Las vacaciones de verano en Bariloche habían sido hermosas pero algo no andaba bien y ella lo confirmó en la ruta. Al volante, en el viaje de regreso a Buenos Aires, su marido, que era un ducho conductor, hacía maniobras caprichosas e imprevisibles.
— Él se había hecho una resonancia magnética porque había tenido mareos. Como se había sentido mejor no fuimos a buscar los resultados. Los busqué recién cuando volvimos de Bariloche. Y ya…
Miguel Pando, el marido de Ginette Reynal, tenía un tumor cerebral. El pronóstico en aquel verano de 2010 era que no viviría más de dos meses. Miguel falleció a los 43 años en enero de 2011.
De regreso del entierro después de un año de agonía, Ginette fue al cuarto donde su abuela de 95 años, Malena Nelson de Blaquier, dormía la siesta. Fue ella quien la había acompañado a Europa, cuando se instaló en París para trabajar como modelo, cuando las modelos solo eran de clase alta. En Buenos Aires ya era de las top: junto a Teté Coustarot, Anamá Ferreyra, Carmen Yazalde y Mora Furtado se llevaba todas las tapas de revistas. Fue su abuela Malena quien le decía, cuando salían juntas, que no dijera que era su abuela, “decí que soy tu tía, o tu prima”. Fue ella también la que se casó con un polista y la que enviudó a los 43 años y al hacerse cargo de los campos y empresas de la familia inició un matriarcado. Y fue una viuda espectacular para la época: no guardó luto.
Despacio, Ginette entró al cuarto, se acercó a la cama y abrazó a su abuela. Mima, como le decían, padecía Alzheimer. Despertó y le dijo:
— ¿Qué pasa?
— Acabo de enviudar. Acabo de enterrar a mi marido—, respondió Ginette.
— Prendé la luz.
Ginette obedeció la orden. Mima la tomó de la cara, la miró y le dijo:
— Ya está. Ahora vas a ser una viudita alegre. Dame un beso.
“Y me dio un beso súper lindo, súper sentido. Yo sentí que en ese momento tuvo un destello, como si hubiera vuelto. Conectó“, recuerda Ginette.
—¿Hablaste de la muerte con Miguel?
— Sí y no. El cáncer de Miguel fue de cerebro. El tumor lo tenía en el centro del habla y del movimiento.
— ¿Supo qué estaba pasando?
— Hicimos de cuenta como que había una esperanza y que había que luchar. Hicimos todo lo posible. Creo que por eso vivió un año, con semejante cacho de tumor que tenía en la cabeza.
— ¿Sentiste alivio?
— Sí, sentí alivio cuando se murió. No es lindo ver sufrir a la persona que vos amás. Yo no tenía espacio en mi cabeza para pensarme, las cosas solo iban pasando. Estaba en una especie de túnel. Como esos videojuegos que tenés que ir explotando cosas y seguir. Eran circunstancias que venían una atrás de la otra y tenía que ir viendo cómo vivir y cómo sobrevivían los que estaban a mi lado. Tuve una depresión muy fuerte después.
Durante el año que Miguel estuvo enfermo, entre familiares y enfermeros, en la casa de Ginette no hubo nunca menos de 15 personas. Cada vez que iba al supermercado, Ginette compraba “para un batallón”, recuerda. “Hasta que un día me di cuenta: ‘¿Qué estoy haciendo?’ Miguel ya había muerto y yo seguía comprando así”.
— ¿Qué hiciste?
— Me fui directo a terapia.
Cuando Miguel ya había muerto, Ginette tenía un sueño recurrente: soñaba que ella estaba muerta. Hacía fuerza por despertarse pero no podía abrir los ojos. No podía moverse.
— Que te habías “zambullido en las drogas”, contaste. ¿Qué te daban las drogas?
— Distracción. Me sacaba la cabeza del sufrimiento.
— ¿Era la única manera?
— No sé si era la única, fue lo que yo pude hacer.
— ¿Pensabas que nadie se daba cuenta?
— Sí, como cualquier persona que consume drogas. Pensás que te estás divirtiendo y pensás que nadie se da cuenta. Solo las personas que consumen con vos.
—¿Cuándo notaste que ya no iba?
— Cada vez que me agarraba el bajón. Pero eso es lo loco de las drogas: subís y bajás. Cielo, infierno, cielo, infierno al que te sometés. Las drogas te provocan cosas fuertes. Uno no se droga porque es un tonto; las drogas tienen efectos tanto malos como buenos.
— ¿Estamos hablando de cocaína?
— No importa, esas son morbosidades que no son necesarias.
— Ir a Narcóticos Anónimos, ¿lo decidiste vos?
— Lo decidí yo porque me picó el coco una amiga que ya había entrado y me empezó a taladrar la cabeza. Llamé a otro amigo que estaba yendo a Narcóticos y me recomendó un grupo. Fui y la primera semana lloré todas las sesiones.
Sentí alivio cuando se murió. No es lindo ver sufrir a la persona que amás. Yo no tenía espacio en mi cabeza para pensarme, las cosas solo iban pasando
— ¿Cuántas veces por semana ibas?
— Todos los días. Tanto en Narcóticos como en Alcohólicos Anónimos te aconsejan 90 días 90 grupos para que te des la chance de ver qué te pasa. Tus compañeros te ayudan un montón. Son reuniones de dos horas; podés ir varias veces por día. Hay todos los días en varios puntos de la ciudad, todas las provincias, todos los países. Si tenés un día a la vez de no tomar y juntás 90 días empiezan a pasar cosas bárbaras.
— ¿Qué pasó en el 91?
— ¡Pasaron antes! Porque yo estaba entregada. Yo estaba de rodillas y quería salir. Empezás a recuperarte. Igual que si tuvieras un accidente y estás con dolores en todo el cuerpo, pero estos son dolores de adentro, del espíritu, del alma, del corazón, y del ego.
— ¿Qué te dijeron tus hijos cuando decidiste ir a Narcóticos Anónimos?
— Al comienzo, cuando tomé la decisión, estaban aliviados, pero también reticentes. Para quien te quiere y te ve mal, hasta que no pasa un tiempo y están seguros de que estás mejor…
— Es un grupo anónimo pero no sos anónima. ¿Pensaste en eso?
— Sí, al principio. Pero cuando vas, cuando llegás a ese punto, el ego está muy herido. Los parámetros y valores están trastocados y le das importancia a cosas que realmente no la tienen. Hasta que se acomoda, se seca el pickle y se acomoda todo, pasa un tiempo. Hablar de estos temas es algo sumamente difícil. Yo lo hago porque me gustaría que le sirva a la gente que está encerrada escuchando, sufriendo. Dentro de la comunidad, no todo el mundo lo ve bien.
Como cualquier persona que consume drogas pensás que nadie se da cuenta. Solo las personas que consumen con vos
— ¿Qué no ven bien?
— Que yo lo hable tan abiertamente. La gente tiene miedo de que se rompa su anonimato.
— ¿Piensan que vas a decir qué?
— Y… la gente tiene sus fantasías.
—¿Es verdad que tenías la fantasía de que Miguel iba “a abandonarte” por una mujer más joven?
— (Sonríe) Sí, tenía esa fantasía porque Miguel era 7 años menor que yo.
— ¿Se lo decías?
— ¡Sí! Todas las peleas tenían esa carga. Todas las peleas eran por celos y tenían esa carga de que en algún momento, cuando yo cumpliera 50 y él tuviera 43, iba a dejar de ser su reina. Iba a empezar a mirar chicas más jóvenes. ¡La pavada de estar pensando en lo que puede llegar a pasar! Eso es en todos los órdenes de la vida: lo que no está pasando no está pasando. Punto. No tiene ningún sentido hacerte la cabeza pensando qué puede llegar a pasar y castigar al otro todo el tiempo.
— ¿Sentías que lo castigabas con eso?
— Siempre te castigás en pareja. Lo castigás por eso o por otra cosa. Todas las parejas tienen como un tema en el cual vos castigás a él y él te castiga a vos.
— ¿Qué se esperaba de una viuda en otras épocas y qué se espera hoy?
— Creo que una de las cosas más maravillosas de esta época que nos toca vivir es que se cayeron los libritos, las reglas. Antes se exigían ‘cosas de viuda’: no podías hacer tal cosa porque estabas de duelo, no te podías vestir de tal color porque estabas de duelo, no se podía invitar a tales personas a tu casa. Hoy hay un espacio para que cada uno viva las emociones como le salga, como puedas, como quieras. No hay una forma de ser viuda. Cada uno le pasa lo que le pasa y lo vive como puede, como lo dejan, como lo acompañan.
Mientras prepara un libro, los días de Ginette hoy tienen un momento preferido: los almuerzos con su hija Mía y su nieto Ramsés, de 7 meses.
— ¿Creés que hay señales?
—Sí, creo en las señales. Creo en la reencarnación y creo en las vidas paralelas. Soy muy esotérica.
—¿Tuviste señales?
—Cuando Miguel se murió yo estaba en mi cuarto, arriba. Él estaba abajo. Ese día bajé a la mañana a verlo y estaba durmiendo; recién le habían dado un rescate (morfina). Volví a mi cuarto y me bañé. Cuando salí, me tiré en la cama. En la ventana había un colibrí que se chocaba contra el vidrio y aleteaba y aleteaba. Enseguida subió Fabri, nuestro perro. Estaba como loco, nervioso, con las orejitas para atrás. Detrás de Fabri, apareció Isabel, la chica que trabajaba conmigo. Me dijo que Miguel acababa de morir. Cada vez que me siento en un jardín se me aparecen los colibríes. Para mí es él. Su alma, su espíritu, que está volando feliz.
— ¿Pensás en tu muerte?
— Todo el tiempo pienso en mi muerte. Trato de caminar hacia dejar de tenerle miedo a cómo será. Por más evolucionada que yo esté, la muerte sigue siendo un misterio. El miedo mayor es no saber qué sentiremos, al sufrimiento. Qué se yo si la muerte está bueno o no.
— ¿Lo estuviste trabajando?
— Sí.
—¿Cómo vas?
— Bien. Me daré cuenta el día que me muera (ríe).
Video y fotos: Matías Arbotto
Seguí leyendo