El jefe del Servicio Penitenciario Federal, Víctor Hortel, que asumió el cargo en agosto de 2013, ignoró cada una de las señales de alerta a su modelo revolucionario de querer incorporar a los presos a la causa del Kirchnerismo. Imaginaba una legión armada y leal.
Su identificación con los presos lo llevó a cantar abrazado a los internos de Marcos Paz, “el que no salta es un gris”. No hace falta aclarar que con ese color se identificaba a los penitenciarios.
Hortel no podía ver que las medidas de seguridad se habían deteriorado y que el personal estaba desmoralizado. Cuando los presos advirtiesen la situación, los muros de los penales se iban a convertir en un inmenso queso gruyere.
El caso más humillante para los penitenciarios fue el incidente que tuvo el director administrativo de Devoto, Víctor Frattini, que prohibió que las visitas permanecieran en los pabellones. Esa medida se tomó por seguridad para evitar una toma de rehenes y fugas. Se corre el riesgo, como sucedió a fines de julio de 2012 en Florencio Varela, que algún preso se disfrace y se vaya con las visitas.
Los visitantes tienen un lugar específico que está afuera de los pabellones. Los presos no aceptaron la imposición de Frattini y le reclamaron a Hortel. El jefe penitenciario convocó al oficial y lo enfrentó a los cinco internos que se quejaron de su comportamiento.
-Pedile disculpas a tus compañeros- le dijo Hortel.
-Con mi personal no hay problemas- le respondió Frattini.
-No, estos que están acá son tus compañeros- le insistió señalando a los reclusos.
-Esos no son mis compañeros, mis compañeros usan uniforme y con ellos no tengo problemas. En cambio, a los internos los tengo que vigilar, no soy su camarada.
-¡Andate de acá! ¡No te quiero ver más!
Luego mirando a sus subordinados les dijo:
-¡Echenlo a la mierda!
Frattini cumplió treinta días de arresto y pasó a disponibilidad. El mensaje fue claro, no se podía actuar contra el preso, aunque hubiera riesgo de fuga.
En ese momento, el personal penitenciario tenía tres opciones: auto acuartelarse, fabricar un motín provocando a los presos o quedarse quieto. Eligieron la última posibilidad, la de no complicarse la vida. A partir de ese momento, las requisas pasaron a ser una inspección liviana y previsible para que los presos no se quejen.
Tampoco le llamaba la atención a los visitantes que venían con camperas con capuchas u otra vestimenta prohibida que pudiera favorecer alguna fuga.
Con tantas libertades, no extrañó lo que sucedió el lunes 8 de abril de 2013 a las siete de la tarde. Treinta y cuatro internos con las manos y los pies sin esposar, venían de declarar en Tribunales en el ómnibus de traslado. La custodia interna eran dos hombres y una mujer desarmados. La custodia armada viajaba en otro vehículo.
Los presos tenían las manos y las piernas libres porque las órdenes de Hortel eran no esposar a los presos salvo que hubiera hechos de violencia. “Esposarlos va contra los derechos humanos”, les recordaba el jefe de la agrupación “Vatallón militante”. Para Hortel los preceptos de los organismos de derechos humanos estaban por encima de las normas de seguridad.
El ómnibus, como casi todos los vehículos del Servicio Penitenciario Federal, no estaba en condiciones para ese traslado. La claraboya no tenía seguro y se podía abrir fácilmente desde adentro. Toda la flota padecía la falta de mantenimiento y de inversión.
Cuando el vehículo llegó al peaje del Mercado Central, en la autopista Ricchieri, y disminuyó la velocidad, cinco internos corrieron al medio de la unidad, treparon al techo y se fueron por la claraboya. El primero se arrojó cuando el ómnibus no había desacelerado lo suficiente y golpeó contra el asfalto; falleció antes de llegar al hospital Paroissien. El segundo sufrió traumatismos y fue recapturado. Los otros tres tuvieron éxito. Víctor Hugo Martínez, procesado por homicidio en ocasión de robo; Cristian Rueda, por robo, y Hernán Salas, alias “el gordo”, que integraba la banda “Los Backstreet Boys” en Fuerte Apache condenado a catorce años de prisión por secuestro y robo, eran peligrosos; era un hecho que podían matar y robar para mantenerse en libertad. Por su captura no se ofrecieron recompensas y no los recapturaron hasta el año siguiente.
Previo a la fuga, los guardias debieron soportar toda clase de insultos de los detenidos por la demora del juez en atenderlos. No pudieron llamarlos al orden porque inmediatamente serían denunciados ante Hortel.
El 12 de abril de 2013, a la semana siguiente de la fuga del trío, Ricardo Martín Araya que estaba alojado en el módulo 1, pabellón 5 de Marcos Paz, una cárcel de máxima seguridad que aloja a delincuentes peligrosos, huyó sin forzar puertas ni cavar túneles.
Estaba condenado por homicidio y le faltaban diez años para cumplir la pena. Al caer la tarde, aprovechó que hubo un levantamiento en el penal y huelgas de hambre que mantenían a los guardias ocupados.
El fugitivo caminó tranquilamente hasta el Hospital Penitenciario Central pero, poco antes de llegar, se desvió al campo de deportes, abrió con una llave el candado del portón, cortó los dos alambrados -el del módulo y el externo- y ganó la calle. Las cámaras filmaron la secuencia pero nadie lo detuvo en su parsimonioso andar.
Cuando se hizo el recuento, cuatro horas más tarde, los guardias se dieron cuenta de su ausencia.
Hortel decidió castigar a cuatro celadores y gariteros que no tuvieron responsabilidad en la huida, pero no avanzó en la investigación que le permitirían ver las conexiones internas del preso y las fallas de su sistema que permitía deambular sin controles por la penitenciaría. Si algún guardia lo hubiera detenido en su paseo, hubiera sido sancionado por molestarlo.
Dos meses más tarde, el 28 de junio, Shiba Narada Benítez, un boliviano de 30 años que era considerado un interno de conducta ejemplar, se fugó de Devoto cuando era trasladado a la Facultad de Derecho donde cursaba abogacía.
Tres veces por semana, el personal penitenciario lo trasladaba hasta la facultad de Figueroa Alcorta y Pueyrredón. Pero el 28 de junio no ingresó a la clase y los guardias lo perdieron de vista.
El hombre estaba condenado por narcotráfico. Integraba una banda de la Villa Illia que llevaba a sus víctimas de secuestro exprés a la villa 1-11-14.
El 2 de julio siguiente se fugaron del Hospital Militar Central el mayor Jorge Olivera de 61 años y el teniente primero Gustavo de Marchi de 63.
Estaban condenados a reclusión perpetua y detenidos en San Juan. Vinieron hasta el hospital porteño para ser atendidos en “kinesiología, dermatología y psiquiatría” por gestión de la esposa de Olivera, la psicóloga Marta Rabasa, que estaba en el área de salud mental del Hospital.
El ministro de Defensa, Agustín Rossi, decidió el pase a retiro y relevo de siete militares que ocupaban cargos de conducción en el hospital mientras el ministro de Justicia y Derechos Humanos, Julio Alak, pasó a disponibilidad a siete penitenciarios, ordenó que el SPF no traslade a los condenados por delitos de lesa humanidad a algún centro de salud militar y le solicitó al presidente de la Corte Suprema de Justicia, Ricardo Lorenzetti, una acordada para que los jueces no los envíen a unidades médicas de las Fuerzas Armadas.
Por la captura de los dos militares se ofrecieron cuatro millones de pesos.
Las fugas fueron en aumento y se ocultaba información. Los presos con salidas transitorias concentraban el mayor porcentaje de escapes. El sábado 17 de agosto, se fugó el violador serial Walter Alberto Brawton que cumplía una condena de 40 años en el penal de Ituzaingó. El hombre, que era contador público, fue atrapado en 2005 y condenado en 2009. A pesar de la condena, lo autorizaron a salidas especiales para visitar a su madre enferma. Al llegar a la casa materna, en Merlo, los guardias fueron convidados a comer empanadas y a beber un vaso de vino que tenía somníferos.
Brawton tenía ocho denuncias de violaciones que ocurrieron entre enero y principios de marzo. Se cree que las víctimas fueron más pero no se animaron a denunciarlo. La recompensa para quien brindara información sobre el violador serial fue de trescientos mil pesos.
Una semana después, el 19 de agosto de 2013, se produjo la más grande fuga en la historia de las cárceles argentinas. La historia comenzó dos años antes de que asumiera Hortel. Thiago Ximenez y Renato Dutra, que estaban condenados por narcotráfico, alojados en el módulo 3, pabellón B, fueron los gestores. Los dos brasileños eran expertos en fugas. Habían protagonizado escapes exitosos como el del penal Tres Lagoas en Foz de Iguazú, Brasil.
En 2011 fracasaron al querer escapar de la Unidad 7 en Resistencia, Chaco. Sus padres, dos importantes narcotraficantes brasileños, decidieron liberarlos porque estaban por cumplir la mitad de la condena en la Argentina y estaban en condiciones de ser extraditados a Brasil. El regreso de los dos jóvenes les iba a traer problemas porque había bandas que querían tomar venganza.
Como el muro del penal de Resistencia no tiene un alambre perimetral, los narcotraficantes aprovecharon para poner una importante cantidad de explosivos, cerca del puesto de control 2, que era el más cercano al pabellón 10 donde estaban alojados sus hijos.
La buena fortuna hizo que uno de los cables estuviera mal conectado y fracasara la explosión. Un pequeño estallido, que hizo volar el reloj de la bomba, alertó al guardia que dio la alarma. Alcanzaron a ver a dos camionetas Hilux blancas que huyeron. Allí iban los padres de los dos presos. La cantidad de explosivos era importante, si hubiera estallado habría volado con facilidad un buen tramo del muro y podría haber ocurrido una tragedia porque el centenar de presos del pabellón 10 se habría abalanzado sobre los habitantes de la ciudad buscando salvarse a cualquier precio.
Después del fracaso de Resistencia, los dos brasileños fueron trasladados a Ezeiza. Su llegada coincidió con el cambio de conducción del Servicio Penitenciario Federal, se iba Alejandro Marambio y llegaba Víctor Hortel.
Los brasileños, que a pesar de su juventud pasaron la mitad de la vida encarcelados, no podían creer lo que estaba sucediendo. Los guardias estaban cada vez más permisivos y en el complejo abundaban fiestas y eventos. Era tan exagerado el privilegio que se daba a los internos que se eliminaron las rejas de los patios internos de los módulos. Hortel no quería que los presos se sintieran en una cárcel. Las requisas cada vez eran menos estrictas. La fuga no podía ser más fácil, solo había que conseguir las herramientas. Los guardias estaban con la moral caída porque habían desbaratado otros intentos de fuga y no se hicieron sumarios ni hubo sanciones para los presos. El Hombre Araña no quería manchas en su gestión.
Un mes antes de la huida, un interno que tuvo problemas en su ranchada, delató a sus compañeros y se encontraron sogas de más de 40 metros y ganchos armados con los ángulos de la ventana. Salir del pabellón no era un problema porque habían quitado las rejas de cuatro ventanas. Bastaba descolgarse con las sogas hasta la planta baja y luego atravesar los alambrados.
Los brasileños no se desalentaron por esas historias de fracasos y eligieron la celda 22 para excavar un boquete. De a poco, fueron ingresando los elementos que se necesitaban para perforar el piso de cemento que no resultó tan duro como imaginaban; milagros de las licitaciones argentinas donde las empresas ganadoras no ponen el material detallado en el pliego.
En el pabellón durante el día había cincuenta internos y un solo celador, cuando la dotación mínima es de tres guardias. El celador estaba aislado en un cuarto de acrílico donde no escuchaba nada, era la única manera de no aturdirse porque los presos estaban con la música a todo volumen o con la televisión encendida para tapar los ruidos de la excavación. Las cámaras de televisión que supervisan los movimientos internos y externos no funcionaban, hacía tiempo que estaban fuera de servicio.
Hay que destacar que Hortel había desprovisto de autoridad a los celadores. Por caso, no podían evitar que un interno ingrese a la celda de otro, una práctica absolutamente prohibida y que fue clave para la fuga.
El boquete de la celda 22 se hizo recalentando el piso con fuelles como se llama a los ladrillos con hendiduras por las que pasan resistencias que se conectan a enchufes en la pared. En la vida cotidiana se utilizan para calentar el agua para el mate, alguna comida o como calefacción de la celda.
También utilizaron una barra de hierro, traída por los presos que salían a trabajar a los talleres, que pasó por las bachas de la cocina. A ellos no los requisaban por orden de Hortel.
Después de recalentar el suelo golpeaban con el hierro punzante. Trozo a trozo lo fueron perforando y ponían los escombros adentro de una manta, a la que anudaban en la punta y la apoyaban sobre la parte perforada para que los guardias no se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo. El mismo trabajo se estaba haciendo en otra celda que estaba unos metros más allá, pero el avance era lento.
Como había orden de no molestar a los presos, los guardias no entraban a la celda, se limitaban a mirar desde afuera. En otra ocasión hubieran dado vuelta hasta los colchones buscando cualquier indicio de fuga. Pero los agentes que hicieron requisas profundas terminaron sumariados o trasladados a destinos lejos de sus domicilios.
El día del niño, el domingo 14 de agosto, fue el elegido para acelerar las excavaciones. Pareció un castigo a Hortel que organizó una fiesta con payasos y títeres para los hijos de los presos a los que, además, les regalaron juguetes. Antes de la gestión de Hortel, los hijos de los penitenciarios tenían su evento.
La música y las risas tapaban el ruido. Una vez terminado el boquete de 40 por 22 centímetros, llegaron a la tierra que estaba en un estado ideal, ni blanda ni sólida. La excavación del túnel no fue complicada.
En la noche del lunes 19 de agosto, comenzaron a salir por el boquete. Tres reclusos, excedidos de peso, no pudieron pasar. Quedaron magullados, raspados y con heridas sangrantes. Los otros trece, que salieron con alguna dificultad, recorrieron casi tres metros bajo tierra y se encontraron a 50 metros con el primer alambrado olímpico que lo abrieron con alicates que habían entrado sus visitas. No tuvieron problemas para superar el obstáculo: los sensores no funcionaban. Hacía cuatro años que habían sido destruidos por un rayo y no se pudieron importar los repuestos por las restricciones que impuso el Gobierno para cuidar las divisas.
Sabían que tenían dos problemas: el guardia que estaba a unos metros en el puesto base “tero”, pero que debía hacer una recorrida de cien metros entre dos pabellones (ya habían calculado el tiempo de la recorrida) y una garita que estaba a 160 metros del puesto “tero”. El pasto fue una ayuda; estaba muy alto y no los podrían ver si se arrastraban con sigilo.
Cortar los dos alambrados restantes no fue problema porque los reflectores direccionales de los otros puestos de guardia no funcionaban. Tampoco hubo recorrida de perros. Los animales no siempre están sueltos para que no se acostumbren al recorrido. Pronto llegaron a la calle y se dispersaron. Casi todos tenían quien los espere, menos dos internos que fueron caminando hasta Cañuelas y fueron apresados al día siguiente.
Al mediodía del 20 de agosto, Víctor Hortel convocó a una conferencia de prensa. “Soy el máximo responsable político de esta fuerza, asumo la responsabilidad que me cabe, por eso he presentado mi renuncia indeclinable”. Lo que ocultaba era que el Gobierno le pidió que se fuera ante la magnitud del fracaso. Por supuesto que puso la culpa en otro lado: acusó a agentes penitenciarios de colaborar en la evasión.
El hombre se olvidó un detalle, debía conducir una fuerza de 11.722 hombres que custodiaban a 9.700 presos. Cristina Fernández de Kirchner, presidenta de la Nación le demostró su enojo. Lo reemplazó por su antecesor Alejandro Marambio, el hombre que más detestaba Hortel. El apodado “Hombre Araña” porque armó una murga de presos con sus correligionarios de “Vatallón Militante” y eligió el disfraz de su héroe de fantasía, volvió a su profesión de abogado. En 2018, fue designado por Lázaro Báez como su defensor en la causa por lavado de dinero.