Los cuentos de Facundo Arana: “Candece”, una historia conmovedora desde el África profunda

A partir de hoy, Teleshow publicará cada sábado un texto escrito por el actor. En esta ocasión, la acción se desarrolla en un safari. Y aporta un final tan inesperado como emotivo

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Facundo Arana (Foto: Mario Sar
Facundo Arana (Foto: Mario Sar / Teleshow)

Venía caminando algo despacio. Quien sabe qué pensaba. Su pelo se movía salvaje con el viento, como si tuviera vida propia. Salvaje. Como ella. Pero no reparaba en ello. Caminaba mirando a un punto fijo lejos, a su izquierda. Alguna vez lamenté la suerte de un antílope cuando lo veía acechado por una leona. Se acercan despacio y parece que el partido estuviera jugado ya. Así veo su vista ahora. Camina reconcentrada pero mucho más lento que lo normal. Miro hacia donde ella, y lo veo. Uh, pobre idiota. Tan idiota que no puede ni sentir la cercanía de la chica salvaje. Está en falta por mucho, pero ni se hablará de su error, tapado por toneladas de lo que está a punto de ocurrirle...

Sí, sí. Ya tengo tu atención.

Leé.

La primera vez que él pisó África fue sencillamente para hacer un safari. Tenía como meta matar un león, un elefante, un rinoceronte. ¡Lo que fuera! Pero iba a buscar su medallero. O el par de huevos que le faltaron siempre. O alguna aventura que fuera otra que pagar prostitutas en Nueva York.

Hoy, los tiempos corren distintos. Antes pasaba desapercibido. Parecía que sobraran animales para cada idiota con sombrero panamá y habano, panza de whisky y linaje inventado que quisiera matarlos. Hoy, no. Pero aún hay gente con hambre que por unos cuantos dólares o euros llevan a estos a hacer aquello.

El argentino Antúnez está asignado como médico en la reserva Masai Mara, al norte de Tanzania. Y al norte del Serengeti. Ha escuchado hablar acerca de esos cazadores y se pregunta por qué alguien mataría hoy algo que ciertamente va derecho a la extinción. Igual que los masai, que cada vez se han mezclado más con el blanco. Y sus costumbres se resisten muy fuerte a parecer un rito turístico aferrados a un pasado en el que eran los reyes de la región. Los de Kenia más que los de Tanzania.

Candace no parece ser de ésta época. Es una auténtica y preciosa mujer masai de unos 13 años, aunque parece adulta. Y tan salvaje como una leona. Así su mirada, su andar, su voz. Tremendamente bella. No traten de imaginarla. No llegan.

Trabaja como asistente de Antúnez.

Como toda casualidad que parece salida de un capricho de Dios, un día Antúnez tiene que ir al Serengeti. Se va con Candece, en una Discovery muy vieja adaptada para dormir en carpa sobre el techo. Por allí se ven mucho. Hay gente que necesita médico ahí. Y hay pocos. De hecho, es solo Antúnez. De aquí para allá. El gobierno de Tanzania le da vehículo, comida, combustible y todo lo que pide: nada.

No habla maá, pero sí un poco de suajili y algo de inglés; le alcanza para comunicarse con Candece.

Llegando a la reserva, a unos 200 kilómetros, oyen de golpe un disparo.

Pueden haber varios motivos para disparar un arma en esos lugares. Primordialmente para llamar la atención de alguien. Como la de un Land Rover. Un cazador esperaría a no ser escuchado ni visto. Así que Antúnez se detiene. No conoce de maldades, Antúnez. Como los leones, o los masai, o las criaturas que viven por allí. Un día fue a hacer surf a Tofo, en Mozambique, y su oficio de médico y la necesidad del lugar hicieron el resto. Soltero, con 24 años, se quedó. Ganó la confianza de muchos a fuerza de trabajo y buenos criterios. Se estableció en Tanzania, enamorado de África.

Mason Linden, el cazador. Bueno.. Ya dijimos todo lo que hay que saber de él. Falta saber que sus pantorrillas son gordas, su piel roja por lo extremadamente blanca y su ropa, toda comprada en algún Wallmart. De punta a punta. Menos el rifle. Ah, es miembro de la NRA. Trabaja como asesor de finanzas pero siempre quiso ser Hemingway. O parecerse. O coquetear con las hijas de Hemingway. El punto es que está aquí, en Tanzania, en el Serengeti, o cerca. El tema es que se fue de boca con sus amigos, y eligió como rifle el .375, con 2 tiros en total, para que la pelea sea pareja con el animal. Y el tema es que se fue de boca luego, y luego más, con lo que ahora, cerca del momento de la verdad, está con su .375 de dos tiros siguiendo junto a un par de porteadores el rastro de un león. Cagado de miedo. Y a pocos kilómetros del Discovery.

Jodiendo con su arma, repitiendo como un mantra en su cabeza los pasos a seguir, se le escapa un tiro que suena como un trueno. Y a lo lejos el vehículo detiene su marcha.

Se sabe que en África hay cinco especies que son buscadas por los cazadores. Los cinco grandes: el león, el rinoceronte, el elefante, el leopardo y el búfalo. Raro que queden afuera el cocodrilo y el hipopótamo, que es el que mas vidas humanas cobra al año.

Linden busca su león, pero antes otra bala para su rifle recién disparado. Nadie le dirá jamás que un tiro al aire es haber perdido a su presa para siempre. O haberle avisado a la presa que allí hay algo que podría interesarle. Tal es el caso. La leona perseguida se detuvo en seco. Miró hacia atrás y casi sin pensarlo comenzó a desandar el camino a trote corto.

Candece, sin esperar a Antúnez, bajó del vehículo y comenzó su trote en dirección al sonido. El médico demoró unos segundos más en asegurarse de tener en orden su Magnum 44 de seis tiros, por las dudas. No se trota en África si no se tiene dientes afilados, o cuernos fuertes, o cuellos largos con golpes mortales, o venenos. O armas. Los humanos usan armas. Los Masai... como si nada. Danzas. Escudos y lanzas. En el caso de Candece, una mirada que te sienta de culo.

Acá el tiempo se ralenta para contar que Candece tiene una gran cicatriz en la espalda: tres tajos hechos por una leona cuando era pequeña. En el desparramo, Candece es herida mientras su madre muere en el ataque defendiendo salvajemente a su hija con un cuchillo con el que hiere profundamente al animal en las costillas. La leona la mata, pero no a Candece. A ella le lamió las heridas. Los animales a veces hacen eso. Y luego de comer se recostó junto a ella, que no lloraba. Solo la miraba. Candece no conoce esta parte de su historia. No la recuerda. A ella la encontraron dos días después del ataque, a unos 50 metros del cadáver de su madre, ya devorado hasta los huesos por la leona y por aves de rapiña. Nadie supo nunca por qué Candece no había caído presa de las hienas, de las mismas aves, o incluso de algún león.

Por su parte, los dos porteadores guías ya están algo hartos de las exhibiciones del imbécil Linden, y ahora incluso asustados por lo que pueda haber ocasionado el tiro. En África ese tipo de sonidos disparan mucho mas que una bala. Disparan destinos, disparan consecuencias, cambian presentes de un segundo a otro.

Antúnez va con su revolver montado, lo que es inusual en él. El trote es seguro, pero su pulso no. No es un hombre de armas.

La leona aparece de la nada y provoca un desastre. Corre primero hacia Linden y en un segundo le arranca la garganta de un zarpazo, que casi le hace perder la cabeza. Incluso en el aire, mientras cae muerto, tiene cara de imbécil. Uno de los guías alcanza a gritar algo; apenas hace un par de metros cuando la leona cae sobre él. Es increíble lo poco que tarda en morir una persona presa de un ataque de estos. El otro guía-porteador alcanza a hacer un tiro con su .416 Rigby, que del susto pega a tres metros del objetivo. Para sorpresa del último pensamiento del guía, ella parece mirarlo como quien observa a un imbécil que no merece vivir. Y cumple. Un salto formidable y sus dos garras delanteras disparadas al mismo tiempo de afuera hacia adentro lo desguazan.

Allí llega Candece. Y la leona voltea su cabeza a la velocidad de un rayo. Sus miradas se encuentran.

La pequeña no tiene ningún temor. Por algún motivo, jamás sintió miedo alguno desde que tiene memoria. Y los leones pueden ver eso. Lo sienten, lo huelen; lo perciben a los ojos. Así quedan: quietas. La leona ruge descomunalmente. Se agazapa a unos cinco metros de ella, mientras se miran. Antúnez se acerca, ya corriendo desesperado con su arma en alto, listo para disparar: “¡Candeceeee!”, grita.

Sin quitarle la vista a la leona, Candece alcanza a responderle: le grita en su idioma que no, que no se acerque. Es tarde. Antúnez comienza a disparar histéricamente, con pulso errático. Olvida por los nervios que siempre hay que dejar dos tiros para el momento de la verdad. Y ese olvido en África no tiene perdón. Nunca. Y la niña lo sabe.

El médico Antúnez muere rápido.

Candece ahora ha quedado quieta. No mueve un músculo. Solo mira directo a los ojos de la leona, que mientras hace lo suyo no le quita la vista de encima.

Y entonces ocurre lo realmente insólito. La niña ve en el costado de la leona una cicatriz a la altura de las costillas. De unos veinte centímetros. El tiempo se detiene.

Mientras la leona saltaba hacia Antúnez, perdió de vista a Candece por unos tres segundos. Tres segundos en África son una eternidad. Esa eternidad que alcanza para que Candece tome el fusil del imbécil Linden y apunte desde la cintura.

Las cartas están echadas.. Una contra otra. Candece tiene la sensación de haber visto a este ser alguna vez. A la Leona le ocurre lo mismo.

Gritan la desesperación al mismo tiempo. El sonido del grito de Candece es desgarrador e impresionante. Es un aullido inmenso. Conmovedor. Casi como el rugido de la bestia. Están a seis metros de distancia. La leona hace una zancada de carrera y salta. Candece dispara sin saber, al bulto. Sin saber siquiera si el arma está cargada. Y no. Al no correr el cerrojo que monta el arma, no hay tiro posible. Cae de bruces y su ropa vuela, estalla por el aire. La bestia sobre ella. Pero la leona no la muerde. Ni la corta, ni nada. Herida de muerte por uno de los erráticos tiros de Antúnez, va perdiendo fuerza y voluntad demasiado rápido. Pero antes de morir, mira con atención las cicatrices de la espalda de Candece. Se queda allí, quieta, mirando. Las lame tres veces. Cae de costado, junto a ella. Se miran a los ojos. La leona muere.

Candece escucha por allí un rugido pequeño. Realmente pequeño. Y ve que se acerca un cachorro maltrecho, sarnoso. Hambriento.

Dos días después llega una manada de leones y pasa junto a un montón de restos comidos hasta los huesos por hienas y aves de rapiña.

Tiempo después Candece cumple 20 años en un día soleado en la reserva del Serengeti, mientras mira de lejos comer a una leona que rescató tras matar a la madre defendiendo su vida. De pronto la bestia levanta su cabeza y la ve.

Se miran recto a los ojos.

Candece sonríe.

Los humanos a veces hacen eso.

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