En enero de 2020, el periodista Sergio Lapegüe decidió tomarse por primera vez tres meses de vacaciones y partió rumbo a la playa con su esposa Bochi, sus hijos Micaela y Elvis y sus amigos de toda la vida. Pero se llevó tarea para el viaje: la escritura de su segundo libro. La idea era precisamente relatar su adicción al trabajo, reflejar la imposibilidad de desenchufarse de todas las tareas, ese culto al multitasking que empezaba a convertirse en un problema.
Sergio empezó la escritura durante sus vacaciones y lo terminó de redondear en los huecos que encontraba entre la radio, la música, las charlas motivacionales, la conducción de eventos, los pequeños huecos que encontraba los fines de semana. En septiembre estaba listo para ir a imprenta. Para ese entonces, el mundo ya vivía bajo la amenaza del coronavirus y en enero de este año le tocó a él. Estuvo 17 días internado, hablando con la muerte “‘El último aviso’ me dijo El Barba”, reflejó el día que se reincorporó al trabajo.
Cuando se recuperó de la enfermedad paró las rotativas. Al libro le faltaba el epílogo, que no es otra cosa que una despedida gradual del hombre multitareas y una bienvenida al que se anima a parar y disfutar de otras cosas. De esto, entre tantas otras cosas habla “PARAR. Tocar fondo, resetear y volver a empezar”, el libro que acaba de publicar por Editorial Planeta y que Teleshow adelanta en exclusiva la introducción y el primer capítulo.
INTRODUCCIÓN: En el ojo del huracán
Empecé a escribir este segundo libro en enero de 2020, después de haber vivido un año más en peligro. Digo “un año más”, porque los anteriores fueron igual de intensos, y hablo de “peligro”, porque siempre fui consciente de lo mucho que me arriesgo al vivir así. También se que no soy el único. Lo padecemos todos los que nos sentimos oprimidos por el escaso tiempo del que disponemos, por la vorágine de la vida cotidiana que llevamos, por pretender hacer a la vez el mayor numero de cosas. Sí, estamos de acuerdo: es estar dentro de un torbellino de locura, por demás innecesario. Sencillamente porque no sirve para nada. Pero es fácil decirlo o escribirlo y muy difícil salir del ojo del huracán. Lo digo por mi propia experiencia.
Vengo meditando desde hace un tiempo sobre este tema. ¿Por qué estamos tan enloquecidos? ¿Por qué apuramos todo? ¿Por qué no nos tomamos las pausas necesarias para no llegar al final del día con el agua hasta el cuello? Siempre igual. No aprendemos a mejorar nuestra calidad de vida. Y ahí vamos a mil, con el pie en el acelerador. Nos cuesta usar el freno. Nos encanta vivir al límite.
Un sargento nos decía en el servicio militar que nosotros, los soldados de la clase 64, en el Regimiento Mecanizado N° 3 General Belgrano de la Tablada, éramos hijos del rigor. Claro que su comentario era por otro motivo. Ahora pienso que el rigor lo impone la sociedad. Me corrijo: somos nosotros, los integrantes de esta sociedad, los que nos imponemos el rigor del reloj. Y somos hijos de nuestro propio rigor, que nos lleva a superarnos más y más. Hasta no tener techo. No sabemos decir que no. Corremos todo el día para cumplir con la larga lista de actividades que nos proponemos, en el menor tiempo posible y con la menor calidad también. Es decir, somos los responsables de nuestro propio calvario.
Cuando era chico, mi hijo Elvis me preguntaba: “Pa, ¿por qué te vas a trabajar si los papás de mis amigos no tienen que ir porque es feriado?”. Y aunque mi respuesta no fue nunca convincente, le decía que la gente quiere saber qué está pasando aunque sea feriado o fin de semana, quiere ver un noticiero. Entonces alguien tiene que hacerlo, así es mi trabajo.
Este es un oficio tan apasionante que cuando uno se toma vacaciones o un breve descanso, en realidad, no se relaja nada. Porque los periodistas siempre estamos conectados, porque necesitamos informarnos continuamente. Es una hermosa necesidad. También es una lucha interna que tuve, y que tengo aún. Cada día me despierto y me planteo qué hago. ¿Voy al kiosco a comprar el diario o no voy nada? Y si no voy, cuando tengo un minuto de ocio, entro a la web para informarme o prendo la tele para ver el noticiero de turno. No puedo con mi genio. Pero reconozco que lo disfruto.
Soy un apasionado de mi trabajo. Vivo pensando en el trabajo. También tengo que reconocer que posiblemente me dedico en exceso porque tengo miedo de perderlo. En una sociedad tan compleja como la de nuestro hermoso país, que falla a la hora de dar trabajo, no es extraño que piense de esta manera, aun que me muevo en la radio y en la televisión sin interrupciones desde hace años. Tal vez solo se trata de la excusa que pongo siempre para no decir que no.
Si en una cobertura periodística la noticia continúa, me quedo, sea radio o televisión. Si me llaman para conducir un evento, acepto sin dudar. Si tengo que trabajar un fin de semana, voy. Si me piden que de una charla motivacional, ¿cómo negarme? Si tengo una reunión de trabajo, llego antes de que empiece. Si me toca cantar con mi banda de amigos, soy el primero en afinar la guitarra. Si me invitan a un acto solidario, voy corriendo. Si me piden que grabe un saludo, lo hago. Si alguien demanda mi ayuda, una mano, le doy las dos. Pero si me llama mi esposa y me pide que la acompañe al supermercado, seguro le digo que no puedo hacerlo porque tengo que trabajar...
Y si me proponen que escriba un libro, me pongo a pensar cómo organizarme y hacerlo. En eso estaba a principios del año pasado. Pensaba que, si me ponía a escribir, por ahí conseguía parar un poco esta locura. También fantaseaba que, si vos lo leías, a lo mejor te ayudaba a que te propusieras un cambio. Por lo menos, iba a intentarlo. De ese intento se trata este libro. Pero hubo algo más. Algo totalmente inesperado para mí, para todos, que me obligó a parar en serio.
1. Tres semanas de vacaciones
Por primera vez en mi carrera, a fines de 2019 decidí tomarme tres semanas de vacaciones. Guauuu, ¿tremendo, no? Sé que hay muchas personas que no se van de vacaciones por cuestiones económicas o personales. En ese sentido, podría sentirme casi un privilegiado, pero si pienso en que recién logré hacerlo luego de treinta y tres años trabajando como comunicador, tres semanas seguidas entonces parecen poco. Pensemos que los periodistas, como ocurre con otras profesiones, trabajamos también los feriados, y en varios medios. Además, tenemos nuestros emprendimientos personales.
Y ahí estaba yo, en plenas vacaciones, sentado frente a mi notebook. En principio, la idea era descansar a pleno, porque mi cuerpo lo pedía. Había tenido un año extremadamente complicado. Demasiada locura, incluso para un loco del esfuerzo. Eso dañó sensiblemente mi salud, entonces decidí extender mis vacaciones a tres semanas. Viajamos con mi familia, los cuatro de siempre: Bochi, Mica, Elvis y yo, claro. Y como tantos otros veranos, también con nuestros amigos de la infancia.
Estábamos disfrutando de un almuerzo con sobremesa incluida hasta que en un momento dije:
—Ya vengo.
— ¿Adónde vas? -me preguntó Mica, mi hija.
—A comprar el último celular que salió a la venta.
— ¿Queee? -preguntaron todos a la vez.
Mi excusa fue que el celular me servía para el trabajo. La misma historia relacionada con el trabajo la vengo repitiendo desde hace años. En verdad, desde hace décadas. Bochi, mi esposa, suele decirme que siempre pongo la misma excusa: todo lo que hago es por y para el trabajo. Y me critica, obvio, con razón.
Fuimos todos juntos al local de venta de celulares. Lindo plan de vacaciones. Movido por un impulso, decidí hacer esta inversión “necesaria” y, de paso, bajar todo lo que estaba en la nube. No quería perder nada. Ni en sueños imagino estar un minuto desconectado.
Estuvimos tres horas en el local; yo, sin despegarme del vendedor. Me comían los nervios mientras esperaba que bajaran todas las apps y las imágenes archivadas en el carrete, más de cincuenta mil entre fotos y videos. Ahí tenía a resguardo mi vida entera. Todos los escritos que usaba para la radio y los de mi primer libro, Prende el optimismo. Las canciones de Lapeband y las letras con sus partituras. Las fotos de mis hijos cuando eran muy niños, y las fotos eternas de mi papa. Y el WhatsApp. ¿Existe alguien que hoy pueda vivir sin la aplicación de WhatsApp? ¿Alguno de ustedes ha intentado borrar los mensajes que han quedado en cada contacto? ¿Alguien se imagina la vida sin estar conectado? ¿Cada cuánto tiempo miramos el celular? ¿Cada cuánto tiempo dejamos lo que estamos haciendo y, sin pensarlo, nuestros dedos terminan sobre el teclado para verificar si alguien nos “habló”?
Para la juventud actual (millennials, centennials, generación X, Z, etcétera), “hablar” es mandar un mensaje por WhatsApp. ¿Cada cuánto? ¿Cada hora? ¿Cada treinta minutos? ¿Veinte? ¿O a cada rato? Seguro es la última opción. Y cuando no recibimos ningún mensaje, vamos como en un viaje relámpago a chequear la conexión. Necesitamos ver en un rapto de desesperación descontrolada qué está pasando con internet. ¿Y si el resultado es que no hay señal? ¡Mamita! Maldecimos a Dios y a María santísima. ¿Cómo es posible no tener conexión? ¿Con todo lo que pagamos? ¡Es injusto!
Bien, aunque no lo puedan creer, pasó lo impensado. Lo indeseado para un ser que necesita estar conectado del mismo modo que se necesita el oxigeno para vivir. ¡No me bajó el WhatsApp! En serio. Iba a empezar a escribir este libro sin estar conectado con nadie. ¿Entienden lo que les digo? ¡Con nadie! Y eso me pasaba a mí, a una persona que, seguramente como vos, no puede estar un minuto sin ver si alguien le mandó algún mensaje.
Al principio pensé que había tanto material guardado en la nube que iba a tardar varias horas. Podía ser. Pero pasaron muchas horas, demasiadas, y nada. Llegue al hotel y rápidamente me conecte con la señal del wifi. Tampoco. Deje el celular conectado toda la noche para que siguieran bajando los mensajes. Esa madrugada, que resultó eterna, me desperté seis veces. Me levantaba y miraba el celular para saber si estaba bajando todo. No. Nada. Todo quieto, como en una especie de stand by. No podía dormir. ¿Cómo era posible? No podía estar pasándome algo así en este siglo.
Sin conexión me faltaba algo, me sentía con las manos vacías. Raro. Como suspendido en el aire. Dormido. Parecía pensativo, pero no pensaba en nada más que en lo que me estaba pasando. En lo que no estaba pasando como yo quería. Miraba hacia el mar en silencio, como un zombi.
Después de maldecir un par de veces, sin comprender el porqué de la pesadilla en la que me encontraba todavía hasta el cuello, aparecí de pronto como en un letargo en medio de mi familia. Estaban preocupados por mi actitud. Mientras tanto, yo seguía esperando. Desesperando. Y además, sin entender. Y más complicado aún, sin poder revertir la situación.
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