El espectáculo lamenta por estas horas la partida de una de las grandes figuras del cine nacional: Libertad Leblanc. La actriz de 83 años -quien filmó más de 30 películas- murió el jueves por la noche en su casa, según informó su amiga Adela Montes. Enfrentaba un cuadro de salud muy delicado que se había deteriorado en los últimos meses, con dificultades cardíacas y renales. Además, tenía Alzheimer.
En marzo, Libertad María de los Ángeles Vichich -tal su verdadero nombre- había sido internada de urgencia en el Hospital Rivadavia por una neumonía. Al recibir el alta, siguió contando con todos los cuidados que su única hija, la kinesióloga Leonor Barujel-Vichich, había montado en el departamento de la actriz en Palermo, con dos enfermeras que la asistían las 24 horas y el equipamiento clínico necesario.
Los problemas comenzaron hace tres años cuando Libertad viajó a España para vender un departamento y sufrió una afección cardíaca. “Después de eso volvió a la Argentina y comenzó un tratamiento, pero ya nunca volvió a estar del todo bien. Se la veía muy decaída, pasaba mucho tiempo en la cama y comenzó con un principio de Alzheimer”, explicó su amiga Adela, en diálogo con Teleshow.
Fue entonces cuando su hija -fruto del fugaz matrimonio de Libertad con el empresario teatral Leonardo Barujel- preparó una internación domiciliaria para su madre. Leonor vive en Suiza con su marido y sus hijos, y esta vez no consiguió pasaje para estar junto a su madre, como lo hizo el mes pasado a propósito de la internación en el Rivadavia. Por esta circunstancia, organiza el velatorio a la distancia.
La Diosa Blanca
Así la llamaban a Libertad, que con sus curvas encendió las fantasías de generaciones de argentinos, pero también de venezolanos, colombianos y habitantes de Tanzania, Kenya y Uganda. La mujer que tuvo tres amores pero admitió miles de pasiones fue pionera en vivir según sus reglas.
“Me desnudo porque tengo un cuerpo hermoso. No sé qué significa objeto sexual. Soy como un museo en donde se va a mirar lo lindo. A lo sumo le hago un bien a las parejas, conmigo se recrean y siguen sus vidas”; “Hay gente que nunca ha aceptado que si bien soy una mujer con un par de tetas impresionantes, también pienso y opino”; “Feminismo es igualdad social. Misma remuneración, mismo derecho al goce, pensarse como ser humano íntegro”.
Estas frases hoy no nos hacen ruido, pero había que ser muy valiente y muy libre para animarse a pronunciarlas seis décadas atrás, cuando los besos se daban en un zaguán y el sexo por placer era territorio vedado para miles de mujeres. Pero hubo una mujer que rompió moldes y vivió coherente con su nombre: Libertad Leblanc.
Nació en una fecha incierta, digamos que un 24 de febrero de 1938, en Río Negro. Era hija de una familia adinerada, conservadora, tan católica que hasta ostentaba un obispo por pariente. Su padre, que administraba campos, fue asesinado antes de que ella cumpliera un año. Nunca supo el porqué, pero sí siempre supo que el nombre que él le puso la identificaba: Libertad. A falta de padre, en su casa vivía rodeada por ocho tías divertidas y una abuela cariñosa. Pero entonces su madre se volvió a casar y el mundo se trastocó.
La anotaron pupila en el colegio María Auxiliadora de Trelew. Enseguida mostró que no era la alumna ideal que se esperaba de esos tiempos. No era modosita ni calladita sino cuestionadora, frontal y desprejuiciada, características que no son ni pecado venial pero que se consideraban pecado mortal. Le tomaba el vino que no estaba consagrado al cura, les tiraba los tinteros a las monjas. A una le arrojó un plato y le abrió la cabeza. Cuando desarrolló su busto, la obligaron a fajarse. “Yo pensaba que tener busto era muy malo, hasta que entendí que no, que era al revés”. La echaron cuatro veces, pero como su abuela realizaba generosas donaciones, lograba que la reincorporaran.
Lejos de convertirse en la fierilla domada, Libertad seguía indomable. Se escapaba con los varones del Don Bosco a ver películas de Pedro López Lagar. Decían que arrastraba a los muchachos por los malos caminos; ella descreía que fueran malos pero sí sabía que eran bastante más divertidos. La apodaron la “señorita por qué”: todo preguntaba, todo cuestionaba. “Cómo puede ser que la Virgen tenga un hijo si nunca estuvo con un hombre”. Les respondían desde la fe, pero ella solo quería saber. Nunca entendió esos misterios pero en la escuela aprendió una lección que haría vida. En tiempos donde las mujeres solo podían ser “señoras de...” aprendió a “estar sola, a bastarme por mí misma”.
Un día a su padrastro lo trasladaron a Buenos Aires y se vino a la ciudad. Se recibió de maestra, estudió algo de Psicología. Se puso a trabajar en una oficina pero apenas aguantó seis meses. A los 17 años conoció a Leonardo Barujel, uno de los empresarios artísticos más conocidos de su época, y se casó con él. Tres años después estaba separada, con una hija de ocho meses y una familia que, como alguna vez escribió Susana Viau, “nunca le había perdonado su casamiento con un judío y un judío que nunca le había perdonado su deserción matrimonial”.
Libertad necesitaba dinero para ella, pero sobre todo para su hija. Su ex le pasaba la cuota cada tres meses y además le cerraba todas las puertas. Si hacía una producción de fotos, llamaba a la revista para que no la publicaran. Si conseguía un trabajo, llamaba al productor para que no la contratara. Aunque había estudiado teatro con Alejandra Boero y Pedro Asquini, solo logró hacer algo de dinero con las fotonovelas. Se colaba en las fiestas de la farándula con su escote natural y sus pestañas postizas. Sin embargo, siguió pasando desapercibida. Alberto de Mendoza le profetizó: “No importa, piba, vos vas a llegar porque tenés algo”.
Y la oportunidad llegó, pero no en la Argentina. “Hice un estudio de mercado intuitivo, casero. Me di cuenta de que en esa época predominaban las ingenuas del estilo de Graciela Borges y Gilda Lousek. Hacía falta otra cosa”. Unos productores la llevaron a un festival de cine en Venezuela. Ella puso en su valija una bikini a lunares. Entonces, la gran jugada: mientras la Borges les hablaba a los periodistas junto a la piscina del hotel sobre su experiencia en el festival de Cannes, Libertad -que ya era Leblanc- se sacó el vestido, se subió al trampolín y con su bikini atrajo la atención de todos.
Al día siguiente era portada de todos los diarios. Los distribuidores reclamaban sus películas pero no había. Un productor vio la veta comercial y le propuso filmar su primer protagónico. La flor del Irupé fue la primera, y aparecía desnuda. El éxito de taquilla fue descomunal.
Llegó a filmar 40 películas en la Argentina y en el exterior. Realizó más de 10 temporadas de teatro latino en Nueva York donde le pagaban cinco mil dólares por función. “En esa época, eras madre o eras puta. Y si encima como yo creías que el sexo era también una cuestión de placer, directamente eras una pecaminosa”. En vez de enojarse con los prejuicios ajenos, los utilizó a su favor.
Otra vez decidió que no era señora de nadie: ella negociaba sus contratos. Apretó los dientes y se plantó ante todos. Se aparecía ante los empresarios con carita de rubia boba y mientras los distraía con su escote, lograba imponerse. Redactaba cada uno de sus contratos con cláusulas innegociables como la que obligaba a pagarle siempre: “Ni el incendio de un teatro ni una revolución pueden ser excusas”. O la que comprometía al productor “a no hacer figurar en la película a ninguna otra actriz con cabello claro”, además de cederle a Libertad el derecho exclusivo de explotación en no menos de cinco países. Por último, especificaba que ella siempre elegiría a su galán.
Una anécdota la pinta de cuerpo entero. Daniel Tinayre le propuso protagonizar La cigarra no es un bicho. Ella pidió un disparate de dinero y un lugar destacado en el cartel. El marido de Mirtha Legrand se enojó y le respondió que su apellido no valía tanto. “Me levanté, le canté las 40 y le advertí que, como mi tiempo valía, me iba de la reunión llevándome su pañuelo de seda marrón y su botella de whisky”.
Con Isabel Sarli le crearon una rivalidad que no existía. Eran la morocha y la rubia, pero también la artista dependiente del productor y la que se las arreglaba sola. Cuando fue a presentar La flor de Irupé a Venezuela, ella recién empezaba pero la Sarli ya era famosa. Decidieron promocionar la película con un afiche que decía “Libertad Leblanc, la rival de Isabel Sarli”. La morocha no dijo nada, pero Armando Bo se enfureció. “Te apoyaste en el éxito de Isabel”, le recriminó. “Sí, porque no tenía dinero”, le contestó la rubia para rematar con un: “¡Todavía que le hago publicidad gratis te quejás!”.
Muchos años después los dos grandes mitos sexuales solían llamarse por teléfono y la rubia le aconsejaba: “Coca, dejá esos 70 perros. Es mejor tener un señor en tu casa. Será que yo prefiero los bichos, pero de dos piernas”.
Con los hombres aseguraba que vivía dos tipos de relaciones: los amores y los picoteos. De los primeros contaba tres, y de los segundos admitía miles. “Nunca tuve problemas ni prejuicios con el sexo. Tenía aventuras por todos lados hasta que apareció el sida y cambié mi forma de vida”. En una entrevista, se explayó: “Estoy muy conforme con haber hecho siempre lo que quise. Porque el hombre y la mujer tenemos exactamente los mismos derechos, ante la ley, ante la vida, ante el sexo. ¿Por qué un tipo va a ser regio porque se acuesta con muchas mujeres y la mujer si tiene deseo no se va a acostar con quien quiera?”.
Admitía que aunque nunca avasalló a ningún señor, ninguno le dijo que no. “¿Si sufrí acosos? ¡Lo que no pasé! Pero yo siempre los ubicaba. Un día un señor me dijo que si quería triunfar tenía que pasar por él antes. Le dije que antes de pasar por él me convertía otra vez en virgen. Estoy con quien quiero y no por dinero. Yo enseguida me defendía a los sopapos”, contó una vez.
En medio de una edición del Festival de Cine de Colombia, alguien le envió un estuche con tres esmeraldas y una invitación a desayunar. Aceptó. Luis Sandrini, que estaba con ella, le advirtió: “Esmeraldas igual a catrera”. Pero su admirador resultó ser un joven respetuoso que le aseguró que con solo desayunar estaba satisfecho. Así fue. Años después, Leblanc abrió un diario y reconoció al muchacho de las noticias. El dulce chico que había querido seducirla no era otro que el narcotraficante Pablo Escobar Gaviria.
En 1975 se animó al teatro de revistas. Alejandro Romay produjo Que viva la Libertad, en el Nacional. Vivía recibiendo llamados con “propuestas románticas y con porquerías”. “Los militares que se escandalizaban en público, mandaban flores en privado”.
Diva de otra era, coleccionaba tapados de visón y leopardo, capas de zorro y estolas de oso y piel de monos. Fue amiga del escritor Norman Mailer, compartió cenas con Vinicius de Moraes y Manuel Puig le contaba sus penas de amor. Ernesto Sábato la incluyó en Abbadón el exterminador, en un capítulo en el que cuenta que celebra su boda con LL (en homenaje a ella).
Aguerrida y valiente, la vida no le pasó factura pero sí lo establecido. En el 75, con el Rodrigazo, perdió el 60% de su fortuna. Ella, que siempre había invertido en propiedades porque no le gustaba “la timba de las acciones”, tuvo que vender varias. En el 76 la cosa empeoró. Le ganó un juicio laboral al teatro Astros y nadie volvió a contratarla. “Es como si no me hubiesen perdonado que yo era la única que compraba, vendía y manejaba el producto Libertad Leblanc”. Se fue a España, trabajó en Latinoamérica. Cansada un poco de su personaje de estar siempre espléndida dejó pasar varios proyectos como filmar una película con Julio Iglesias.
Se dedicó a viajar, a escribir y a conservar las propiedades que compró en varios países. Vivía un tiempo en el Viejo Continente y otro en la Argentina. Admitía que su vida había sido “muy caliente e intensa” y que su premio era “apoyar la cabeza en la almohada y quedarse dormida sin problemas”. Vivía en un departamento enorme con espejos hasta en los techos y un baño incorporado a su dormitorio y sin puerta alguna. Una pared exhibía una foto provocativa de ella junto a una imagen del Che y otra de la Madre Teresa, “porque me gusta la gente que vive y muere sin traicionarse”.
La mujer que se hizo sola, la que cuando Dalmiro Sáenz le preguntó en televisión por qué “siendo tan inteligente jugaba a ser idiota en las películas”, lo frenó con un “no sabe la guita que da hacerse la idiota”, tuvo una vida intensa y única.
Una vez le preguntaron cuál era su fantasía y respondió: “Seguir haciendo lo que me gusta, lo que quiero. Y no morirme por lo menos hasta los 100 años. Estoy en contra de la muerte, es una injusticia venir al mundo sabiendo que una va a morir”. Y sí, la muerte puede ser una injusticia, pero las Libertad Leblanc logran que el tránsito sea bastante más justo, o al menos más libre y digno de ser vivido.
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