Pablo Javier M., de 41 años, oriundo de Tartagal, provincia de Salta, vivió una vida sin sobresaltos, al menos en los papeles. Trabajó a lo largo de su vida en una serie de empresas locales, probó suerte en el negocio inmobiliario en 2021. Luego, decidió viajar por el mundo, por llamarlo de alguna forma.
El 26 de mayo último, Pablo se dirigió al aeropuerto de Ezeiza para abordar un vuelo de Air France sin escalas hacia París, con pasaje de regreso para el 7 de junio. Llevaba una valija Samsonite negra que intentó despachar a bodega. La pieza de equipaje no resistió el paso del scanner. Allí, notaron que llevaba poco más de cuatro kilos de algo que no era ropa en un doble fondo. El test reactivo indicó cocaína. Pablo Javier fue arrestado de inmediato.
Hoy, el hombre salteño espera sentado en el penal de Devoto. Esperará por un tiempo más. Esta semana, aceptó su culpa en un juicio abreviado en el Tribunal en lo Penal Económico N°2 a cargo del juez Diego García Berro que lo condenó a cuatro años y siete meses de jaula por el delito de tentativa de contrabando de estupefacientes. Parece, en sí, otra historia de una mula narco, un sistema todavía enquistado en las tramas del negocio de la droga, netamente cruel, oscuro, donde las víctimas son obvias: mujeres pobres, migrantes, que atraviesan el país y el planisferio con droga en sus maletas y en sus vientres. Magistrados como Sebastián Casanello las han considerado víctimas de trata.
Pablo M., con una ficha limpia, sin antecedentes penales, sin hijos ni pareja, con arraigo en Argentina según su defensa que buscó una prisión domiciliaria, no parece el dueño de la droga. Según tests de Gendarmería en laboratorio químico, el polvo incautado es de una pureza al menos baja para una exportación europea de este tipo: 65 por ciento, muy por debajo del 90 por ciento que suele alcanzar la droga disimulada en containers o envíos por courier internacional. Documentos del caso a los que accedió Infobae, sin embargo, revelan detalles fuera de lo usual. El acusado, al momento de ser detenido, llevaba 21 mil pesos colombianos, 450 dólares y mil euros. Su pasaje, curiosamente, no había sido emitido en Buenos Aires, sino en Medellín, Colombia, dos días antes de tomar el vuelo.
Colombia, precisamente, fue su destino previo
“A su vez, debe ponerse de resalto que conforme surge de los movimientos migratorios informados, el imputado habría viajado al país mencionado en último término el 30 de abril de 2024, registrando su regreso a este país desde Brasil el día 6 de mayo del mismo año”, asegura un fallo de Cámara del caso previo a la condena.
Entonces, ¿quién es su contacto en Colombia? ¿Quién es el dueño del polvo? ¿Y quién lo esperaba bajo la Tour Eiffel? Pablo M. no lo dijo. Los documentos a los que accedió este medio no lo dicen tampoco.
Por lo pronto, hay un caso similar en la historia penal reciente. Es el de Santiago Matías S., de nacionalidad argentina, 32 años de edad, monotributista, empleado de un consorcio, oriundo de Villa Lugano, había partido desde el aeropuerto de Ezeiza el 27 de marzo de 2017 con rumbo a Lima, capital de Perú. Poco después reapareció en el aeropuerto de Tocumen, en la ciudad capital de Panamá. Allí, Sánchez terminó arrestado: la Policía panameña abrió su valija por la fuerza, la misma que había arrastrado desde Lima: llevaba 2,47 kilos de cocaína de alta pureza, pobremente disimulados en ladrillos negros decorados con un tumi, el típico cuchillo ceremonial inca.
Un mes antes, la PFA arrestó por orden del fiscal Emilio Guerberoff a la mujer acusada de ser su reclutadora: Karina Solange Fernández, de 29 años, vecina de Caballito, oriunda de Lugano y madre de tres hijos. El fiscal Guerberoff la imputa de mucho más que mandar una sola mula con cocaína al otro lado del mundo: Fernández está acusada de encabezar junto a su marido, Ikechukwu Ndubuisi, alias “Anthony”, oriundo de Kenya, una organización que envió paquetes de polvo desde Buenos Aires a puntos como Holanda, Atenas y Hong Kong.