El hijo de ‘La Nati’ y ‘El Venancio’ nació en 1937 en el pueblo de Chinchón. Un lugar donde se cultivaba ajo, melones y anís. El Venancio llamó a su primogénito José, no por el padre adoptivo de Jesús sino por José Díaz el primer secretario del Partido Comunista español. Es que este hombre era un convencido militante y además republicano. En la Guerra Civil, como decía Camus, quedó del lado de los que sufren la historia y no de los que la hacen. Tenía todas las de perder y perdió. Sindicalista, fue denunciado por su patrones y terminó en la cárcel. La Nati iba de un lado a otro visitando a su marido preso, al hijo ver a su padre le estaba vedado.
José conoció a Venancio recién cuando cumplió seis años. Miles de gestos les recordaban que integraban el bando de los perdedores. Más de una vez, mientras esperaba para entrar a la cárcel, soportó como los “ganadores” vertían sus orinales sobre los que esperaban ver a los prisioneros.
Fue La Nati con su madre, Matilde, quienes asumieron la crianza del niño, mientras su tío Francisco se deslomaba en las cosas del campo. Es que esa España campesina de la década del 40 parecía la Edad Media. Sacristán todavía recuerda el paisaje asolado por las bombas y donde a pesar de todo se sembraba para comer. “No había nada bucólico. El campo era sudor y doblar el espinazo, incluso pelearse por el agua cuando esta faltaba para regar. No había agua ni luz ni baño en las casas pero tampoco sordidez”. Las bombas no eran algo que se presentía. Se vivían. Tenía tres años cuando bombardearon el pueblo, se salvaron porque su madre los refugió en una cueva.
Hambre no se pasaba, pero la comida escaseaba. Se comían los garbanzos que se sembraban y puré de harina de almorta, una leguminosa que hoy está prohibida porque afecta las piernas, degenera los huesos y los cartílagos, pero en ese momento era la dieta de los pobres. Para evitar o disimular la pena, La Nati cantaba flamenco y al escucharla, su hijo sabía que “por difícil que fuera, estando ella al lado todo era más fácil”.
Fue en ese pueblecito castellano que Sacristán vio su primera película El capitán cautela. Tendría cinco o seis años cuando el hijo del preso y el sobrino del campesino se dijo “Yo quiero estar ahí. Quiero ser el indígena, el gánster, el policía” Lo pensó, lo soñó y sobre todo lo deseó sentado en tablón en la delantera del gallinero porque en ese cine pequeño de ese pueblo ínfimo no había butacas. Quizá por eso, con los años desarrollaría un extraño hobby: coleccionarlas.
En Chinchón le gustaba ir hasta el corral, buscar las plumas de las gallinas, ponérselas en la cabeza y hacerle creer a la abuela que era un comanche. “Jugaba a que el otro se crea que soy el que no soy”. Sin querer ya empezaba a ser actor.
A Venancio le otorgaron la libertad condicional. Pero su nueva condena fue peor que la prisión: al hombre de campo se le prohibía volver al campo. Con su familia se trasladaron a Madrid. Se instalaron en una casa mínima junto a tres familias grandes. Compartían baño y cocina. José dormía en la habitación con sus padres, su hermana recién nacida y su abuela. Su padre consiguió un trabajo tan rudo como duro: descargar camiones de carbón. Trabajaba 12 horas y para seguir deslomándose en unos almacenes sin olvidar presentarse cada semana en la comisaría de la zona. Venancio era un hombre alto y fuerte pero verlo entrar cada día en esa habitación “con derecho a cocina” era ver “a un gigante derrotado”. El padre no poseía fortuna pero sí valores. “Heredé de él un orden de prioridades innegociables que son la lealtad, la consecuencia y la coherencia. Era un ejemplo de integridad moral”.
Los gastos eran ínfimos, los lujos inexistentes pero así y todo la plata no alcanzaba. A los 13, José consiguió trabajo de albañil y a los 14, de tornero. Se quedó en ese taller siete años. Nadie le preguntaba qué deseaba ser ni hacer. Había otras preguntas más acuciantes cómo que podrían comer y con qué se abrigarían en el invierno. La realidad se imponía con crudeza y encontró un modo de escapar: el cine. Todos los días caminaba por la Gran Vía mirando las carteleras. Si lograba colarse o conseguir un duro para la entrada guardaba los programas como una manera de prolongar el milagro o el escape. Todavía los conserva.
Lo oscuro ocupaba el sitio donde debía ganar la luz. En Madrid, los únicos colegios gratuitos eran los religiosos. Sacristán comenzó a vivir en la dualidad de escuchar hablar de un Dios vencedor en el aula, para volver a su casa y encontrar al hombre derrotado que blasfemaba contra ese Dios. En un recreo, José prefirió leer a jugar. Ensimismado con la novela Riverita un sacerdote al que apodaban “Pájaro loco” se le acercó. Primero le quitó el libro, luego lo obligó a confesarse para finalizar con una penitencia atroz: le prohibió leer. Muchos años después, supo que el hombre que odiaba los libros languidecía en un manicomio.
Un vecino comenzó a prestarle libros y la biblioteca se convirtió en refugio y lugar de sabiduría. Decidió que se reuniría siempre con gente que sabía más que él, algo que intenta mantener. El cine seguía siendo su pasión. Su padre quería que fuera albañil pero el hijo insistía en que quería ser actor. El hombre no se opuso ni apoyó, simplemente no entendió qué deseaba. Que su hijo deseara ser actor no era ni bueno ni malo, solo un disparate.
Sacristán comenzó a actuar en teatro de aficionados. Llegó a representar siete papeles en una misma obra. Hasta que en 1964 el productor y director Pedro Masó le confió un papel en La familia y uno más fue el comienzo de su carrera cinematográfica. Del escenario pasó a películas que recuerda como horrorosas, filmadas bajo la dictadura franquista y de las que no reniega porque le daban la posibilidad de ganarse la vida y hacer su trabajo dignamente. A la par trabajaba en la incipiente televisión española y no abandonaba los escenarios.
Entonces pasó lo que debía pasar, aunque parecía que nunca pasaría: Franco murió. Comenzó una etapa de esplendor, alegría y creación. Los españoles empezaron a parir historias que contaban y los contaban. Asignatura pendiente, Solos en la madrugada, Un hombre llamado Flor de otoño, La colmena. En todas estaba Sacristán. Se convirtió en uno de los actores más convocantes y taquilleros. En su carrera filmó casi un centenar de títulos.
Pero no solo el cine lo vio brillar. Digno hijo de esa madre que cantaba coplas y zarzuelas canta muy bien. Protagonizó inolvidables comedias musicales como El hombre de la Mancha -que también representó en la Argentina- y My Fair Lady.
En pantalla, con su metro setenta representaba un nuevo tipo de galán. Ese hombre común, sin una belleza inhumana pero atractivo y atrayente. Ese que seduce porque parece jamás querer seducir. En la vida cotidiana, Sacristán es de esos caballeros que, sin buscarlo, emanan el doble afrodisíaco letal que es la inteligencia combinada con el humor.
Con semejantes armas o talentos, el amor jamás le fue esquivo. Tanto que en 1987 una revista se preguntaba en su título “¿Qué le ven las mujeres?”. Aunque él aseguraba que tenía “cara de acelga”, “un rostro pálido, tristón” y “una nariz que no termina nunca”, las mujeres soñaban con él. Quizá era por su voz magnífica y profunda o porque siempre que decía, decía algo inteligente. Para él simplemente era porque “Doy la imagen de un desvalido, a quien hay que proteger y atender. No creo para nada que pueda despertar otro tipo de pasiones”. Pero sí las despertaba y eso que advertía “la dificultad de establecer una relación de pareja con carácter más o menos permanente”.
Una vecina le dio sus primeros besos y una prostituta le hizo conocer el sexo por 15 pesetas. Se las entregó junto con una poesía. Su primera pareja fue la actriz Isabel Medel, madre de sus hijos, Antonio e Isabel. La siguiente fue la francesa Liliane Meric, con la que tuvo una hija llamada Arnelle.
A fines de los 70 comenzó una relación con una de las mujeres más hermosas y sensuales de la Argentina: Leonor Benedetto. Ella era una leona de cabello rojo que había encandilado a todos en Rosa de Lejos. Pocos apostaban a la relación y sin embargo se consolidó. La actriz se fue a vivir a España. Construyeron una casa cerca de El Escorial con una huerta y algunos animales. Volvieron a la Argentina para trabajar juntos en teatro y se instalaron en un piso en la calle Chacabuco, en el barrio de San Telmo. Era la época en que él declaraba que “sin el amor de pareja no se puede construir absolutamente nada. Y cuando hablo de pareja quiero decir un hombre y una mujer, dos hombres, dos mujeres o dos camellos”. Esta cronista recuerda la magia que emanaban. Una noche mientras tomaba un café en la confitería ‘Clásica y Moderna”, entraron al lugar. No estaban “empilchados” ni producidos, pero el mundo se detuvo. No había manera de no mirarlos, no había manera de no admirarlos. La relación duró hasta 1984.
Siguieron otras parejas con Mónica Randal, Laura del Sol y Mila Ximénez. En el año 2008, mientras representaba la obra Dos menos en Buenos Aires se casó con Amparo Pascual en la embajada española.
Con la Argentina siempre tuvo un vínculo especial. Comenzó con las películas Asignatura pendiente y Solos en la madrugada. Pero además protagonizó Un lugar en el mundo, Convivencia, El muerto y ser feliz, Roma y diversas obras de teatro como Almacenados, Dos menos, El hombre de La Mancha, Los gatos. “Hay muchas cosas de Buenos Aires que son irrepetibles: buen público, buen teatro, actores y directores de los que se puede aprender mucho, y una ciudad inmensa que, por diversas razones, se vuelve entrañable”.
Con la película Solos en la madrugada -que en nuestro país fue furor- tuvo una relación de amor odio. En un momento llegó a pedir en las entrevistas que no le preguntaran más por su personaje, ese locutor pesimista, separado que conoce a una chica joven en el marco de una España nueva. Era lapidario con el famoso discurso final y su frase emblemática “no podemos pasar otros 40 años hablando de los 40 años”.
“Es un discurso compuesto de frases hechas y lugares comunes. Es casi un libro de autoayuda. Está muy bien, pero es un refrán atrás de otro”, dijo y a Magdalena Ruiz Guiñazú le reveló: “La paradoja es enorme es lo mejor que me ha ocurrido en la vida profesional y personal. Pero hace 40 años que vengo diciendo que ojalá ese discurso no hubiera calado tan hondo en la Argentina porque es la demostración de una sensibilidad que os hace a vosotros depender de cualquier manipulador del mensaje”.
Con ocho décadas cumplidas y pasadas asegura que a la muerte no le teme, ni la respeta simplemente la acepta porque “te pongas como te pongas, y mantengas con ellas la relación que tú quieras, va a llegar”. Hasta hace poco no tenía celular ni computadora. Nunca lee libros en pantalla, necesita disfrutarlos en sus manos tocarlos. “No soy de aquellos que se lamentan por ‘los viejos tiempos en los que…’ no absolutamente no. Lo que ocurre es que son cosas que no me interesan”. Sí armo un minicine en su casa. Convirtió una pared de tres por dos en pantalla. El día que pasó Lo que el viento se llevó se puso a llorar de gozo por lo vivido y lo recorrido.
Afirma que se sigue emocionando cada vez que sube a un escenario. “Que alguien se crea que yo soy algo que no soy me hace volver al niño que era. En cada representación voy a eso: a jugar, a sentir la alegría de comprobar que, ¡valga la paradoja!, los espectadores lloran por ti”
Dice que de su carrera lo que más le satisface es “haber encarnado al españolito típico, ni muy tonto ni muy listo, ni feo ni guapo”. Aunque su gran orgullo es que en la casa de su infancia en Chinchón, esos vecinos que ayer los desterraron hayan colgado un cartelito para homenajearlo.
Con material del archivo de la Escuela de Periodismo, TEA
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