Hace casi 46 años, una apuesta le jugó una mala pasada a Tim Buckley, quien moría en su casa de Santa Mónica por una sobredosis de heroína. Pasaron poco más de 24 y nadie puede explicar cómo su hijo Jeff se ahogó en un afluente del Río Mississippi. En sus respectivas obras, parecidas y diferentes, se puede reconstruir la relación que no tuvieron en vida. Un padre abandónico, un hijo dispuesto a encontrarlo a través de huellas de sus canciones y dos tragedias que los volvieron leyendas.
Tim, el marinero estelar
Timothy Charles Buckley III nació en Washington el 14 de febrero de 1947, en un mundo en plena reconstrucción tras la gran guerra. En su adn llevaba la sangre que había poblado el país, irlandesa por parte de padre, italiana por parte de madre, Elaine. De niño, cruzó por primera vez el país para radicarse en el sur de California, donde fue nutriendo su amplia influencia musical, esas piezas que configuraban el sonido del gran país del norte. Sonaban las reinas del jazz como Billie Holiday; el folk testimonial de Hank Williams; la revolución eterna de Miles Davis. Al entrar en la adolescencia, esto fue casi una obsesión. Aprendió a tocar el banjo y a ensayar sus primeros pasos serios en el mundo de la música y dio con otros jóvenes que estaban en la misma búsqueda, como Larry Beckett: poeta, bohemio, del que no iba a tardar en hacerse carne y uña.
En 1965 fue un año clave en la vida de Tim, con impactantes revelaciones en lo musical y fuertes emociones en su vida personal. Por la separación de sus padres se trasladó a Anaheim, y en su nuevo colegio, en una clase de francés vio por primera vez a Mary Guibert, una bellísima estudiante de la que se enamoró a primera vista, vivido con toda la velocidad adolescente que le fue posible. Se casaron el 25 de octubre, creyendo que ella estaba embarazada, y él la abandonó al año siguiente, cuando realmente lo estuvo.
Mientras esperaba que la música diera sus frutos, se ganaba la vida en un restaurante de comida mexicana. Por las noches, se presentaba con su guitarra en clubes y antros y su nombre empezaba a sonar en la escena caliente del Orange County. Era tiempo de volar y probar suerte donde pasaban cosas más interesantes. Volvió a cruzar el país para instalarse en la zona Greenwich Village de New York, como correspondía a un artistas de pretensiones bohemias y afincó su localía en el mítico Night Owl Cafe. Por entonces, ya lo representaba Herb Cohen, quien lo contacta con el sello Elektra para registrar su primer álbum.
A finales del caótico 1966, Tim editaba su primer disco homónimo, y pese a que la crítica había destacado su aparición, no estuvo del todo satisfecho con su trabajo. Sentía que el folk rock le quedaba chico. Bob Dylan ya se había electrificado, y de alguna manera marcaba el ritmo de los trovadores. Además, empezó a frecuentar a Frank Zappa y sus Mothers of Invention, lo que inevitablemente impactó en su nuevo sonido.
Goodbye and Hello (Adiós y hola) es un notable trabajo de transición, para muchos su mejor obra, la que trae sin dudas la canción más emblemática de su historia familiar. “I never asked to be your mountain” (Nunca pedí ser tu montaña”) pretende ser una exculpación, un justificativo en el que se dirige a Mary y a Jeff, explicándoles por qué los había abandonado. La canción surtió efecto retroactivo y marcó la ligazón con su hijo. Pero para eso faltaban más de veinte años.
Buckley padre supo entender su tiempo, con mensajes antibelicistas, reflexiones introspectivas y estructuras musicales que se complejizaban, quebrando las frágiles fronteras del folk. Pero en su segunda placa lo que termina de revelarse, y rebelarse, como un tesoro hasta entonces oculto, es el caudal interpretativo de su voz. Tim desgarra y se desgarra en sus interpretaciones; comunica con mucho más que el significado de sus palabras; dice mucho con el qué, pero más aún en el cómo. En la discográfica ven un diamante en bruto, un artista a explotar, pero van a encontrar un escollo en su mente demasiado inquieta y muy propensa a manejarse a su antojo.
El cantante empezó un proceso de autoboicot, cuestionando sus intervenciones en televisión, negándose a hacer playback y cada vez más incómodo con los elogios de la crítica y las requisitorias de los periodistas. Sus discos, también se volvieron actos poéticos y contraculturales en sí mismos, confundiendo a la crítica y el público que no lograban codificar lo que se esperaba de él. Para colmo, ingresa en una etapa de composición y grabación compulsiva, con discos que acumulan canciones y estados de ánimo. Un artista urgente necesitado de hacerse escuchar.
Siguiendo con el juego de opuestos, Happy/Sad (Contento/Triste) le supuso el mayor éxito comercial, más por la expectativa que había causado su figura que por un trabajo calificado de vendible. Era más bien todo lo contrario, con la influencia de Miles Davis que lo acompañaba de chico y con canciones alejadas de toda pretensión radial. A los meses saca Blue Afternoon, cambiando de sello y rescatando piezas de trabajos anteriores. Para rematar esta trilogía, edita Lorca, inspirado por la lectura del poeta granadino, que terminó de desconcertar a la audiencia.
En Starsailor (Marinero estelar, 1970), Tim Buckley parecía otro artista respecto al que había editado Tim Buckley apenas cuatro años antes. Si aquél hurgaba en las raíces sonoras de la América profunda, éste se mostraba un paso adelante de los sonidos vanguardistas sin perder el pulso cancionero, aunque las ventas le dieron la espalda. Paradojas de la industria cultural, “Song to the siren”, es al día de hoy su canción más escuchada en las plataformas digitales y significó el rescate emotivo de su obra y un puente generacional. Pero todavía faltaban unas cuantas cosas para eso, entre ellas, morirse.
Siempre transparente con los títulos de sus álbumes, con Greetings from L.A. (Saludos de Los Ángeles) se despidió simbólicamente de un país que le daba la espalda y marcó el canto del cisne de un artista genial. Su voz seguía siendo lo mejor de su repertorio, que había adquirido una imprevista sensualidad funk y una sorprendente lírica explícita que (otra vez) lo alejó de las radios. Look at the fool (Miren al tonto) es su último trabajo y podría estar hablando de él mismo, o de su espejo. Una desordenada vuelta a las raíces folk como muestra de una vida en la que le costaba cada vez más tener el control, con la adicción a las drogas como apenas uno de sus problemas.
Como tantas otras, como la de su hijo sin ir más lejos, la muerte de Tim Buckley el 29 de junio de 1975 está sumida en un profundo misterio. Una noche de drogas y borrachera que se hizo demasiado larga, la visita a su amigo Richard Keeling en busca de algo más, una bolsa de heroína que Tim esnifó para ganar una apuesta. La fiesta siguió un rato más hasta que el músico mostró síntomas de que no estaba bien. Lo llevaron a su casa temblando y su segunda esposa, Judy Fern Brejot lo acostó pero ya era demasiado tarde. Al rato lo encontró azulado y sin pulso. Tenía 28 años.
Jeff y búsqueda de la vida eterna
Poco antes de su muerte, Tim pasó unos días con Jeffrey Scott Buckley, el hijo que había abandonado en el vientre de su madre y que nació el 17 de noviembre de 1966. Fue el único contacto físico que tuvieron. Antes de ese encuentro, el niño era conocido por todos como Scottie Moorhead, el apodo de su segundo nombre y el apellido de Ron, el segundo esposo de su madre. De su padrastro también recibió la educación musical que provenía de su formidable colección de vinilos, donde quedó hechizado por Led Zeppelin, como en buena parte del mundo por entonces.
Cuando decidió ser Jeff, se metió de lleno en el arte que flotaba en el ambiente y que llevaba en sus genes. A los 13, recibió su primera guitarra eléctrica y empezó su propio camino como cualquier adolescente de su época. Armó y desarmó bandas en el colegio, escuchó con avidez cada vinilo que llegaba a sus manos (De Kiss a Joni Mitchell, con escalas) y al terminar la secundaria se anotó en un instituto, un hecho que determinó como “el peor error de su vida”.
Ese año fue suficiente para saber que iba a graduarse en la universidad de los pubs y los clubes de música, y los caminos empezaron a parecerse cada vez más a los de su padre. De día empleado en un restaurante, de noche, a pulular por salas de ensayo y escenarios trabajando como sesionista. Vagó un rato por Nueva York sin suerte, hasta que Herb Cohen, aquel viejo conocido de la familia, le ofreció grabar un demo en Los Ángeles.
El vuelo costa a costa del país se le hizo habitual. Ya con un material registrado, el 26 de abril de 1991 hizo su debut como solista en un concierto tributo a su padre realizado en Brooklyn. Más allá de la expectativa y cierto morbo por su actuación, el joven deslumbró con cuatro canciones de Tim, incluidas, “I never asked to be your mountain”; ese pedido de exculpación; y “Once I was”, que terminó en una desgarradora interpretación a capella al romper una cuerda de su guitarra. Para Jeff fue como volver a ver a su padre quince años después, a empezar a reconciliarse con él a través de su obra. “Lo admiro como músico, no lo conocí como padre”, señaló con honestidad brutal.
Jeff se quedó en Nueva York y su segunda etapa en la gran Manzana fue diferente. Se hizo un lugar en los lunes del Sin-é, un reconocido pub de cuna irlandesa y artistas ilustres, que fue su trampolín para todo lo que vendría después. Un escenario, una guitarra y una rockola de canciones en las que mostraba su bagaje musical le bastaron para trascender. También aparecían las composiciones propias, en coautoría con el guitarrista Gary Lucas. Unas y otras, unidas por un impactante registro vocal. Cada vez iba más gente a ver a ese joven de apellido conocido y talento propio, que ya estaba listo para su primer larga duración. Antes dejó un registro de esta era, en un EP titulado Live at Sin-é.
Grace se publicó en agosto de 1994, con siete temas propios y tres covers, entre ellos la conmovedora versión del “Hallelujah” de Leonard Cohen. Como ocurre con los primeros trabajos, funcionaba como un compendio del camino recorrido, con anclas muy marcadas en el folk que llevaba en la sangre y en el rock garagero que sonaba a su alrededor. Pero si una palabra describe su obra es sensibilidad, tanto para asumir sus variadas influencias y hacerlas propias como para explotar el caudal de su voz, capaz de acaparar todos los sentidos, como solía hacer la de un tal Tim Buckley.
Escuchado en retrospectiva, el álbum suena compacto y ajustado; con una banda al servicio de su líder, para que resuelva el momento adecuado para jugar el mejor truco. Sin embargo, no es la obra de un artista aplomado, sino más bien lo contrario. Jeff era alguien que desconfiaba de su propio talento y su obsesión por la canción perfecta se iba a volver el peor de sus defectos. Es un disco bien de los ‘90 -con su sonido y con sus influencias- pero también fuera de tiempo, rescatado emotiva y oportunamente. Para siempre quedará la duda de cuánto influyó su muerte para dimensionar su figura y cómo hubieran sido las cosas de otra manera.
Aunque elogiado por buena parte de la crítica y sus flamantes colegas -incluidos sus admirados Led Zeppelin-, el álbum no vendió lo esperado y eso naturalmente lo frustró. Tampoco le caía en gracia aparecer en rankings de las personas más bellas del mundo Él era un artista de verdad y salió a defender el disco en los escenarios de todo el mundo, mientras buscaba refugio en su mundo interior. Tras una gira que duró más de dos años, a principios de 1997 Buckley se mudó a Memphis, Tennessee buscando encontrar la tranquilidad y el anonimato necesario para reconectarse con su esencia. Había un nuevo disco en el horizonte, y eso era una buena noticia. O al menos todos lo creían.
El 29 de mayo de 1997 Jeff y su amigo Keith Foti se perdieron camino al estudio de grabación, donde trabajabn en el sucesor de Grace. Desconcertados, se tiraron a escuchar música en la ribera del Río Wolf uno de los afluentes del Mississippi. Todo el mundo sabía que era peligroso bañarse en esas aguas, pero Jeff decía conocerlas y cuando la noche empezaba a caer, se metió con ropa y botas, mientras cantaba el “Whole lotta love” de sus amados Zeppelin. Cada barco que pasaba era una amenaza, hasta que pasó uno muy grande y su oleaje amenazó con alcanzar el grabador. Cuando Keith volvió la vista, Jeff no estaba más. Un pescador encontró un cuerpo una semana más tarde. Lo reconocieron por un piercing en el ombligo.
La autopsia no encontró rastros de drogas o alcohol en su organismo pero en los días de intensa búsqueda surgieron indicios en forma de historias. A sus amigos les había confesado sueños reveladores de su propia muerte. A su novia Joan Wasser, un trastorno de bipolaridad. Grace había sido una hermosa obra de arte pero una pésima inversión y el estado de su cuenta lo preocupaba. Sin embargo, nadie quiso hablar de suicidio Durante esos días, todos quisieron creer en que era otra de sus bromas. Lo que realmente pasó, solo lo sabe él.
Con discos póstumos, reediciones y misterios algorítimicos, la influencia de Jeff Buckley en difícil de dimensionar en tiempo y espacio. Desde PJ Harvey hasta Chris Martin de Coldplay; desde Chris Cornell hasta Thom Yorke de Radiohead han reconocido las marcas del autor de Grace. Su único número 1 le llegó en 2008 con “Hallelujah”, luego de que fuera interpretada en un concurso de talentos. Cuesta imaginar qué andará diciendo Jeff allá arriba. Lo cierto que su mito se mantuvo en alza y la revista Variety anunció la realización de una biopic, autorizada y producida por su madre, Mary Guibert. Mientras tanto, la obra de Tim también está en movimiento y acaba de ver la luz Merry-Go-Round at the Carousel, un registro en vivo en el mítico Ballroom que lo muestra en pleno trance folk/ jazz. Dos laberintos que insisten en encontrarse.
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