empezó a reír a carcajadas. Él abandonó la escena satisfecho y sus compañeros quedaron sin saber cómo seguir. Pero él había encontrado lo que quería para su futuro: hacer reír, volver a sentir esa sensación. Descubrió que tenía ese súper poder y lo iba a usar.
Empezó a actuar en lugares de veraneo. Hacía un poco de todo: cantaba, actuaba, daba monólogos. Por la época había otro Kaminsky más exitoso que él, un trompetista de jazz. Por eso se cambió su apellido por el de soltera de su madre, Brooks.
Se alistó para la Segunda Guerra Mundial y fue enviado a Europa. Su compañía casi no entró en combate ya que se encargaban de tareas logísticas, aunque participó de la Batalla del Bulge. Cuando le preguntaban sobre los nazis respondía: “¿Por qué no habrían de gustarme? ¿Sólo porque fueron arrogantes, crueles, criminales y mataron millones de judíos en los campos de concentración? ¿Porque hacían jabón con el cuerpo de las víctimas o pantallas de veladores con su piel? ¿Acaso esas son buenas razones para odiarlos?”. Años después, esos sentimientos, los transformaría en la sátira refulgente de Los Productores y pondría a Hitler a bailar.
A su regreso a Estados Unidos trabajó de lo que pudo pero siempre buscando un lugar en el mundo del espectáculo. Su talento era reconocible a simple vista. La gente se reía cada vez que él abría la boca. Así se empezó a desempeñar como guionista de diversos cómicos.
Hasta que le llegó su gran chance. Mel Brooks integró el equipo de guionistas de Your Show of Shows, el programa de TV que comandaba Sid Ceasar y era muy exitoso a fines de la década del cincuenta. El equipo de guionistas debe haber reunido la mayor cantidad de talento de la historia de la televisión. Los otros miembros eran Neil Simon, Woody Allen, Joe Stein (después escribiría El Violinista sobre el Tejado) y Larry Gelbart, el creador de MASH; el clima de esa sala de escritores está representado en Mi Año Favorito, la película de 1982 protagonizada por Peter O’Toole y producida por Mel Brooks.
Mientras tanto hacía algunas presentaciones, escribía guiones que no encontraban director y buscaba su gran oportunidad que le llegó a través de un agente secreto y un disco.
Mel Brooks junto a Buck Henry crearon El Súper Agente 86. Propusieron un personaje que se tomara en broma no solo a los espías de celuloide sino a toda la situación. Con humor y soltura logró, al mismo tiempo, mostrar el ridículo clima de los años de la Guerra Fría y parodiar uno de los géneros más redituables, el de las películas de espionaje. James Bond mezclado con el Inspector Clouseau. En esos tiempos, la estrategia, con el macartismo todavía reciente, era arriesgada. Por eso en la grilla de la época dominaban los programas de temática familiar. Tanto es así que la serie fue rechazada por ABC porque sus directivos temieron que fuera considerada antiamericana. Pero NBC decidió arriesgarse.
Mel Brooks declaró un tiempo después que “hasta ese momento nadie había hecho una serie con un idiota como protagonista, así que decidí ser el primero”.
En su primer año en el aire algunos críticos afirmaron que se trataba de un programa que atentaba contra el patriotismo. La Guerra Fría era una realidad y muchos no podían concebir que un agente oficial pudiera ser mostrado como un inepto.
El protagonista, Maxwell Smart, era un espía sin ninguna virtud, torpe, ingenuo, algo tonto. Estaba alistado en las filas de Control, una entidad que evocaba claramente a la CIA. Smart debía batallar contra KAOS, la organización del mal.
El Superagente 86 (Get Smart en idioma original: un título que juega con la -poca- inteligencia de Maxwell Smart, con su apellido y su elegancia) estuvo en el aire durante 5 temporadas entre 1965 y 1970. 138 episodios de menos de media hora que se convirtieron en objeto de culto y en motivo de carcajadas para varias generaciones.
Por los mismos años, Mel dio a conocer una rutina privada que tenía con su gran amigo Carl Reiner. En cada fiesta a la que concurrían en algún momento se convertían en el centro de atención (algo que a Brooks le costaba poco). Y ponían en marcha un pequeño número que había nacido en los años cincuenta cuando Mel Brooks era guionista y Reiner uno de los actores del Your Show of the Shows. Lo llamaban El Hombre de los 2000 años. Y consistía en un entrevista que un hierático y serio Reiner le hacía a un hombre que había nacido dos milenios atrás. De ese modo durante la conversación podían pasar por los más diversos tópicos y variadas épocas. El entrevistado podía hablar sobre cómo eran Jesús y los apóstoles, describir alguna costumbre de la época napoleónica o quejarse porque ninguno de sus 42.000 hijos lo visitaba. La rutina era desopilante y siempre diferente. Se llegaron a organizar reuniones de celebridades en grandes mansiones con el único fin de que, a los postres, Reiner y Brooks dejaran el papel de invitados e hicieran su show.
La otra gracia era que siempre el show era diferente. De otro modo, ellos se aburrían: necesitaban sorprenderse a sí mismos. Después de una década de esta rutina, alguien les propuso grabar un disco. Sin demasiada fe, ellos entraron al estudio y registraron los diálogos (una vez más improvisados) de El Hombre de los 2000 años. El disco fue un éxito enorme. Vendió más de un millón de copias. Luego grabaron otros cuatro. Por el último, el del regreso en 1996 luego de casi treinta años de silencio discográfico, fue premiado con un Grammy.
Carl Reiner fue el gran amigo de Mel Brooks. Esa amistad, conocida por todo Hollywood, se difundió masivamente a través de Comedians In a Car Getting Coffee, el programa de Jerry Seinfeld. Ellos dos, con más de 90 años, recibieron a Seinfeld y mostraron su chispa intacta y una amistad incombustible. No se reunieron para el programa. Sólo dejaron entrar a las cámaras a su ritual diario. Brooks y Reiner cenaban juntos cada noche. Mel iba a la casa de Reiner y conversaban y se reían.
Sólo la pandemia y después la muerte de Reiner, a los 98 años (mañana se cumple un año de su deceso), pudieron interrumpir este programa irrompible que se mantuvo cotidiano e invariable desde la muerte de las esposas de ambos a principio del milenio. Cada atardecer Mel salía de su casa en Santa Mónica y en su auto iba hasta Beverly Hills, a lo de Reiner. Ahí charlaban, comían, tomaban alguna copita y veían Jeopardy, el programa de preguntas y respuestas: “No hay mejor manera de pasar las noches. Recibo amor, buena charla, risas y, lo más importante, comida gratis”, contestaba Brooks cuando le preguntaban por su cita fija de cada noche.
Mel Brooks se casó con Anne Bancroft en 1964. Estuvieron juntos hasta la muerte de ella en 2005. Una tarde de febrero de 1961, él la escuchó cantar en un ensayo de un programa televisivo, un especial de Perry Como. Cuando Bancroft terminó, Mel se paró en la sala vacía y convirtió su aplauso en una ovación, al tiempo que gritaba “Bravo, Bravo”. Ella ya había escuchado hablar de él, que disparó su arsenal de chistes hasta conseguir una cita. Desde ese momento no se separaron más. Tuvieron un hijo.
Tras la muerte de Anne, a él se le llenan los ojos de lágrimas cada vez que la evoca en una entrevista. Brooks no volvió a viajar, ni a tomarse vacaciones. No le encontraba sentido sin ella. “Podíamos estar las 24 horas del día juntos. Era imposible aburrirse al lado de ella”, dijo hace poco. Cada vez que le preguntan cuál era la favorita entre sus películas, Brooks siempre responde To Be or Not To Be (Soy o no Soy), una remake de 1983 de una comedia de los cuarenta que ni siquiera dirigió, pero si coprotagonizó junto a Anne: “Fue hermoso actuar con ella y hasta cantar en polaco Sweet Georgia Brown. Lo disfrutamos mucho”.
Mel hasta creó su propia productora cinematográfica para permitir que Bancroft pudiera debutar como directora con Fatso. En esa oportunidad sacó su nombre como productor de los afiches porque temía que los espectadores no se tomaran en serio el proyecto. Con esa empresa produjo otras películas muy reconocidas como La Mosca de David Cronenberg y El Hombre Elefante dirigida por David Lynch.
En 1968 dirigió su primera película, Los Productores. La idea argumental es original e incómoda. Un productor trata de producir una comedia musical que sea un total fiasco. La obra en cuestión es Primavera para Hitler. La comedia es una sátira del nazismo. Feroz, rápida e inclasificable. Por Los Productores ganaría el Oscar a mejor guión original.
Después llegó una película chica, genial y no demasiado exitosa filmada en la antigua Yugoslavia, Las Doce Sillas. Pasados cuatro años llegó el gran estallido, el éxito masivo con Locuras en el Oeste (Blazing Saddles), una sátira de un género clásico como el western con el racismo como tema central. Armó un dream team de guionistas al que incorporó a Richard Pryor, el cómico de stand up negro considerado el mejor de la historia en su rubro. La película fue un éxito fenomenal. Era algo que Hollywood nunca había hecho. Crudo, procaz, inteligente. Una catarata de gags incómodos. Chistes verbales, físicos y hasta soeces (como la escena de las flatulencias, algo que el cine ni siquiera había considerado como posible hasta la época).
Locuras en el Oeste es una película que hoy no podría hacerse. La corrección política haría imposible que los guionistas siquiera imaginen ciertos chistes y situaciones. “Está bien no herir sentimientos de personas y grupos. Sin embargo, eso no es bueno para la comedia. La comedia tiene que caminar por una cornisa fina, tomar riesgos. Debe ser como un pequeño duende, un bufón susurrando en la oreja de un rey, diciendo la verdad sobre la conducta humana”, reflexionó Brooks ante la ola disciplinadora de la corrección política.
En 1974, llegó otro gran éxito y una obra maestra: El Joven Frankestein. Otra vez una tormenta de situaciones cómicas pero con una puesta en escena más sofisticada y un guión más orgánico. Un clásico del humor que superó el paso del tiempo.
Su actor fetiche, el que mejor interpretó sus deseos fue Gene Wilder. Alguna vez le preguntaron si era su Robert De Niro. Él contestó que no. Wilder era su Alberto Sordi, dijo. Cuando recibió el Oscar por el guión de Los Productores, le agradeció al actor efusivamente. Wilder no sólo tenía el timing perfecto de la comedia sino que en ambientes surrealitas siempre otorgaba humanidad a sus personajes.
Ya convertido en una figura poderosa de Hollywood, sus películas llegaron puntualmente cada dos años. Todo era material de burla bajo su mirada penetrante. Las películas mudas, la obra de Hitchcock, Star Wars, la Historia Universal o Robin Hood. Para entender su lugar en el mundo: en América Latina los films llevaban su nombre en el título. La Última Locura de Mel Brooks o Las Angustias del Dr. Mel Brooks.
A partir de la segunda mitad de la década del 80, sus creaciones fueron perdiendo público. Es cierto que eran desparejas y que en ese aluvión de gags algunos funcionaban mejor que otros.
Pese a los millones de dólares, a la fama y a los premios, Mel Brooks siempre lamentó no ser reconocido como director de cine. Si nadie nunca dudó de su talento cómico, no fueron tantos los que reconocieron sus habilidades detrás de cámaras. Y ese era un prestigio que él persiguió. Tal vez, reflexiona Appatow cuando hablan del tema, eso sucede porque cuando una situación cómica funciona parece tan natural que quien está detrás de ella, el que la pergeñó, desaparece.
Cuando su carrera en el cine parecía agotarse, Mel Brooks se reinventó una vez más, con el mayor suceso de toda su trayectoria. La conversión de Los Productores en comedia musical de Broadway. La obra obtuvo el récord de 12 Premios Tony y tuvo más de 90 puestas a lo largo del mundo. Una vez más, Mel Brooks fue el hombre orquesta: adaptó, escribió el guión, compuso las canciones y produjo. La comedia musical, en un extraño giro, hizo volver a Los Productores a los cines con una nueva versión, pero basada ya no en el original sino en la puesta de Broadway.
Hasta que comenzó la pandemia, Mel Brooks con sus 93 años seguía dando shows en vivo. Con vitalidad física y la frescura mental de siempre se presentaba ante auditorios repletos a los que hacía reír sin parar. En el último año apareció en las redes sociales con algunos videos junto a su hijo.
Cuando le preguntan cómo quisiera ser recordado, Mel Brooks no tiene que pensar la respuesta: “En lo posible como alguien más alto. No quiero ser recordado como lo que soy, soy demasiado petiso”.
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