Una duda que continuamente se hace la humanidad es qué pasaría si Sol explotara o se extinguiera repentinamente, teniendo en cuenta que la vida en la Tierra depende den gran parte de este astro. Aunque la idea parece irreal, la ciencia ha comenzado a trazar proyecciones sobre el fin del Sol, y al mismo tiempo, explorar alternativas para mitigar el cambio climático “apagando” la intensidad de su luz mediante tecnología de geoingeniería solar.
Parte de esto se hace teniendo en cuenta que el Sol, como todas las estrellas, tiene un ciclo de vida que eventualmente lo llevará a su ocaso. Actualmente, el Sol está en su fase de secuencia principal, donde fusiona hidrógeno en su núcleo para producir energía, una fase que se mantendrá estable por otros 5.000 millones de años, según las proyecciones de inteligencia artificial aplicadas en el campo de la astronomía.
Cuando llegue a esa etapa final, el Sol agotará su hidrógeno y comenzará a expandirse, convirtiéndose en una gigante roja que abarcará las órbitas de Mercurio y Venus, y posiblemente también la de la Tierra. En ese punto, cualquier forma de vida conocida desaparecerá.
Pero la ciencia también ha estado indagando la posibilidad de minimizar el impacto del sol en la actualidad, con el objetivo de reducir el cambio climático, producto de los daños ambientales y la intensidad de la luz solar.
Cómo se podría ‘apagar’ al sol
Con un futuro tan lejano y el cambio climático acelerando en el presente, algunos científicos han comenzado a contemplar el uso de tecnología para “apagar” temporalmente el Sol. La geoingeniería solar es una propuesta que sugiere dispersar partículas altamente reflectantes en la estratósfera para desviar parte de la luz solar y reducir la temperatura global.
Este tipo de intervención se inspira en fenómenos naturales como las erupciones volcánicas. Cuando el volcán Pinatubo, en Filipinas, hizo erupción en 1992, liberó millones de partículas a la atmósfera que enfriaron el planeta temporalmente en alrededor de 0,5 °C.
Actualmente, diversas iniciativas investigan los efectos de este tipo de tecnología. Equipos como el Foro de la Paz de París, el Consejo Carnegie y la Degrees Initiative están evaluando seriamente la posibilidad de implementar técnicas de modificación de la radiación solar (o SRM, por sus siglas en inglés).
No obstante, esta propuesta plantea numerosos desafíos y dilemas éticos, ya que alterar la cantidad de luz solar podría tener consecuencias drásticas para los ecosistemas, además de presentar implicaciones políticas y sociales de gran alcance.
Una de las consecuencias más importantes de reducir la luz solar es el impacto en la vegetación y en la producción agrícola. Las plantas dependen de la luz solar para realizar la fotosíntesis, y una disminución en la cantidad de luz podría debilitar los cultivos en todo el mundo.
Un evento histórico ilustra bien este posible efecto: en 1815, la erupción del volcán Tambora en Indonesia lanzó una nube de cenizas a la atmósfera que redujo la temperatura global un grado centígrado, causando lo que se conoce como “el año sin verano” en 1816. Las cosechas de cereales cayeron drásticamente, provocando hambrunas y disturbios en distintas partes del mundo.
En cuanto al agua, un cambio en la radiación solar también podría modificar los patrones de los ríos, incrementando el caudal en algunas zonas y aumentando el riesgo de inundaciones. Estos efectos podrían provocar, por ejemplo, un incremento de enfermedades como la malaria en regiones donde el agua estancada se vuelve un foco de reproducción para los mosquitos.
Si bien algunos efectos, como el aumento de agua disponible para la energía hidroeléctrica, podrían ser beneficiosos, la falta de control sobre estos cambios hace que los resultados de la geoingeniería solar sean difíciles de prever y gestionar.
Quién debe decidir si el sol se apaga o no
La implementación de esta tecnología abre interrogantes sobre quién debería decidir el despliegue de estas partículas en la atmósfera. Considerando si sería una decisión local, internacional o global, dado que la atmósfera es compartida por todos, los efectos de esta intervención también afectarían a múltiples países, generando tensiones entre naciones.
Un artículo reciente en la revista Harvard Environmental Law Review destaca que los costos anuales de esta tecnología no serían inalcanzables, estimándose en miles de millones de dólares, un gasto que países con una infraestructura aérea avanzada o incluso individuos como Elon Musk o Bill Gates podrían cubrir.
La posibilidad de que una sola nación, o incluso un individuo, pueda alterar el clima global genera preocupación en la comunidad científica y política. Países con la capacidad para implementar esta tecnología, como China, Estados Unidos y Rusia, podrían actuar de manera unilateral, afectando a sus vecinos sin su consentimiento y creando tensiones geopolíticas que podrían derivar en conflictos.
Frank Biermann, experto en ciencias políticas de la Universidad de Utrecht, advierte sobre el desarrollo de esta tecnología sin un acuerdo internacional. “Si no sabemos quién tomará las decisiones y cómo nos afectará, no deberíamos desarrollarla”, afirma, subrayando la importancia de una regulación clara antes de seguir adelante.