A la mayoría de los chicos les gusta escuchar historias que parecen reales protagonizadas por seres irreales. Pero en la casa de los Dillon no era necesario recurrir a la fantasía para lograr un relato interesante. Alcanzaba con desempolvar la historia de Alex, el tío abuelo. Al hermano de la abuela, sus sobrinos nietos no lo conocieron porque murió en un tonto accidente de tránsito. Sin embargo, seguía vivo en sus creaciones, Jim de la Jungla y sobre todo Flash Gordon, dos de las obras más reconocidas del cómic estadounidense. Metido en ese mundo imaginario creado por su tío abuelo, Matt Dillon pronto supo qué haría con su vida: mostraría mundos irreales sin dejar de ser una persona real. A diferencia de Alex, él no sería dibujante sino actor, pero con una salvedad: jamás sería famoso.
Matthew Matt Dillon creció en Nueva York. En su casa se respiraba una linda mezcla de estabilidad y creatividad, de bullicio y organización. Su papá, Paul era director de ventas pero también un pintor apasionado. Mary Allen, su mamá era la que se encargaba de cuidar, criar y malcriar a sus seis hijos.
En la escuela secundaria, Matt comenzó a actuar en puestas teatrales. Fue en los pasillos del colegio que se cruzó con un cazatalentos que quedó impactado con ese muchacho de aspecto indolente al que le interesaba más el béisbol que estudiar y le recomendó ir a un casting. “Nunca pensé que me escogerían. En realidad acudí porque me libraba de ir a clase un día”.
Pero lo que parecía una “rateada justificada” se transformó en oportunidad. Era 1979 y con 15 años lo eligieron para participar en la película Over the Edge, que contaba la historia de un grupo de adolescentes aburridos que se dedicaban a las drogas, el sexo y destrozar propiedad ajena. La película sería la favorita de un músico que marcó los 90: Kurt Cobain, quien le rindió tributo con su canción Smells like teen spirit.
Matt era ideal para encarnar ese personaje pero en su vida real estaba absolutamente alejado de ese estilo pendenciero. No dejaba de ser un buen chico criado en una buena familia católica. Al año siguiente formó parte de otras dos películas para adolescentes, Little Darlings y My Bodyguard.
En el medio le ofrecieron protagonizar la historia de dos púberes náufragos que crecen en una isla. Cuando Matt leyó el guión le pareció que debía pasar demasiado tiempo desnudo y rechazó el papel. Así se perdió de protagonizar La laguna azul con Brooke Shields. Jamás se arrepintió. Comenzaba a demostrar que prefería contar una buena historia que ser una estrella.
Al terminar el secundario decidió sumarle formación a su talento natural. Un periodista lo comparó con Marlon Brando y él preguntó quién era. Así fue como se inscribió en el Actor’s Studio. Si la vida hasta ese momento le sonreía decidió directamente llevarlo en andas. Nada más ni nada menos que Francis Ford Coppola se fijó en él para filmar El primer año del resto de nuestras vidas. El director de El padrino dijo que le recordaba “a los jóvenes inconformistas de los 50”. Así integró la película junto con Tom Cruise, Ralph Maccio, Rob Lowe, Patrick Swayze y Emilio Estévez. Un periodista los bautizó los Brat Pack, algo así como “banda de mocosos” jugando con la famosa Rat Pack (pandilla de ratas) de Frank Sinatra y sus amigos.
Jóvenes, talentosos, sus personajes rompían el molde del adolescente inocentón para mostrar a otros inconformistas, algo apáticos que distinguían amor de sexo y valoraban la amistad sobre todo. Así se convirtieron en ídolos y modelos de una generación. Sus rostros se replicaban en pósters, carpetas. Cientos de adolescentes se enamoraban de ellos y Matt era uno de los favoritos. Más que Brat Pack eran los Testosterona Pack.
Las películas se sucedían. Filmó La ley de la calle, junto a Mickey Rourke y Diane Lane, The Flamingo Kid, Agente doble en Berlín, con Gene Hackman al que tomó de mentor, Mano de oro, junto a Diane Lane, Tommy Lee Jones y Bruce Dern, Kansas, dos hombres, dos caminos, con Andrew McCarthy y Drugstore cowboy de Gus Van Sant.
Comenzaba la década del 90 y Dillon ya estaba grande para póster de cuarto adolescente pero no tanto como para actor consagrado con estrella en Paseo de la Fama. Era el momento de ver para qué lado rumbear con su carrera y decidió un rumbo que desconcertó a más de uno. Fue parte de Juegos salvajes con Denise Richards y Neve Campbell, actuación que quedó desdibujada por la escena lésbica de esas musas de los 90.
En 1993 viajó a Cuba y se enamoró de la música de la isla. Ese amor se transformó en una relación consolidada. De curioso entró a una tienda de discos de la calle Neptuno en La Habana. “Era como estar en la gloria”, recuerda de aquella primera vez. Aunque la mitad del tiempo “ni sabía lo que compraba” adquiría todo disco con la inscripción mambo o montuno, hasta que chocó con un vinilo de Francisco Fellove Valdés, un cantante y compositor nacido en 1923. “Fellove era un espíritu libre, y creó un estilo increíble de scat afrocubano al mezclar las influencias de los grandes improvisadores estadounidenses —Cab Calloway, Louis Armstrong o Ella Fitzgerald— con ritmos como la guaracha, la rumba, el mambo o el chachachá”, explicó en una entrevista en El País mostrando que lo suyo era conocimiento y no solo entusiasmo de turista.
Ese viaje despertó dos pasiones, una por la música de la isla y la otra por comprar todos los vinilos disponibles. Hoy cuenta con una de las colecciones más grandes del mundo. “Cuando choqué con la música afrocubana, ya no quise saber de otra. ¿Qué tiene esta música que te vuelve loco? Sabor, sabor, sabor, y nada más”. Y se explayó todavía más: “Cuba es un milagro, una isla pequeña con una música increíble. Cuando aterrizas allí caes automáticamente rendido a su sonido, su ritmo, su forma de entender el mundo”.
Su pasión por Fellove lo llevó no solo a contactar al músico que vivía en el anonimato en México, y además ignoraba quién era Dillon, sino a contar su historia. Así se embarcó en El gran Fellove, un documental que le tomó 21 años y, como señala El País, “trasciende la historia humana de este cantante y compositor singular para convertirse en la historia de la grandeza de la música popular cubana y de unos artistas que, como Fellove, hicieron su carrera en el exilio sin perder la raíz, siendo fieles hasta el final a la música tradicional cubana, como una filosofía de vida”.
Entre viaje y viaje, Dillon siguió filmando. En 1998 lo convocaron para ser parte de Loco por Mary, la comedia dirigida por los hermanos Bobby y Peter Farrelly y protagonizada por Ben Stiller y Cameron Diaz. Fue en el rodaje que se enamoró de Cameron, la muchacha con cara de ángel y actitudes de diablita. Solían esconderse para fumar marihuana. Tuvieron un romance corto, pero que todavía se recuerda. Fue el único que trascendió. Dillon levantó un muro sobre su vida. Jamás se volvió a mostrar en pareja. Hasta el 2004 cuando se conoció que estaba con la actriz italiana Roberta Mastromichele. Lejos de posar en alfombras rojas se los suele encontrar en pequeños clubes de jazz de Nueva York, recorriendo ferias mientras buscan vinilos o comiendo alguna pasta en Little Italy.
Otra de sus decisiones fue jamás abandonar Nueva York. “No es que no me guste Los Ángeles pero miro a Hollywood y me parece muy triste. Es realmente patético lo que veo, delirante. Hay más oportunidades que nunca ahí fuera para contactar con la realidad y la mayor parte de lo que se hace es basura”. Vive en un departamento del Upper West Side de Manhattan, es fanático del equipo de béisbol de los Mets y suele correr por el Central Park.
“Siempre me han interesado los papeles complejos y conflictivos, los personajes con carácter” quizá por eso hizo todo lo posible y lo consiguió por no interpretar papeles de hombre pintón. Con más de 50 películas filmadas, su carrera se puede definir como ecléctica o extraña. Fue un policía racista en Crash por la que casi se lleva un Globo de Oro para luego aparecer en la remake de Herbie, con Lindsay Lohan.
En 2003 se animó a dirigir La ciudad de las sombras que narra la relación de un delincuente neoyorquino con un estafador. Parte de la acción transcurre en Camboya, nación que le fascinó a Dillon luego de conocerla, diez años antes en unas vacaciones con amigos. Preparar la historia de estos “hombres desesperados en tierras extrañas” le llevó cinco años Lo más difícil fue lograr los permisos para filmar. Desde principios de los 70, los equipos estadounidenses tenían prohibido grabar en Camboya. Matt lo consiguió. “Lo que más miedo me daba era dirigirme a mí mismo. Me peleaba con esa idea todo el tiempo. Pero confié mucho en el monitor de video y en los otros actores”. Además confió en los consejos de Francis Ford Coppola y Gus van Sant, porque si vamos a buscar un asesor que no sea un cuatro de copas.
Cuando da entrevistas también juega con los márgenes. Si le preguntan por sus tareas solidarias responde que “Los actores necesitamos estas cosas para quitarnos mierda de la cabeza” y si la pregunta es por alguna película donde la crítica lo aclamó, la respuesta será “no es mi favorita” mientras reafirma “quiero respeto como actor, no como cara bonita” y se muestra “satisfecho” de formar parte del 5 % de los actores estadounidenses que “pueden vivir de lo que les apasiona”.
Cincuentón sigue recalcando que nunca se interesó por “ser una gran estrella”, sino que “vive cada día” para “interpretar personajes como si fueran reales”. Y si quedan dudas vuelve a enfatizar: “El anonimato es un lujo que muchos dan por supuesto, y no es así. Sin embargo, la fama es un fenómeno extraño para el que nadie te prepara. No significa nada para mí. No es importante”. Así que, como dice la canción del cubano Alejandro Filio “habrá que creer, habrá que creer” o en este caso habrá que creer... le.
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