Esa mañana del 17 de noviembre de 2021, muy temprano, en el sur del conurbano, Joaquín Zuñiga se subió al auto como cualquier mañana con destino a la canchita de Cacho, en uno de los bordes de la villa 21.24, donde entrenaba con su equipo, Barracas Central. Un camino lento, cotidiano. Cruzar Berazategui, Quilmes, Avellaneda, el Riachuelo. Todos los días, con la imagen de jugar en Primera en su cabeza. A los 17 años la vida es eso.
Nadie está preparado para que, de la nada, mientras tomás un jugo de naranja, todavía con los pies hinchados de entrenar, transpirado aunque te bañaste, quizá mientras vas repasando la jugada que te salió mal o el gol que metiste, tres hombres se te crucen en un auto, te apunten de la nada y te destrocen la vida a tiros, aunque no mueras, aunque zafes, aunque las balas te pasen por los costados, porque una de esas balas entra en la cabeza de uno de tus amigos, y se te va.
Parecían chorros esos tres que dispararon. Nunca se sabrá si ser policía era para ellos una fachada o viceversa. Pero lo que se supo, a pesar de los intentos de hacer pasar todo como un enfrentamiento, fue que esos tres eran “efectivos” de la Brigada. Aunque no tenían uniforme ni se les ocurrió cumplir con el protocolo y dar la voz de alto, pese a que el auto en el que andaban no tenía identificación ni balizas ni siquiera chapa patente.
“Estamos ante una mafia”, anunció días atrás en su alegato inconcluso, que terminará este martes, el abogado de Joaquín, Gregorio Dalbón, que también es el abogado de los González y del resto de las víctimas, que estarán hoy en los tribunales de la calle Paraguay a metros de los asesinos.
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Pasó un año y medio y Joaquín Zuñiga ahora persigue otro camino. El de la justicia por él y por sus amigos y sus familias y, sobre todo, por la memoria de Lucas, cuyo nombre lleva tatuado. “Lucas”, nombre derivado del griego, que significa “el que destaca por su brillo”.
Este martes Joaquín entrará en la sala de audiencias donde se juzga a los 14 agentes y a los tres de la brigada que quisieron matarlos. Escuchará a Dalbón pedir prisión perpetua contra Gabriel Issasi, Juan José Nieva y Fabián Andrés López. “Siempre con la verdad”, le dice a Infobae Joaquín, serio, maduro por la experiencia.
A Zuñiga le costó mucho recuperarse, volver al fútbol y conectar con el hecho de jugar. “Nunca pude volver a estar bien. Cada cosa que escucho me hace mal, tuve muchas recaídas, no poder salir de la cama”, cuenta.
“El juicio lo sigo pero ahí, lo que se sabe. Mi papá va a las audiencias con Peca, el papá de Lucas”, agrega. Su relación con Héctor González se hizo carne después del asesinato de su amigo: “Es mi segundo papá, lo veo muy seguido, compartí un montón de cosas. No es solo el papá de mi amigo. Soy de ir a la cancha con él, de juntarme a comer, si estoy por el barrio de ellos paso por la casa y toco las manos a ver si están. Soy muy pegote”.
Si Joaquín habla es porque cree que puede ayudar a que, en el tramo final del debate oral, se haga justicia. Quiere seguir adelante pero para eso hay que atravesar esta rompiente. Solo quedan los alegatos. Se espera que para finales de julio se conozca la sentencia.
Zuñiga repite una y otra vez que la sensación que ellos tuvieron ahí en la esquina de Iriarte y Vélez Sarsfield cuando se les apareció el Nissan Tiida de la Brigada es que los querían robar. Inmediatamente después de que les cruzaran el auto vinieron los disparos, los gritos, la huida en el Volkswagen Suran por arriba de una plazoleta, una calle a contramano, terror.
Los persiguieron, su amigo Niven Huanca Garnica salió corriendo para un lado y Joaquín y Julián Salas, con Lucas agonizando, frenaron a pocas cuadras, en Alvarado y Pedriel, donde pidieron ayuda, cándidamente, a dos mujeres de la Policía de la Ciudad.
Para los fiscales, tanto de instrucción como en el juicio, los policías cometieron los delitos de homicidio y encubrimiento agravados por el odio racial. Gregorio Dalbón no sólo coincide con la hipótesis de los representantes del Ministerio Público, sino que en el principio de su alegato, el jueves pasado, hizo foco en esto.
Les dijo a los jueces del Tribunal Oral Criminal 25: “Acuérdense del agravante racial, porque eran chicos de color marrón. Los eligieron por eso, no por otra cosa. Cierren los ojos e imaginen. Si hubiera sido un Audi, cierren los ojos, si hubieran sido pibes con ojos celestes. Si cuando los abren piensan que no hubiera pasado lo que sucedió integren ese agravante del odio por el color de piel”.
Joaquín no cayó en la cuenta de que eran considerados ellos los delincuentes hasta mucho después del hecho. Si habían salido a los gritos pidiendo ayuda. No entendía por qué había cada vez más policías y estos, en lugar de contenerlo, lo maltrataban.
Dalbón lo detalló en su alegato: “Un testigo del barrio contó, ‘salí porque me parecieron estudiantes los pibes, escuché gritos desesperados’. Ustedes se imaginan eso, Joaquín gritando a la madre por teléfono y buscando a la Policía porque los iban a robar. Joaquín se entrega, los tiran al piso, le ponen esposas. ¿La tortura tiene que ser con picana? ¿Submarino? No, señores jueces, agarraron a un chico de 17 años. Tirarlo al piso, romperle la remera. Esposarlos boca abajo como si fueran dos delincuentes (sic), menos mal que Niven corrió porque los mataban a todos. El plan criminal mafioso terminaban condecorándolos porque hubieran metido fierros con cocaína en el auto”.
Joaquín recuerda que los policías estaban ensañados con él cuando lo detuvieron. “Yo era el más morochito, y fue algo muy puntual conmigo. Lucas está lastimado y se lo lleva el SAME. Nive sale corriendo. Y quedamos Julián y yo. Todo el mundo se acercaba a decirme ‘negro de mierda’, que éramos todos unos villeros, mucho odio. Cada uno que pasaba de los policías y se acercaba era para decirte algo y agredirte. Había un montón”, cuenta.
- ¿Tenías idea qué estaba pasando?
- No entendía por qué. Nosotros en todo momento creíamos que nos habían querido robar.
Pasaron cuatro horas hasta que Joaquín se enteró que el sospechoso era él. ¿De qué? De nada. Los policías de la Brigada modularon “enfrentamiento” pero nunca explicaron qué situación había motivado las balas. Con esa excusa alguien plantó un arma falsa en el Volkswagen de los chicos.
Según el inspector Héctor Cuevas, detenido y uno de los 11 acusados de encubrimiento, fue Issasi quien metió la réplica en el coche de las víctimas. Lo declaró hace pocos días. Quebró el silencio de los acusados. Lo tuvieron que cambiar de penal por su seguridad.
“Hasta que llegó mi papá no teníamos ni idea que los que nos dispararon eran de la Policía. Mi papá llegó 10.30, y le habrán dicho cerca de la una. Yo estaba tirado en la vereda y me preguntaba ‘¿por qué nos maltrataron si nos quisieron robar?’. Se los decía a ellos. Pero nadie escuchaba mi versión.
- ¿Vos les decías?
- Sí. Y era carcajada. ‘Digan la verdad muchachos’, nos respondían. Les mostrábamos la mochila, les pedimos que desbloqueen nuestros celulares. Que éramos jugadores de fútbol, teníamos los botines. Todo esto en el piso, esposados, hacía calor, al sol. Hasta que llegó mi papá no nos querían mover.
Entonces cuando llegó Ricardo, su papá, Joaquín ató cabos. Y entendió qué había estado pasando. “Siempre, bajo cualquier circunstancia, yo estoy atento a los alrededores, y cuando estaba en el piso escuché al policía que dijo ‘nadie filma, nadie saca fotos’, y no entendía por qué lo decía. Cuando mi papá llega me explica lo que pasó, y me cerró todo.
- ¿Te diste cuenta que había algo raro?
- Me imaginé que iban a poner un arma. Es que si hacés las cosas bien no tenés nada que ocultar. Y ellos había algo que no querían mostrar.
El que dijo ‘nadie filma, nadie saca fotos’ fue el comisario Rodolfo Ozán, también detenido. Tras la declaración de Cuevas, el agente pidió ampliar en la última audiencia su declaración indagatoria. Explicó que esa orden la dio a fin de que no se viralizaran imágenes del hecho. Habrá que ver si los jueces le creen.
- ¿Sentiste que te trataron con odio?
- Hubo odio. No tengas dudas.
Como cualquier chico marrón del conurbano, Joaquín acumuló cierta costumbre a ser considerado sospechoso por portación de rostro por las policías. Recuerda una Navidad en su barrio, el Barrio Sarmiento, cerca de El Cruce de Varela. “Estábamos con mis amigos, teníamos una cindor y un budín, te juro. Y frenaron. Nos pusieron contra una reja. Recuerdo que uno me dijo ‘dale, negro, abrí las piernas’”.
También que hace poco lo pararon otra vez en su barrio. Estaba con un amigo. Él llevaba, como siempre, una gorrita de visera. Iban a jugar al fútbol. Un patrullero frenó y les pidió documentos. Lucas acató en silencio. “No tenía nada que esconder. Después de lo que me pasó, o cuando voy a la cancha, yo no digo ni que estuve con Lucas y lo que pasó. Me quedó ese miedo”, admite Joaquín. Pronto cruzará la rompiente.
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