Un tal Matt Busby, entrenador del Manchester United, anda buscando futbolistas talentosos. En un aburrido partido del East Fife, un club de segunda del fútbol escocés, ningún jugador parece impactarle hasta que un alto y robusto delantero recibe un pase y con habilidad llamativa mete un golazo. Impactado. Luego del pitazo final se acerca para ofrecerle un contrato. El muchacho lo escucha más sorprendido que halagado. Mientras Busby habla, piensa que cumplió 23 años y que con suerte jugará hasta los 30. Decide declinar el ofrecimiento para dedicarse a su otra pasión: la actuación. Ese día el fútbol perdió un jugador pero el espectáculo ganó un actor: Sean Connery.
La vida del que fue considerado “el mejor James Bond de todos los tiempos” comenzó en un humilde barrio de Edimburgo, un 25 de agosto hace hoy noventa años. Thomas Sean Connery fue el hijo primogénito de Joseph, algunas veces obrero, otras camionero y siempre católico y de Effie, una empleada de limpieza de religión protestante. La familia la completó Neil, el hermano menor.
En la primaria Tommy, introvertido e inseguro, pasaba desapercibido. De contextura pequeña, a los trece años “pegó el estirón” y a los 18 medía 1,88 m. Ese tamaño le permitió lograr su primera hazaña. En un bar seis muchachos, miembros de la patota del barrio, le intentaron robar la campera. Lejos de asustarse, los enfrentó. Como en una escena de película a uno lo tomó de la garganta, al otro del brazo y les chocó las cabezas, los otros huyeron. A partir de ese momento nadie se metió con él.
Eran tiempos duros para la economía familiar. Vivían en una casa de dos ambientes. El baño estaba en una cervecería y se compartía con los vecinos de la cuadra. Abandonó la escuela para trabajar en lo que podía y no en lo que quería. Repartió leche, condujo un camión, puso ladrillos, fue guardavidas y hasta pulidor de ataúdes.
Le encantaba jugar al fútbol, boxear y sumó una disciplina poco conocida: el fìsicoculturismo. En unos meses logró un cuerpo digno de ser esculpido tanto que consiguió conchabo como modelo, posaba desnudo por 15 chelines en una academia de arte. Fue en esa época -1953-que se presentó al concurso de Mister Universo en Londres. No ganó ni perdió: quedó tercero.
Sin trabajo fijo probó suerte en la marina británica. La instrucción la recibió en un portaaviones, soñaba con cruzar los siete mares pero su destino fue una desolada base en Portsmouth, al sur de Inglaterra. Aguantó tres años, le diagnosticaron una úlcera y le dieron de baja. De esa época conserva dos tatuajes, “Mamá y papá” y “Escocia para siempre”.
Otra vez desempleado, pero con brazos fuertes, un amigo lo recomendó como tramoyista en el King’s Theatre. Entre bastidores descubrió que ese mundo era su mundo. Por eso, cuando dos años después lo quisieron reclutar para el Manchester United dijo “no”, pero cuando le ofrecieron trabajar de extra en la obra Sixty Glorious Years dijo “sí”. No solo colgó los botines, abandonó el Tommy para convertirse en Sean Connery.
Ya como Sean figuró como parte del coro en la comedia musical Al Sur del Pacífico. A los 27 le llegó su primera gran oportunidad. El director de la BBC, Alvin Rakof buscaba el protagonista masculino de Requiem por un peso medio, cuando una actriz le sugirió contratarlo porque “a las mujeres les gustará”.
Su nombre y su indiscutible pinta comenzaron a ser conocidas. Trabajó en La frontera del amor de Terence Young y en Brumas de inquietud con Lana Turner. Mientras alternaba sus apariciones en cine con interpretaciones en la televisión inglesa y obras de teatro, en las librerías causaban furor las novelas escritas por Ian Fleming y protagonizadas por un agente secreto inglés cuyo nombre era Bond… James Bond.
El personaje de 007 era tan atractivo que a dos productores se les ocurrió llevarlo a la pantalla grande. Encontrar al actor indicado no era tarea fácil. Debía ser capaz de parecer sofisticado, vestir impecable, seducir a cuanta muchacha se le cruzara y matar villanos con la misma distinción que bebía un Dry Martini.
Cubby Broccoli y Harry Saltzman, los productores pensaron en Cary Grant pero un millón de razones –en este caso de dólares- los hicieron abandonar la idea. Barajaron otros 200 nombres, entre los que estaban Richard Burton, James Mason y Peter Finch y sin estar convencidos convocaron a Connery. El día que desde la ventana de su oficina, lo vieron llegar “caminando como una pantera”, el papel fue suyo sin necesidad de prueba de cámara. Eso sí, tuvieron que pasar varias semanas enseñándole a comportarse, andar, hablar e incluso a comer como un caballero inglés y no como un guerrero escocés.
Connery inauguró la serie de James Bond con 007 contra el Dr. No en 1962 junto a Ursula Andress. Fleming, que en un principio no lo quería por su acento quedó tan maravillado que introdujo en la saga un padre oriundo de Escocia como reconocimiento. El actor escocés se puso en la piel del espía británico en siete ocasiones hasta que le sustituyó Roger Moore.
Como el espía inglés, el actor mostró cómo ser magnético y seductor sin esfuerzo. Su personaje lo convirtió en un referente de la moda. Bond/Connery demostraron que un traje bien llevado puede ser un arma mortal... de seducción.
Con Bond, la categoría de sex simbol de Connery alcanzó nivel estratosfera. Es esos seres bendecidos por la genética, que sin recurrir a cirugías ni adoptar un estilo de “pendeviejo”, el tiempo no los empeora sino que los mejora. Fue de los hombres mejor vestidos del mundo y el rey de la masculinidad en los 60.
A los 20 comenzó a perder el pelo. Durante varios años trabajó con peluquines y postizos, pero al comprobar que lo único que parece detener la caída del cabello es el piso, en vez de desesperarse decidió lucir canas y calva. Lo logró con creces: a los 69 años lo eligieron como “el hombre más sexi del siglo”.
Aunque Bond le trajo fama y éxito, también cierto encasillamiento. Esto lo llevó a detestar a su personaje, tanto que afirmó que si pudiera lo mataría. Obsesionado con darle un nuevo rumbo a su carrera trabajó en Robin y Marian con Audrey Hepburn, y, junto a Michael Caine, en El hombre que pudo reinar, adaptación de una novela corta de Kipling.
Alfred Hitchcok lo convocò para filmar Marnie e incluso le permitió leer primero el guión, algo jamás visto. Tippi Hedren su coprotagonista, preguntó cómo interpretaría su papel de mujer gélida ante semejante “bombonazo”. Él le contestó: “Se llama actuar, querida”.
Las películas siguieron. En 1986 protagonizó Los inmortales y El nombre de la rosa. Al año siguiente con Los intocables de Brian de Palma ganó un Oscar al mejor actor secundario. Impactó en La caza del Octubre Rojo (1990), y La trampa (1999). Durante el rodaje de La roca (1996) decidió vivir en la prisión de Alcatraz. Deseaba entender a su personaje...y ahorrar el viaje diario de ida y vuelta a la ciudad.
En 1989, llegó Indiana Jones. Los escasos doce años de diferencia entre Connery y Harrison Ford hacían poco creíble la relación paterno-filial que debían sostener en pantalla, pero la química entre ambos hizo que La última cruzada se convirtiera en clásico y que su director, Steven Spielberg afirmara: “no hay más de siete estrellas genuinas en el mundo y una es Sean”.
En la revista Vanity Fair, el director Fred Schipisi contó cómo es trabajar con el escocés: “Es una de esas pocas personas cuyas cualidades de la vida se traducen en la pantalla. Tiene una energía fantástica, una bonhomía. Tiene una generosidad, y una amplitud, que se transmite a una audiencia”.
Connery también carga fama de cabrón. “No es la persona más tolerante”, lo defendió el dramaturgo británico Tom Stoppard. “Es un cliché, pero realmente no soporta a los tontos con gusto. Es una persona capaz y espera que los demás también lo sean”. El actor reconoció que “el único problema que tengo son los traseros que crean más problemas de los que resuelven. No tengo ego cuando hago una película. Espero que todos con los que estoy trabajando den el 100 por ciento porque yo lo hago “.
Frontal cuando se enteró de que los miembros de la poderosa Asociación Nacional del Rifle estadounidense lo habían incluido en la lista negra como una estrella para boicotear, aseguró que estaba más que feliz de estar en esa lista. No le gustaban las entrevistas y detestaba las drogas: “Nunca destrocé una habitación de hotel ni consumí drogas. Entiendo si te atrapan en una pelea, pero sacarte de una habitación implica algún trastorno psiquiátrico. La forma en que me criaron me hizo pensar en la persona que tiene que limpiar después”.
Representante de un hombre viril pero también machista, algunas de sus opiniones hoy serían más que cuestionadas. En 1987, afirmó en el programa de Barbara Walters: “No pienso que sea malo pegar a una mujer si se lo merece”. Ante el asombro de la conductora, Connery argumentó “cuando no están contentas con la última palabra, y quieren tenerla, se ponen a provocar y entonces es ahí cuando la bofetada es correcta”. Su mujer lo defendió afirmando que las palabras de su esposo fueron sacadas de contexto, ya que nunca le ha visto pegar a alguien, excepto a las pelotas de golf.
De sus amores se sabe que se casó, en 1962, con la actriz Diana Cilento, hija de un médico con título nobiliario. Cuando la conoció Connery, vivía con la fotógrafa Julie Hamilton. Ella dejó a su marido para casarse. La boda fue en Gibraltar con dos taxistas de testigos, no habían pasado nueve meses que nació, su hijo Jason. En 1973, el mismo año que su padre murió y la crítica lo destrozó por su rol en La ofensa, se divorció.
Su segunda esposa y gran amor es la pintora franco marroquí Micheline Roquebrune. Se conocieron en Marruecos, en un club de golf durante unas vacaciones lejos de sus parejas e hijos. “Los cuatro días que siguieron a nuestro encuentro, continuamos jugando al golf como dos extraños y después nos reuníamos para hacer el amor como dos locos. La realidad es mejor que cualquier fantasía. Ningún hombre ha tenido ese efecto en mí”, relató Micheline.
Dejaron de verse por dos años, hasta que el actor volvió a contactarla y la invitó a pasar unos días en Marbella. Se casaron en 1975 y desde entonces están juntos. “Para todo el mundo Sean es una gran estrella, pero para mí es, por encima de todo, el hombre de mis sueños”.
A comienzos de este siglo decidió que era mejor una retirada digna que una permanencia patética y jubiló su vida de actor. En 2007 oficializó su retiro en con un argumento contundente: “Me cansé de tratar con idiotas. En Hollywood es cada vez más grande la brecha entre los que saben hacer películas y los que las financian”.
Vive retirado en las Bahamas. Hace tres años se lo vio por última vez en público durante el US Open de tenis en Nueva York. Aunque ayudado para desplazarse saludó con la misma media sonrisa de siempre. Alguna vez dijo “muéstrame un hombre que esté contento y te mostraré una cicatriz de lobotomía”, una frase algo pesimista para un hombre que llegó a los 90 sin peinar canas pero disfrutando la vida como pocos...
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