El lunes 19 de agosto de 2013, cerca de las 21 horas en una noche de niebla, trece detenidos escaparon de la cárcel de máxima seguridad de Ezeiza, la última línea de defensa del sistema penal de la República Argentina donde hoy son encerrados varios de los mayores mafiosos y capos narco de la Argentina. Los trece se fugaron, según la historia oficial, a través de un boquete tallado en el piso de concreto de la celda número 22 en el pabellón B del módulo 3 de la prisión, un sector reservado para picantes, revoltosos, delincuentes duros, ladrones y asesinos.
Había verdaderos pesados en esa lista, bandidos de una raza criminal que casi ya no existen. Estaban Renato Dutrá y Thiago Ximenes, pistoleros de Brasil, veteranos de otras fugas, asaltantes de blindados y miembros iniciados del Primeiro Comando da Capital, una de las mayores corporaciones criminales del continente: Renato era el titular de la celda 22. Ximenes dormía al lado, en la 21.
Los seguía Mario Bagnera, otro ladrón de blindados, jefe de una banda que no tituteaba en tirarle a la policía, célebre en el hampa. El cuarto en la lista fue otro hampón legendario, Martín “Banana” Espiasse, chubutense, asaltante de bancos, que hasta robó con una banda armada con ametralladoras en el Ministerio de Economía de su provincia. Alberto Manuel Freijo, alias “Aceite” fue otro en esta historia. Un verdadero jugado, terminó muerto a tiros el año pasado en un enfrentamiento con la Bonaerense, buscado por el asesinato de un cajero en en Isidro Casanova. El resto eran delincuentes de menor rango, rateros y asesinos.
Así, por ese boquete, o por Dios sabe dónde, los delincuentes salieron al otro lado, embarrados, para atravesar cercos y llegar a la autopista Richieri. Luego, se perdieron en la noche.
La fuga se convirtió en un escándalo: sacudió al sistema carcelario hasta sus cimientos, se convirtió en un terremoto político. Sergio Berni, en ese entonces secretario de Seguridad de la Nación y virtual ministro, encabezó un comando multifuerza para ir por los prófugos. Pero para muchos, la fuga era una historia anunciada. Víctor Hortel, director del Servicio Penitenciario Federal -que dependía del Ministerio de Justicia bajo Julio Alak- renunció al día siguiente en medio de una tensión extrema.
La dimensión política del túnel en la celda 22 era evidente. Había más de un nivel para entender el problema institucional que implicaba. Para empezar, demostró el caos y el despoder sin planeamiento propio de las cárceles federales en aquel período, en medio de la atmósfera esquizofrénica de la Argentina signada por el segundo kirchnerismo del que Hortel formaba parte como funcionario público y partidario. Algo había fallado, algo había permitido que todos estos presos de legajo extremo hayan sido encerrados en el mismo módulo, a una puerta de celda de distancia.
Hortel ya era una figura compleja por su cercanía a la agrupación kirchnerista Vatayón Militante y su supuesta laxitud con los presos, con los que se mostraba en la TV Pública disfrazado de Spiderman bailando en los carnavales del patio del penal de Devoto. Cuando entregó su cabeza en una bandeja de plata, señaló a los penitenciarios del Servicio, con los que se llevaba pésimo. Había una teoría en el aire que indicaba que lo habrían saboteado desde adentro. “Corresponde sospechar de la complicidad interna del personal penitenciario”, dijo en una conferencia de prensa.
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El caso quedó en manos del Juzgado Federal N°2 de Lomas de Zamora. La historia judicial se concentró en recapturar a los prófugos. Algunos cayeron rápído. Otros tomaron más tiempo. Renato Dutrá terminó muerto a tiros en un asalto en Brasil, atrincherado en una casa. “Banana” Espiasse fue el último en caer: lo encontraron en noviembre de 2017 en su búnker en Mendoza luego de que un buchón lo vendió a la policía provincial. Cayó con un arsenal, una novia mucho más joven y más de 20 plantas de porro que parecían palmeras.
Pero nunca nadie fue imputado. Nunca nadie puso los dedos en la mesa como posible cómplice de los trece del boquete. Sin embargo, en diez años, el expediente nunca se cerró.
Hoy, la historia puede cambiar.
El Juzgado Federal N°2, hoy subrogado por el juez Ernesto Kreplak, con una instrucción a cargo del secretario Maximiliano Callizo, retoma la pista de la posible complicidad de los penitenciarios a diez años del hecho, aseguran fuentes del caso a Infobae. El foco estará puesto en las autoridades que actuaban en el penal en ese momento, en los titulares de las guardias, celadores y otros jerarcas. Al menos diez habían sido echados en ese momento, pero no todos: dos, según pudo determinar el Juzgado, fueron reciclados en otros destinos del SPF.
Así, estos penitenciarios podrían ser acusados de favorecimiento de evasión e indagados por ese delito si es que se establece que ayudaron con acciones u omisiones a los trece presos para que escapen. Un defensor oficial, mientras tanto, pidió la prescripción del delito para los detenidos. Están acusados de calificación de evasión que es, en términos penales, bastante leve.
Callizo y Kreplak, por lo pronto, volvieron a tomarle declaración a un perito que había dado su testimonio años atrás en la causa. El perito ratificó lo dicho. Aseguró que ese boquete fue realizado con una herramienta de poder considerable. El dato llama la atención. En la época de la fuga, una empresa que hacía refacciones en el penal denunció el robo de un taladro percutor.
Para el Juzgado N°2, la salida por el túnel es la única hipótesis hasta el momento. Se basa en los relatos de los detenidos recapturados luego, parte de la segunda ola de fugados. Aseguraron que veían gente que entraba a la celda 22 que luego no salía. Así, supuestamente, aprovecharon el hueco y fueron por su libertad.
El libro “El Trueno En La Sangre” (Rara Avis, 2021), una biografía de Espiasse escrita por el autor de esta nota, relata la historia desconocida de la fuga y sus implicancias políticas, así como las historias tejidas alrededor de ella en el hampa y en el sinuoso mundo de la inteligencia penitenciaria. El túnel era una madriguera de casi dos metros de largo y cuarenta centímetros de diámetro, apenas lo suficiente como para atravesar el muro y salir del otro lado. No tenía ninguna estructura que lo soportara, ningún poste o viga para apuntalar el suelo. Los presos se movieron como gusanos, cuenta el penitenciario, retorciéndose, hasta ver el exterior. Fueron en olas. Los brasileños primero. Al final, el túnel colapsó.
Pero algunos en esta historia creen que los presos salieron por la puerta, que el túnel fue una distracción. Quienes conocen a Espiasse dicen que nunca podría haber entrado en ese huequito: el boquete y Banana no encajaban. Les podrían haber disparado, advertido con un tiro al aire. Las garitas de guardias con escopetas estaban justo detrás del pabellón B. Nadie tiró. Los podrían haber atacados los perros que patrullaban los cercos. Un preso veterano que estaba en el penal esa noche afirma. años después: “Ninguno ladró”. El mismo preso recuerda las teorías de la época, que indicaban a Renato Dutrá como el ideólogo de la fuga y a Bagnera como su supuesto financista, con Espiasse como músculo ejecutor.
Los penitenciarios a cargo de la guardia esa noche, al menos según sus declaraciones, se enteraron tarde, supieron de la fuga una hora y media después de que el último preso atravesara el hueco. No hubo buchones esa vez. El área de Inteligencia lo supo a la medianoche, luego de que un reporte les indicara que tras el recuento y luego del engome-el momento del cierre de las celdas- faltaban los trece detenidos. Adrián García Lois, fiscal de la causa, fue al penal a la mañana siguiente tras la alerta. La pila de tierra, según relató en el libro, estaba en la celda de al lado, la de Thiago Ximenes. “Una guarangada”, lo definió.
“No podés hacer una fuga como ésta sin logística externa y sin que se entere el Servicio. Se pudo haber sobornado a uno, a otro, pero esto no podía darse sin que varios se pusieran de acuerdo”, hipotetizó.
En todo caso, para la Justicia federal de Lomas de Zamora, el ruido de un taladro percutor no podría pasar desapercibido. Alguien se hizo el tonto, como mínimo. Tal vez la respuesta pueda ser encontrada diez años después.
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