Martín “Banana” Espiasse, nacido en Chubut, fue el criminal más buscado de la Argentina. Y en términos del submundo del crimen, de los secuestradores, los pesados que roban efectivo con armas de guerra, asesinos de policías, tal vez sea el más célebre. Solo fue lo suficientemente inteligente como para que pocos conozcan realmente su cara: sus hechos son mucho más famosos que su figura.
Nunca le gustó la autopromoción, para empezar. Jamás hizo un show de sí mismo. Casi ni hay registros públicos de su voz, un poco seseosa, que no coincide con su leyenda fiera. Apenas existe en Youtube un viejo video donde Espiasse se queja ante el tribunal chubutense que lo condenó a prisión perpetua de sus condiciones de encierro. Escribí un libro sobre él, El Trueno En La Sangre, su biografía criminal, publicada por la editorial Rara Avis, luego de cuatro años de investigación, decenas de entrevistas y el análisis de más de mil páginas de documentos. “Banana” jamás quiso dar dar una entrevista. El mes pasado, envié dos ejemplares a la cárcel donde se encuentra encerrado, la Unidad N°7, la Prisión Regional del Norte ubicada en Resistencia, Chaco. Los rechazó apenas vio la caja y los envió de vuelta.
El resto es sus leyenda escrita a tiros.
Nacido en Trelew en 1978, se hizo célebre por ser el cerebro del brutal asalto comando cometido el 15 de junio de 2007 en el Ministerio de Economía de Chubut en Rawson, donde dos policías, Oscar Cruzado y Pablo Rearte, fueron acribillados con una ametralladora soviética SKS, la precursora de la AK-47. Sus cómplices, con los que ya había asaltado un banco en Mar del Plata años antes con una feroz toma de rehenes, cayeron rápidamente. Todos menos Espiasse, que vivía una doble vida en Mendoza.
Lo detuvieron cuatro meses después del asalto. Cayó por robar una fábrica de camperas en Godoy Cruz en un ataque con ametralladoras. Al caer, dio un nombre falso, con el que insólitamente fue condenado a seis años y ocho meses por el robo. Y por ese nombre hasta le dieron un número de DNI. Se escapó en marzo de 2010, se fugó del Hospital Central en la capital de la provincia. En un traslado para un estudio a sus riñones, Espiasse golpeó a sus carceleros, se arrancó la sonda del brazo y corrió esposado por la capital mendocina para lanzarse a un canal de hormigón. Fueron cinco metros de caída libre. Un equipo de bomberos lo ató a una camilla de acero y lo alzó mientras gritaba de dolor para llevarlo de vuelta a la cárcel. El canal estaba vacío. Espiasse podría haber muerto por la caída. Salió con unos pocos rasguños.
Así, lo llevaron a Chubut luego de que los investigadores provinciales lo reconocieran. Le dieron perpetua por el doble homicidio en el Ministerio de Rawson, una pena confirmada el 7 de diciembre de 2012 por la Cámara Penal de Trelew. La Cámara razonó algo clave: no jaló el gatillo, el tirador incluso disparó para salvar a Espiasse luego de que fuera reducido por Rearte y Cruzado, pero su plan maestro fue lo que llevó al doble crimen. Su cabeza fue esencial para esas muertes.
Luego, lo llevaron al penal de Ezeiza, donde el 19 de agosto de 2013 protagonizó la mayor fuga penitenciaria de la historia reciente. Se fue junto a otros siete delincuentes, supuestamente por un túnel cavado en la tierra blanda, una historia que sigue sin ser esclarecida casi diez años después, entre rumores de una venganza de penitenciarios que terminó con la renuncia de director Víctor Hortel, ligado a Vatayón Militante, que renunció por el escándalo.
Otra vez, Espiasse fue el último en caer. Lo capturaron en noviembre de 2017, más de cuatro años después. Un subcomisario de la Policía de Mendoza lo cazó gracias al relato de un buchón, un ladrón de poca monta que lo entregó. Espiasse vivía en un búnker de la localidad de Rodeo de Maipú con cuatro identidades falsas, una novia 20 años menor que era su víctima de violencia de género, 20 armas pesadas, 27 palmeras de marihuana y -ocultas bajo tierra- 22 barras de gelignita, un explosivo empleado en minería, con todos los equipos para detonarlas. Espiasse nunca explicó para qué las tenía. Por las armas y las plantas, Espiasse fue condenado en 2019 a otros trece años de prisión. Su novia, imputada en un comienzo junto a él, fue absuelta. Se determinó que no era una cómplice, sino una víctima.
Espiasse hoy tiene 43 años, es padre, abuelo de dos nietos. Su hijo mayor, que se llamaba como él, Martín Alejandro, fue asesinado a facazos en una riña en un penal de Bahía Blanca donde estaba preso por homicidio en septiembre de 2017, un mes antes de su última captura. “Banana” ya lleva la mitad de su vida preso, una historia marcada por combates a punta de cuchillo y colchones incendiados. Cualquiera creería que todo esto lo derrotaría, que algún día se quedaría sin picante en las venas y dejaría de pelear. Pero a Espiasse le queda una carta para volver a la calle y piensa jugarla. No es una voladura con explosivos, o un ataque con ametralladoras, sino una chance que le ofrece el sistema.
Poco antes de la fuga de Ezeiza, la defensa de Espiasse, integrada por su histórica abogada, la penalista Patricia Croitoru -una de las más abogadas del fuero penal, experta en representar pesados de alto calibre- y el defensor oficial Sergio Rey, habían recibido el turno para que Espiasse se presentara ante el Tribunal Superior de Justicia de Chubut para tratar la impugnación extraordinaria presentada por Croitoru de su condena a perpetua, fecha de septiembre de 2013. Lógicamente, Espiasse jamás se presentó.
Así, pasaron los años. A comienzos de 2022, la Justicia chubutense comenzó un trámite para unificar la pena mendocina y la perpetua dictada años atrás. Había una audiencia pendiente. El 25 de febrero, Espiasse enviaba una nota manuscrita a la Justicia pidiendo una audiencia urgente con Sergio Rey. El 7 de marzo, Espiasse fue informado en Chaco de que esa audiencia era suspendida y reprogramada. Se encontraron con un pequeño problema: la causa chubutense nunca había sido confirmada. Por ende, no podía ser unificada a ninguna otra.
Entonces, el tratamiento de la impugnación extraordinaria volvía a entrar en juego, según confirmaron fuentes judiciales y cercanas a Espiasse a Infobae. Por lo pronto, esta nueva audiencia no tiene fecha. Croitoru ya recibió un oficio que la notificó de los magistrados que integrarán el Tribunal. Tiene diversos argumentos para presentar, entre ellos, una teoría del árbol envenenado, aplicada con éxito en otros casos, como el del ex policía Juan Carlos Bayarri, que pasó trece años preso por el secuestro de Mauricio Macri, golpeado por policías para incriminarse con una falsa confesión.
El golpeado, fue supuestamente, fue Walter Di Muro, uno de los históricos cómplices, hoy preso en Batán, cuyo apellido da nombre a la causa. Di Muro aseguró haber sido golpeado violentamente por policías, a pesar de que no hubo causa por apremios ilegales. La defensa de Espiasse habla de múltiples testigos. Hay otros argumentos más técnicos: plazos razonables, derecho de defensa en el juicio original. Si lo rechazan, podría llegar a la Corte Suprema, un camino todavía más arduo, pero “Banana” se tiene fe.
La vida en la cárcel, mientras tanto, sigue, con ciertos giros en la historia.
En junio de 2021, Espiasse fue parte de un violento motín a punta de faca en el que estuvo involucrado otro de sus históricos compañeros, “El Cachetón” Barrientos, condenado junto a él en el caso de Rawson. Terminó con lesiones varias. Siempre fue un indómito: su legajo en el Servicio Penitenciario Federal está marcado por peleas a facazos y colchones incendiados. En privado, solía decir que jamás trabajaría para la policía. Pero un mes antes de su riña feroz, Espiasse había comenzado a percibir el peculio, el sueldo de los presos por tareas menores, con el correspondiente cobro de aportes, algo que fue gestionado por su defensa oficial. No era algo nuevo para él. Según registros previsionales, ya lo había cobrado cuando volvió a la cárcel en 2011.
Mientras tanto, el daño que Espiasse causa continúa. Fuentes del caso aseguran que la ex pareja de Espiasse, acusada con él en Mendoza y luego absuelta, continuó recibiendo cargos de patentes por las camionetas que el hampón manejaba estando prófugo, cinco años después del arresto, incluso la Volkswagen Amarok que manejaba cuando lo detuvieron. La joven, que continuó sus estudios como martillera pública, debía dinero por al menos dos vehículos, con montos que superaban los 200 mil pesos. “Banana” las había puesto a su nombre. Decía que era un obsequio, que quería que algo le quedara a ella, una extraña donación en vida.
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