Robo de fentanilo en el hospital Fernández: la extraña ruta argentina de la “superdroga” del futuro

Un caso que hoy trata la Justicia muestra a un enfermero desleal en el centro de la escena. Las coincidencias en la ruta de los expedientes y el cambio cultural que se necesita para una nueva epidemia narco

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El Hospital Fernández, lugar del robo
El Hospital Fernández, lugar del robo

En la tarde de hoy jueves, la historia del narcotráfico en Argentina se partió en dos.

Estudios de la Procuración revelaron que el ingrediente secreto de la cocaína envenenada vendida en la villa Puerta 8 de Tres de Febrero, y que mató a 24 personas, es el carfentanilo, un poderoso opioide derivado del fentanilo, la sustancia detrás de la mayor crisis de adicción en la historia reciente en América del Norte. El carfentanilo es 30 veces más potente que el fentanilo mismo. Ni siquiera está pensado para uso en humanos: se emplea para drogar rinocerontes y elefantes. Casi nunca es visto en el mapa global del negocio de la droga.

De repente, terminó en los cadáveres de 24 personas que tomaron droga comprada en una villa del Conurbano bonaerense.

Cómo entró en la droga y de dónde viene es algo que deberá explicar la Justicia. En todo caso, el shock histórico es poderoso. El consumo clandestino de fentanilo en la Argentina -una sustancia altamente controlada, empleada por anestesistas- tiene una historia corta, pero oscura. No está ligada a traficantes de villas, sino al lado oscuro del sistema de salud, transas de pasillo de hospital, no de pasillo de villa.

Todavía lo recuerdan al enfermero Rubén en el hospital Juan Fernández de la calle Cerviño Palermo. “¡Re formal! ¡El tipo era re formal!”, lo evoca un histórico de ambo blanco. Rubén, profesional de carrera, se había ganado un lugar de confianza, había integrado equipos para situaciones y diagnósticos críticos, lo elegían. Y un día, según la acusación en su contra, Rubén entró a dos salas para supuestamente meterse en el bolsillo el símbolo del futuro del narcotráfico a nivel global. El enfermero fue imputado en la Justicia, una causa que llegó al Tribunal Oral en lo Criminal N°14

Fue formalmente acusado de dos hechos, ocurridos en 2018. En el primero, otra enfermera lo señaló por ingresar a la Unidad Coronaria del Hospital fuera de su horario de trabajo usual. Rubén aseguraba que venía de una reunión “con el director”, según documentación judicial a la que accedió Infobae. En su recorrida, tomó medicación sin dejar registrada su cantidad y contenido.

En el segundo hecho, “el imputado ingresó a una habitación de recuperación cardio vascular (RCV) donde había un paciente descompensado y sustrajo la medicación del carro de la enfermera que había salido a avisar a los médicos del estado del paciente, y al regresar lo vio parado junto al carro, salir rápidamente y ella verificó la faltante de tres ampollas de fentanilo y una de morfina”.

La cuenta final fue de siete ampollas de fentanilo, una de morfina. Por reglamento interno, según fuentes oficiales, los opioides en el Fernández son entregados solo con una receta firmada por los jefes de terapia intensiva o de guardia.

Narcotráfico mexicano: fentanilo en forma de pastillas (Foto: Cortesía SEDENA)
Narcotráfico mexicano: fentanilo en forma de pastillas (Foto: Cortesía SEDENA)

Así, Rubén fue acusado de hurto y luego procesado en la Justicia. En paralelo, el Hospital Fernández inició un expediente administrativo para determinar responsabilidades. En Tribunales, asistido por una defensora oficial, Rubén intentó lograr una probation con el Tribunal N°14, la suspensión del juicio a prueba para así llegar a una pena menor.

Sin embargo, el TOC N°14 se la negó tras un planteo de la fiscalía que argumentó que Rubén era un empleado público, con las responsabilidades que su rol implica. No podría haber accedido a la medicación de otra forma. El 10 de febrero de 2021, el recurso de casación que presentó su defensa fue tratado por la Sala II de Casación integrada por el magistrado Horacio Días. La probation fue denegada otra vez.

En el medio, la significancia del robo del enfermero Rubén parecía obvia: un enfermero de un hospital estatal se llevaba a su casa una sustancia, un anestésico opiáceo inyectable de alto poder y rápida acción cuyo acceso en Argentina en teoría es sumamente controlado por especialistas de ambo blanco y formularios de doble receta. Se utiliza con cierta frecuencia. Debora Pérez Volpin, la periodista y legisladora fallecida en 2018 por cuya muerte fue responsabilizado y condenado el endoscopista Diego Bialolenkier, recibió dos ampollas de fentanilo junto con omeprazol al ser internada en terapia intensiva según la causa que investigó su muerte.

En Estados Unidos, sin embargo, es el centro de una epidemia de adicción que sacude a la salud pública: el fentanilo es vendido en forma de pastillas, originado por laboratorios clandestinos en China, contrabandeados por cárteles mexicanos y comerciado por dealers callejeros.

La epidemia es general: el Center for Disease Control and Prevention (un organismo estatal norteamericano que apunta a prevenir y controlar enfermedades) calculó 81 mil muertes por sobredosis de drogas entre mayo de 2019 y mayo de 2020. Y de todo el menú de opioides que se convirtió en la vanguardia del narcotráfico en los Estados Unidos, el fentanilo es el peor. “Los opiáceos sintéticos, principalmente el fentanilo manufacturado ilegalmente, aparecen como los impulsores primarios en las muertes por sobredosis, que aumentaron en un 38,4% desde el período de 12 meses” estudiado en el último análisis del CDC, que reportó también un uso cruzado de cocaína y analgésicos, otro aumento alarmante.

El anestesista Gerardo Billiris, vinculado a una forma de la substancia en la Justicia
El anestesista Gerardo Billiris, vinculado a una forma de la substancia en la Justicia

En la Argentina, el nombre de la sustancia aparece a lo largo de diversos fallos y condenas, en varias formas. Está entre las 222 páginas de la condena de 14 años al anestesista Gerardo Billiris por el bestial episodio que dejó a Belén Torres al borde de la muerte. Según la causa llevada a juicio en el Tribunal Oral Federal N°8, Billiris retiró al menos una ampolla de remilfentanilo del Hospital Militar en mayo de 2012, según los registros relevados. La sustancia se emplea en cirugía junto con anestesia general. Hubo, al menos, un presunto adicto a nivel local, según registros, un técnico en computación con un pasado turbulento, condenado por un homicidio en territorio porteño en 2015. Testigos aseguraron que se inyectaba varias veces al día. El mismo acusado lo reconoció en su indagatoria, aseguró que consumió la droga en la mañana del crimen. Cómo la conseguía, no se sabe.

Y mientras que en Estados Unidos el consumo de opioides es generalizado entre adictos, en Argentina es un pequeño nicho de adictos retorcidos por una voluntad macabra. El propio Hospital Fernández tuvo un programa para tratarlos con metadona en el pasado. El programa tuvo sus problemas: sus pacientes, iniciados usualmente en la adicción a través del consumo en grandes cantidades de remedios para la tos que incluyen codeína, eran difíciles de controlar. En paralelo compraban sus drogas en farmacias de manera clandestina, hablaban de “pitutos”, compuestos en cápsulas o pastillas. El grupo de tratamiento, sospecharon autoridades, fue infiltrado por dealers. Años atrás, médicos del hospital tuvieron que llamar a la policía para echar del lugar a uno del cual sospechaban.

Hubo presuntos traficantes. En marzo de 2019, un hombre de Parque Chacabuco fue castigado con la unificación de dos condenas en su contra por narcotráfico y provisión de materia prima para producir estupefacientes, un fallo del TOF N°6. Lo habían arrestado 13 años antes, luego de que lo encontraran en una serie de avisos online mientras ofrecía pastillas libremente: cayó con más de 2.300 pastillas de oxicodona marca Oxycontin, producida en Estados Unidos y 30 comprimidos de morfina, luego de haber pactado la venta de benzodiazepinas sin receta en un bar de la esquina de Córdoba y Azcuénaga. Finalmente, lo vincularon a una farmacia familiar.

Años después, en febrero de 2020, cayó otro jugador mucho más ambicioso. Sebastián Claudio Agostini reescribió la historia narco en la Argentina cuando la Policía de la Ciudad allanó su casa en la calle Libertad en Martínez bajo las órdenes del fiscal contravencional Aníbal Brunet.

Febrero de 2020: el operativo en la casa de Sebastián Agostini, a cargo de la Policía de la Ciudad

Agostini, de 45 años, alto, calvo, era farmacéutico, ex empleado de firmas del rubro. Sobre el lavarropas de su casa de Martínez, según la acusación en su contra, Agostini montó una pequeña fábrica con una sencilla comprimidora monodosis, una máquina capaz de producir 4.000 pastillas por hora. Le encontraron motos de competición, un Alfa Romeo, un jacuzzi recién instalado.

También le encontraron drogas rara vez vistas en la Argentina, al menos en el mercado negro, en la línea de negocios dealer, oxicodona, etilmorfina, metadona. Agostini también fue a contramano de la ola de drogas de diseño basada en el contrabando global: todos sus insumos eran de origen argentino. Sus sustancias provenían de laboratorios como Parafarm y Verardo, al menos de acuerdo a las etiquetas encontradas. Su máquina, provista de un motor y una tolva, fue fabricada por una empresa de Ciudadela. Un hombre que habría sido su dealer, fue el vínculo flojo que llevó hasta él, luego de que al dealer alguien lo delatara a la Policía de la Ciudad.

Lucía, la mujer de Agostini, también fue acusada. Dio una entrevista al canal TN al día siguiente de que la Policía de la Ciudad difundiera el operativo y exhibiera los polvos para pastillas y la máquina encontrada sobre su lavarropas. La mujer negó todo. “Estamos lejos lo que se nos acusa”, aseguró. La suerte de Lucía varió con el tiempo. La causa cambió de jurisdicción y fuero. En julio de este año, la Sala I de la Cámara Federal de San Martín dictaminó su falta de mérito y dispuso su inmediata libertad. Agostini tuvo una suerte distinta, según documentos judiciales: la Cámara de San Martín confirmó su procesamiento y el embargo en su contra. Siguió encerrado en la cárcel, pidió la prisión domiciliaria y se la denegaron en julio del año pasado.

El fentanilo no aparecía en su menú. Cerca del submundo conectado al caso se hablaba de lo mismo que oyeron los especialistas del Fernández: “pitutos” altamente adictivos de producción clandestina, una mezcla letal de opioides.

Había una ley para controlar a Agostini: en 2017, el Ministerio de Seguridad estableció la obligatoriedad de inscribirse en el Registro Nacional de Precursores químicos para quienes establezcan “tabletas, cápsulas o comprimidos”. El ANMAT, encargado de fiscalizar la producción de medicamentos, podría tener un mayor rol de control.

Sebastián Agostini
Sebastián Agostini

La Argentina, históricamente, basa su lucha contra las drogas en fotos de éxito, toneladas de algo que son incautadas para mostrar a la prensa. Pero considerar a este fenómeno como minoritario es un pobre diagnóstico en términos de políticas de seguridad. Argentina es uno de los pocos países del mundo que todavía se droga como en el siglo XX simplemente porque puede hacerlo. Su propio mercado lo permite: vivimos literalmente del otro lado de la frontera del kilo de droga más barato del mundo. Sin embargo, todo puede cambiar. Se trata de un giro en la cultura y una oferta de producto lo suficiente potente. 25 años atrás, fumar una piedra química color crema en un tubo con lana de acero parecía impensado.

La potencial base de adictos por otra parte, existe. Solo hace falta una receta falsa. La subcultura del trap incluye un brebaje con jarabe para la tos que incluye codeína: un conocido cantante tiene en su séquito a un miembro especialista en preparar el brebaje. Malajunta, uno de los mejores artistas de su generación, critica en una de sus canciones a quienes lo consumen. El 8 de abril de 2020, la Policía de la Ciudad detuvo a Lucas A., de 19 años. Tenía un registro de conductor de Miami y una receta médica con el encabezado de una clínica que no existe, con un sello y una firma de un supuesto neurólogo. “Codelasa”, decía la receta, el nombre comercial de un jarabe local.

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