Luego de casi dos años, el Tribunal N°14 condenó este mediodía a prisión perpetua a Waldo Servián Riquelme, nacido en Paraguay, el llamado descuartizador de la Villa 31, el hombre que mató a su pareja en 2019, la madre de sus dos hijos, para despedazarla con una amoladora y un cuchillo. Sentado en una sala del penal de Marcos Paz, aseguró ser inocente en sus últimas palabras, pensó en sus hijos. El Tribunal no le creyó, tras una meticulosa investigación del fiscal Andrés Madrea que incriminaba fuertemente al acusado. La jueza Silvia Mora, a cargo de la lectura del veredicto, ordenó destruir la amoladora con la que desmembró a su pareja después de muerta. Puede desaparecer el símbolo, pero queda la historia del crimen, que comienza con una verdad extraña: en cierta forma, los cuerpos también suenan después de muertos.
El forense de la Unidad Móvil Criminalística de la Policía de la Ciudad que entró a la casa de dos plantas en el barrio San Martín de la Villa 31 bis el 17 de marzo de 2019 se encontró con ese sonido: era el de las moscas, en el aire tibio y viciado batido por las alas. El forense las sentía ya desde la puerta, así como la peste, obvia a la nariz, a pesar de la gran cantidad de desodorante de ambiente que alguien había echado en la casa.
Mirtha González Ayala era buscada hace más de dos días, no respondía llamados. Sus dos hijos, en ese entonces de 8 y 11 años, habían quedado con Evelin, su cuñada, que dio la alerta a la Policía porteña en una comisaría de la zona. Así, llegó una primera inspección de una agente que sintió el olor, golpeó y gritó sin recibir respuesta. Entonces, convocó al forense, que cruzó la puerta de chapa e ingresó. El especialista encontró las partes de Mirtha: primero una, después otra, y luego otra más hasta contar 25 en total.
Había una olla con asas de madera en la cocina-comedor, sobre el anafe. “Restos humanos seccionados sometidos a proceso de cocción”, marcó el forense en su informe posterior. Se encontró material orgánico similar dentro de un horno eléctrico, otros restos a medio cocinar estaban desperdigados en el suelo. La cabeza de Mirtha, rapada, con signos de ahumamiento en el cuero cabelludo, fue encontrada cerca de la mesa, así como partes del cuello y de sus costillas, su pelvis, sus mamas.
La cabeza fue inspeccionada: tenía dos heridas bajo el mentón de tres centímetros cada una, realizadas -según los cálculos del forense- antes de que la mataran. Faltaban las orejas, cortadas luego de su fallecimiento, de acuerdo al análisis del especialista: una lesión post-mortem.
El perro de Mirtha, chiquito, marrón, estaba ahí, ileso, sin ladrar ni ponerse nervioso.
La bañera de la casa se encontraba en la planta alta. Allí fueron encontrados los brazos, los pies y las manos que, según estudios posteriores, evidenciaron heridas defensivas, el hígado, los riñones y la faringe, partes de su piel con quemaduras similares a las encontradas dentro de la olla sobre el anafe. Los azulejos del baño tenían manchas de sangre con un patrón especial, una salpicadura con forma de rocío intenso y veloz que indicaba que allí había ocurrido el desmembramiento con un objeto “similar a una sierra”, según marca el expediente.
Había un cuchillo de cocina grande en un balde, con un mango negro y manchas de sangre y fibras de músculos. También, junto al cuchillo, una amoladora Black & Decker con sus correspondientes discos. El forense lo entendió rápidamente: el femicida, el autor del crimen contra una mujer más barbárico de la historia argentina reciente, primero usó el cuchillo, y luego la cortó con la herramienta.
Sin embargo, nadie habló del ruido en el barrio San Martín, formado detrás del andén del tren del mismo nombre, marcado por las guerras entre transas y otros crímenes grotescos como el triple homicidio de una pareja y otro hombre, ocurridos en marzo de 2018: sus cadáveres aparecieron incinerados en un carrito de cartonero. Nadie habló del sonido de una amoladora caliente contra hueso y cartílago, o del grito de una mujer antes de ser asesinada.
Así, comenzó la reconstrucción del cuerpo: 25 fragmentos individualizados, entre ellos, cinco partes de un pie, secciones de músculos. No hubo dudas de la identidad de los restos. La madre de Mirtha entregó su sangre a los investigadores del caso, a cargo del fiscal Andrés Madrea y el juez Hugo Decaria: una pericia de ADN confirmó el vínculo con una exactitud superior al 99,9%.
El cuerpo estaba completo en un 70 por ciento. Nunca se supo qué pasó, por ejemplo, con el corazón o con los intestinos. Hubo, sin embargo, otras certezas. El Laboratorio de Patología Forense y la Morgue Judicial coincidieron posteriormente en la causa de muerte: una asfixia. De vuelta en el baño, los peritos encontraron dos huellas dactilares sobre el inodoro: esas huellas correspondían a la pareja de Mirtha, al padre de sus hijos, Waldo Servián Riquelme.
Un día antes del hallazgo del cadáver, Riquelme abordó un micro de la empresa Crucero del Norte en Retiro con rumbo a Misiones. Al día siguiente llegó a Paraguay, a través del paso San Roque González de Santa Cruz, probablemente, en un taxi fronterizo que salió desde Posadas. La orden de captura internacional se emitió poco después.
Servián Riquelme, de 34 años, se entregó finalmente en la ciudad de Encarnación en el mes de mayo, para ser extraditado a la Argentina con una celda a su nombre en Marcos Paz. Negó el crimen. “Lo único que voy a decir es que no la maté”, aseguró, una versión que continuó hasta el día de su condena. Dijo que se entregaba por sus hijos, a los que supuestamente dejó con su hermana antes de matar a su mujer, según la acusación del fiscal Madrea. Afirmó que no respondería preguntas del tribunal. Lo mismo haría dos años después en el juicio.
Otros ya habían hablado en su contra, aportaron los audios de WhatsApp. Los testimonios coincidieron: la violencia de género fue el motivo del crimen. Lo pintaron con adjetivos: un celoso, un machista haragán, un vividor que de vez en cuando se levantaba de la cama para ir a trabajar de maletero a la terminal pero que prefería comer del bolsillo de Mirtha, que vendía comida y café, que tenía alquileres y que llegó a construir y vender una segunda casa en la Villa 31.
Tiempo antes de morir, Mirtha le dijo a su madre: “Ya no quiero andar de mendiga”. Tras el femicidio, la madre inició una querella contra Servián Riquelme en el juicio, sus abogados pidieron prisión perpetua.
La madre de Mirtha aseguró en su declaración testimonial que hace “unos años había dejado a Waldo y se fue con los chicos a Paraguay, se habían separado porque ella no se hallaba más con él, porque él la hacía trabajar y la trataba mal, la mandaba al comedor a que pida comida”. Mirtha llegó a mudarse al fondo de la casa de su mamá, tiempo después volvió con Servián Riquelme, pero las cosas empeoraron: “Eso era todo lo que reclamaba Waldo: él quería plata, plata y no trabajaba”, dijo la mujer que llora a su hija.
Pedir plata no era la única forma de violencia. Waldo sospechaba que Mirtha veía a otro hombre, un catamarqueño. Tomó su celular para hurgarle entre los mensajes. Se lo reinició por completo, un formateo de fábrica. Ella le temía, cortaba la conversación por teléfono cuando el padre de sus hijos llegaba.
Así, Waldo se sentó en Marcos Paz, esperó y le llegó su condena. Nunca dijo qué hizo con el corazón de su mujer.
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